Portadas de los periódicos en Lima el 1 de octubre de 2019, un día después de que el presidente de Perú, Martin Vizcarra, disolviera el Congreso/GETTY

En Perú la política se enreda aún más

Luis Pásara
 |  3 de octubre de 2019

La disolución del Congreso y la convocatoria de elecciones parlamentarias había sido hasta ahora una posibilidad escrita en la Constitución peruana, nunca llevada a efecto. El 30 de septiembre el presidente de Perú, Martín Vizcarra, y su gabinete dictaron el decreto supremo que dispone ambas medidas; los comicios, en los que se elegirá a congresistas solo para completar el lapso de año y medio que restará entonces para las siguientes elecciones regulares, tendrán lugar el 26 de enero.

Siendo insólito este vuelco de la política peruana, no es muy sorprendente. Desde que en junio de 2016 se eligió en segunda vuelta a Pedro Pablo Kuczynski (PKK) como presidente, el cuerpo parlamentario elegido en abril de ese año –en el que la mayoría era controlada por Keiko Fujimori, candidata presidencial derrotada frente a PPK– proveyó un marco complicado a la conducción gubernamental. El comportamiento de la mayoría parlamentaria durante los tres años siguientes fue peor de lo que podría haberse imaginado: una oposición agresiva se mostró dedicada a socavar el poder ejecutivo con miras a abonar el terreno para la hipotética candidatura de su líder, Fujimori, en 2021.

A la actitud negativa de la mayoría parlamentaria se sumaron los escándalos protagonizados por sus miembros. Durante los 39 meses que duraron en el cargo, las denuncias llovieron sobre ellos, desde acoso sexual hasta tráfico de influencias, pasando por falsificación de certificados de estudios, plagio de tesis y cobro de cupos a sus propios colaboradores. La mayoría de estos parlamentarios no eran militantes de Fuerza Popular, el partido de los Fujimori, sino que habían adquirido su derecho a un lugar en la lista entregando una suma de dinero al partido. En los últimos días lo proclamó a gritos en el hemiciclo la congresista Esther Saavedra: “Yo estoy aquí con mi plata”. Eran mandatarios de grupos de interés, tanto legales como ilegales.

No fue sorprendente que los sondeos mostraran una abrumadora desaprobación ciudadana respecto al Congreso, que en las últimas semanas bordeó el 80% de los encuestados. Vizcarra, desde que asumió el cargo de presidente en marzo de 2018 –cuando PKK tuvo que renunciar por su involucramiento en los escándalos de la empresa brasileña Odebrecht–, cimentó su aprobación ciudadana en la tarea de denunciar al Parlamento. Un gobierno poco eficaz para atender los problemas que preocupan al ciudadano medio –en el centro de los cuales se halla la inseguridad ciudadana– distrajo la atención pública hacia los desconcertantes, cuando no indignantes, comportamientos parlamentarios, con el apoyo de los medios de comunicación.

Aunque Vizcarra mismo no está exento de acusaciones que lo colocan bajo sospecha –en relación con su desempeño como ministro de Transportes, que no parece haber separado claramente de su trabajo como empresario de la construcción–, el rechazo popular a la corrupción que el presidente dice combatir le ha procurado cierto nivel de aprobación. Haciéndose eco de las olas de irritación ciudadana, Vizcarra ha hecho gestos presentados como respuesta a los problemas reales. Así, cuando a mediados de 2018 se revelaron audios que vinculan a ciertos jueces con el crimen organizado, nombró una comisión para reformar la justicia, cuyas propuestas hasta ahora no han dado fruto. Y, apoyándose en el repudio mayoritario a los políticos, meses después nombró otra comisión para proponer reglas sobre partidos y elecciones. Finalmente, en la dirección del “Que se vayan todos”, en julio lanzó su propuesta de una reforma constitucional para adelantar las elecciones programadas para 2021.

 

Disolución del Congreso

Después de varias dilaciones, en la última semana de septiembre el Congreso archivó la propuesta de adelanto electoral y ese paso abrió el último asalto del enfrentamiento. En este se sumaron, en el curso de horas, una serie de guantazos de uno y otro lado. El poder ejecutivo presentó una propuesta para modificar la forma de elegir a los magistrados del Tribunal Constitucional –otro frente de pelea política donde el Congreso se aprestaba a nombrar jueces entre un listado de candidatos que incluyó a personas con procesos de investigación abiertos en el Ministerio Público– y la acompañó de una cuestión de confianza, a fin de que, si le era denegada, se abriera la posibilidad de disolver constitucionalmente el Congreso. El 30 el Congreso puso en la agenda, pero sin fijar hora, la comparecencia del primer ministro, Salvador Del Solar, a fin de exponer el proyecto de ley y solicitar la confianza. En medio de discusiones, interrupciones y algún forcejeo, el Congreso comenzó a nombrar a los miembros del Tribunal Constitucional.

Fue entonces cuando Vizcarra anunció públicamente que disolvía el Congreso por entender que la conducta de este órgano equivalía a negar la confianza solicitada, interpretación sobre la cual los juristas peruanos mantienen un debate. El Congreso se apresuró a considerar inaplicable el decreto y, a cambio, declarar la vacancia de Vizcarra en el cargo durante 12 meses, procediendo a encargar “temporalmente” la presidencia de la república a la segunda vicepresidenta, Mercedes Aráoz. Mientras el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas emitía un pronunciamiento clave en defensa de Vizcarra, miembros de la minoría parlamentaria denunciaron a Aráoz por usurpación de funciones y el 1 de octubre, la vicepresidenta renunció tanto al encargo parlamentario como a la vicepresidencia de la república.

La secretaría general de la OEA publicó el martes 1 de octubre un comunicado sobre la situación peruana en el que, además de algunas generalidades, se señala que “compete al Tribunal Constitucional de Perú pronunciarse respecto a la legalidad y legitimidad de las decisiones institucionales adoptadas, así como sobre las diferencias que pudieran existir en la interpretación de la Constitución, conforme a las acciones y planteos que realicen los actores políticos al mismo”. El Tribunal Constitucional se abre así como nuevo campo de batalla. Es una instancia que está dividida en términos ideológicos, donde las decisiones se adoptan con frecuencia por una mayoría de cuatro votos contra tres. Para complicar más el paisaje, el Congreso llegó a nombrar, antes de su disolución, un nuevo miembro del Tribunal, cuyos antecedentes lo ubican en el sector conservador, contrario a la posición del poder ejecutivo.

El cuadro podría leerse como una comedia de enredos en el que casi todos los actores son culpables de irresponsabilidad, como tituló un diario peruano en primera plana. Pero, mientras diferentes actores se pronuncian a favor o en contra de unos u otros, se han producido algunos conatos de actos violentos y, lo que es más importante, la incertidumbre política probablemente acarree consecuencias económicas para el país.

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