Nuevo número de Economía Exterior

 |  8 de julio de 2010

Propiedad intelectual, debate inaplazable.

Este número de Economía Exterior no toma partido, sino que trata de animar un debate y facilitar al lector un fondo documental. La situación de caos que padece, en España y fuera de ella, el mundo digital, ha introducido la necesidad urgente de una regulación comprensiva y ambiciosa. Los códigos que rigen el mundo analógico se muestran hoy insuficientes, obsoletos.

Una parte indeterminada de los usuarios de internet se descargan películas o música con la facilidad con que abren el grifo del agua. La llegada del e-book hace pensar que el libro tradicional está en peligro. Ese descontrol necesita ser controlado. Para continuar con su labor creadora, los autores de cualquier obra deben saberse protegidos. Ética y económicamente.

Una comisión oficial se ha constituido para inquietud de quienes han adquirido la costumbre de bajarse el último concierto de Madonna o La Dolce Vita, de Federico Fellini. A pesar de sus lagunas jurídicas, el proyecto de Ley de Economía Sostenible, que se ocupa entre otras cosas de la propiedad intelectual, es también un buen intento.

El debate no es sólo económico, sino de orden: de civilización y de higiene. No se trata de victimizar ni criminalizar a nadie, sino de salir del completo descontrol. Este es el problema que desde distintos ángulos trata este número.

Economía Exterior no toma partido, salvo por el interés general. Y el interés general sugiere que no conviene confundir el espacio interestelar y el reino de las ondas con el patio de Monipodio.
En este número el lector se encontrará los problemas que plantean los derechos de patentes y propiedad intelectual, las descargas de películas en internet, y la proliferación de un tráfico irregular cuya despenalización, cuando es para uso propio, transmite el falso mensaje de que se está realizando una actividad lícita que, además, es gratuita. Algo que no es cierto del todo, como demuestra el elevado coste de conexión a internet en España –casi el doble de la media europea– y el hecho de que la Oficina de Defensa de los Intereses Comerciales de Estados Unidos incluya a España entre aquellos con una legislación y vigilancia demasiado laxa en la salvaguardia de los derechos de invención. Una dificultad añadida para promover inversiones.

Es cierto que se empieza a esbozar lo que podría ser parte de la solución al problema: el peer to peer estaría perdiendo la batalla frente a la aparición de webs que facilitan el acceso a contenidos que el usuario de internet no descarga ni almacena en dispositivo alguno, lo que propicia la aparición de formas de pago sujetas a copyright.

En el caso de la música el ejemplo más claro es Spotify, que cuenta con el apoyo de las Majors (Universal Music, Sony BMG, EMI Music y Warner Music) y permite el acceso a su catálogo de música de forma gratuita a cambio de publicidad, o sin publicidad alguna a cambio de una cuota mensual cercana a los 10 euros. Un modelo atractivo para algunos expertos, pero que todavía debe demostrar su viabilidad como negocio.

El reconocimiento y la protección de la creatividad y del ingenio científico han procurado el continuo desarrollo de las ciencias y de las artes. En el sur de Italia y en la ciudad griega de Sybaris, cinco siglos antes de nuestra era, existen noticias de un concurso para decidir quién era el mejor entre los cocineros y, por lo tanto, merecedor de un premio para la distribución anual exclusiva de sus guisos y condimentos. ¿Correspondería al sibaritismo gastronómico el primer derecho de autor conocido? La primera noticia cierta de una patente tuvo lugar en Florencia en 1421 a favor del arquitecto e ingeniero Filippo Brunelleschi, quien había desarrollado una grúa flotante para el transporte de mármol.

La aparición de un marco regulatorio más acogedor se desarrolló en Estados Unidos a partir de 1790, lo que permitiría el registro de millones de invenciones y, en consecuencia, una calidad de los productos terminados muy competitiva. Esa ventaja contribuiría a flexibilizar los sistemas europeos, aunque no se llegase a una coordinación que permitiera pensar en una legislación unificada.

Los primeros inventores que consiguieron derechos de patentes, como Alexander Graham Bell, partían de su intuición y su insobornable determinación. Bell era eso que los anglosajones llaman un audiologist preocupado por remediar algunos tipos de sordera, y que tuvo la suerte de tropezar con Thomas Watson, constructor de un aparato para transmitir sonidos eléctricamente. Pero aquellos quizá fueron los últimos exploradores de la ciencia en solitario. El descubridor del nailon y en su proceso de búsqueda del neopreno –de importancia clave en el aprovisionamiento de los ejércitos aliados durante la Segunda Guerra mundial–, Wallace Carothers, un personaje con dificultad para acoplarse a una gran organización, trabajó en un laboratorio, quizá algo apartado, de la Dupont. Se suicidó unos días después de que sus inventos fuesen reconocidos. Nadie hizo ganar tanto dinero a esa multinacional.

¿Se estancarán ahora los avances de la computerización, internet o esa oficina portátil que ofrece el i-Phone?

Es imperativo escuchar las quejas de periódicos y revistas que ven difundidos gratuitamente sus contenidos debilitando, o incluso anulando, el esfuerzo de sus redactores, sus inversiones en equipo y el fondo de comercio de un prestigio ganado en la defensa de las libertades ciudadanas. Sucede lo mismo con la música y el cine. Es urgente buscar soluciones globales a un problema global. Las salidas nacionales, aseguran los expertos, no son más que parches con poco futuro.

También faltan soluciones fuera del mundo digital. La confrontación entre patentes y el derecho a un medicamento accesible para combatir epidemias está en el origen de las diferencias entre multinacionales y gobiernos, en los medicamentos contra el cáncer y el sida, sobre todo.

Por último, un gran interrogante planea sobre la Unión Europea: por qué no se ha llegado todavía a un sistema unificado de patentes. De nuevo la necesidad de propuestas mundiales. No contar con este sistema unificado es una caprichosa desventaja en un mundo de corporaciones y Estados globales.

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