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Seguidores de Boric celebran en las calles de Santiago su victoria en la segunda vuelta de la presidenciales en Chile. CLAUDIO SANTANA/GETTY

‘Momentum’ Boric

Diez años después de protagonizar los movimientos estudiantiles, la generación representada por Boric pasa a ocupar la centralidad política en Chile con el encargo de defender las instituciones y lanzar un salvavidas a la socialdemocracia, buscando transformarlas.
Jorge Resina
 |  20 de diciembre de 2021

El interés que las elecciones presidenciales chilenas han suscitado durante las últimas semanas es sintomático de que en Chile se jugaba algo más que saber quién sería el próximo inquilino del Palacio de La Moneda, con repercusiones internacionales. En un país que todavía digiere las consecuencias del estallido social de 2019 y en pleno proceso constituyente, las alternativas en liza se disputaban qué tipo de sociedad es deseable, de forma que cualquier triunfo o fracaso lo sería también del relato que marcará la próxima época.

Una victoria de José Antonio Kast, en un contexto global en el que proliferan propuestas reaccionarias de nuevo cuño, habría supuesto corroborar que estos movimientos –que van desde Donald Trump hasta Jair Bolsonaro, pasando por Javier Milei o Santiago Abascal, entre otros– no son un accidente histórico, sino más bien la consolidación de una determinada propuesta de orden social, que tiene aspectos comunes como el nativismo, el discurso anti-Estado, la predominancia del mercado o el manejo autoritario de la política.

Con ese trasfondo, Chile aparecía como un caso especialmente significativo, ya que la victoria de Kast habría supuesto, por un lado, una reescritura del pasado, al relativizar la dictadura de Augusto Pinochet, validar su legado y homologar las políticas neoliberales implementadas en un país que sirvió de experimento; por el otro, una suerte de correctivo a algunos de los avances logrados por los movimientos sociales en los últimos años, sobre todo en lo referido a derechos de mujeres, indígenas y comunidad LGTBI+. Su hipotético triunfo habría conllevado además una consecuencia adicional: certificar el fracaso de la Concertación y, por extensión, de la incapacidad de la socialdemocracia por ofrecer horizontes políticos atractivos, en una coyuntura donde su habilidad para lograrlo está cuestionada.

Es en este punto en el que adquiere relevancia el “factor Boric”. Para entender mejor el perfil resiliente del ya presidente electo, Gabriel Boric, hay que destacar una constante en su carrera política: siempre que compitió lo hizo partiendo con desventaja inicial. Así sucedió en su etapa de estudiante, cuando disputó y ganó la presidencia de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH) a Camila Vallejo, logro que repitió hace unos meses en las primarias de la coalición progresista Apruebo Dignidad, al imponerse al candidato favorito Daniel Jadue, y con la que, de nuevo desde una segunda posición, consiguió dar la vuelta a los resultados y vencer en las presidenciales del 19 de diciembre.

 

«Si existe un consenso generalizado sobre la insatisfacción, no puede decirse lo mismo sobre cuáles han de ser las respuestas; justo ahí es donde Boric se jugará una parte importante de su mandato y de las expectativas generadas»

 

A este sino político se suma otra cuestión biográfica, en consonancia con lo que podría considerarse un perfil atípico, como que procede de una región alejada del centro político –y geográfico– (Magallanes) o que, a pesar de su liderazgo estudiantil, nunca se graduó de abogado. Esta tendencia a partir desde atrás, aunque a priori podría considerarse un hándicap, ha terminado por convertirse en su principal virtud política, ya que le ha permitido modular su discurso, mirar hacia otros sectores y, en última instancia, integrar nuevos actores a su proyecto.

Estas habilidades serán cruciales en los próximos años. A pesar del contundente resultado, el escenario en el que jugará Boric se presenta complejo: tendrá que convivir con un Congreso fragmentado y con una importante presencia de la derecha, engrasar el desarrollo de una Convención Constituyente algo encallada –donde la mayoría de dos tercios para adoptar acuerdos obligará a negociar punto por punto–, y gestionar una delicada situación económica en la que cualquier intento de reforma –ya sea fiscal o del sistema de pensiones– habrá de sortear las resistencias de las tradicionales elites del país, así como evitar la rápida frustración de las clases medias y populares.

Estos no serán los únicos desafíos, pues si existe un consenso generalizado sobre la insatisfacción, no puede decirse lo mismo sobre cuáles han de ser las respuestas. Es justo en ese espacio donde Boric se jugará una parte importante de su mandato y de las expectativas generadas. La capacidad que tenga para crear nuevos imaginarios, integrar en un proyecto común a una mayoría social que se siente perdedora tras tres décadas de democracia, y superar la actual brecha social y emocional que se vive hoy en Chile será crucial para el desarrollo de los proyectos progresistas tanto dentro como fuera del país.

Es en este sentido en el que el triunfo de Boric puede considerarse, ante todo, la victoria de aquella generación de movimientos estudiantiles surgida hace una década para impugnar el sistema, en buena medida por la ausencia de propuestas socialdemócratas. Ahora, 10 años después y con cierta paradoja, esa generación ha pasado a ocupar el primer plano y la centralidad de la política en Chile con el encargo de defender las instituciones y lanzar un salvavidas a la socialdemocracia, con el objetivo –eso sí– de transformarlas.

Qué resultados alcance esa generación y qué nueva agenda política sea capaz de construir tendrá repercusiones globales, porque lo que parece claro es que ha llegado su momentum.

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