putin paneslavismo
Una estatua de Catalina la Grande se ve a través de los árboles el 30 de octubre de 2011 en San Petersburgo, Rusia. HARRY ENGELS. GETTY

Putin, Dugin, Ilyín: la matrioska del paneslavismo

Obsesionado con la historia imperial rusa, Putin parece dispuesto a todo para lograr por la fuerza la ‘unidad física y espiritual’ de los pueblos eslavos.
Luis Esteban G. Manrique
 |  16 de marzo de 2022

“La política es el arte de identificar y neutralizar al enemigo”
Iván Ilyín, Sobre la Rusia del futuro (1948)

 

Aunque la invasión rusa de Ucrania ha sido una de las más anunciadas de la historia, las declaraciones de sorpresa fueron la norma en importantes sectores de la clase política europea. Jean-Claude Juncker, expresidente de la Comisión Europea, por ejemplo, confesó su “ingenuidad” al haber creído que Vladímir Putin –con el que dijo haberse reunido incontables veces a lo largo de 22 años– no recurriría a la fuerza. “Es como si su naturaleza hubiese cambiado de un día para otro”, comentó a Luxembourg Times. En Italia, Silvio Berlusconi, que siempre presumió de su “fraternal” relación con Putin, comentó a sus allegados que estaba “espantado” con lo que estaba pasando y que no reconocía en el actual Putin la persona que él había tratado. En Rusia, el premio Nobel de la Paz de 2021 Dmitri Murátov ha dicho que nadie que él conozca habría imaginado que aviones rusos bombardearían Kiev y Járkov. Después de la anexión de Crimea, Angela Merkel comentó a Barack Obama que Putin “vivía en otro mundo”, en el que, por lo visto, quiere ahora obligar a vivir a los ucranianos.

La violencia represiva y la paranoia suelen retroalimentarse. En The New York Times, Mijaíl Zygar, autor de All the Kremlin’s Men (2016), escribe que la seclusión por la pandemia ha agudizado la tendencia de Putin a rodearse de sicofantes y creyentes en teorías conspirativas. Uno de ellos es Yuri Kovalchuk, número dos de facto del régimen, doctorado en física y práctico dueño del Rossiya Bank y de un conglomerado mediático que propala mensajes ultranacionalistas. Según las fuentes que cita Zygar, Putin habría perdido el interés por todo lo que no sean cuestiones históricas, como las que absorbieron su atención durante su último encuentro con Emmanuel Macron. En uno de sus recientes discursos televisados, apareció flanqueado de la bandera rusa y una estatua de Catalina la Grande, la emperatriz rusa que se anexionó Crimea en 1783.

El desconcierto de los observadores es explicable. Putin subestimó la determinación de los ucranianos, sobrestimó las capacidades de su ejército y no previó una reacción adversa tan contundente por parte de Estados Unidos y la Unión Europea. Soldados ucranianos han capturado decenas de camiones rusos cargados de uniformes de gala, presumiblemente los que los soldados rusos iban a lucir en un eventual desfile de la victoria en Kiev. Quizá Putin esperaba que la sola concentración de tropas en la frontera haría claudicar a Ucrania.

La historia, sin embargo, está llena de errores estratégicos similares. La Grande Armée de Napoleón y la operación Barbarroja alemana no contaron con el “general invierno” ruso. Antes de la invasión de Irak en marzo de 2003, la Casa Blanca y el Pentágono aseguraban que las tropas estarían de regreso para Navidad. Estuvieron siete años.

En estos momentos, cada día de guerra le cuesta a Moscú unos 20.000 millones de dólares. En De la guerra (1832), Clausewitz señaló que nadie emprende una guerra si cree que va a ser larga, sangrienta, costosa y de resultado incierto.

 

La doctrina Uvarov

Según escriben en Mr. Putin (2015) Fiona Hill y Clifford Gaddi, Putin ha sido siempre un ávido lector de libros de historia. En Europa del Este, donde la historia nunca deja de gravitar sobre el presente, cada interpretación del pasado implica un futuro distinto. En julio de 2021, Putin publicó un artículo de 7.000 palabras sobre la “indisoluble unidad de rusos y ucranianos”, donde sostenía que el nacionalismo ucraniano era una creación de los enemigos de Rusia.

Ucrania es un asunto obsesivo en el universo mental del presidente ruso, como dejó en claro en 2007 en un discurso clave en la Conferencia de Política de Seguridad de Múnich. Lenin, sostiene Putin, cometió un error imperdonable en 1922 cuando la Constitución soviética estableció una federación de repúblicas, lo que en 1991 provocó la división de la URSS en Estados independientes. Según Zbigniew Brzezinski, sin Ucrania, Rusia no puede ser un imperio euroasiático.

 

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En 1833, Serguéi Uvárov, ministro de Educación del zar Nicolás, formuló la trinidad imperial rusa –ortodoxia, autocracia y nación: pravoslaviye, samoderzhaviye y narodnost– que hoy vuelve a reinar en el Kremlin. La Iglesia Ortodoxa no ha condenado la guerra. Kirill, patriarca ortodoxo de Moscú, ha instado más bien a luchar para impedir que “fuerzas oscuras y hostiles se rían de nuestra patria”.

Desde sus primeros años en el Kremlin, Putin adornó sus salones con bustos y cuadros de los zares que admira: Pedro I, Catalina la Grande y Alejandro II. El regreso de la iconografía zarista ha sido paralelo a la rehabilitación de filósofos como Iván Ilyín (1883-1954) y el encumbramiento de teóricos geopolíticos como Aleksandr Dugin (Moscú,1962), herederos ambos del paneslavismo del siglo XIX que defendía la “unidad espiritual” de los pueblos eslavos.

Las ideas de los siloviki –literalmente “hombres duros” o “fuertes”– sobre la “civilización” rusa provienen del narcisismo paneslavista. Nikolái Danilevski (1822-1885), filósofo paneslavista que creía en un tiempo circular, sostenía que Rusia no formaba parte de Europa y que no debía buscar su aprobación ni medir su progreso según sus supuestos valores “universales”. En Slavdom (1849), el eslovaco L’udovít Stúr describía al mundo eslavo como un árbol en el que polacos, checos, eslovacos, serbios y búlgaros eran ramas del tronco ruso, al que debían unirse rusificándose y convirtiéndose a la ortodoxia.

 

Filosofía neoimperial

Los paneslavistas rusos, que creían que el absolutismo zarista era de origen divino, sospechaban sobre todo de Odesa y Lviv, que canalizaban las ideas occidentales a la Rusia zarista. Esos antecedentes explican que Putin haya elevado a Ilyín a los altares de la filosofía neoimperial rusa, reeditando sus obras y distribuyéndolas entre jueces, educadores, militares y clérigos ortodoxos para proveerles de “recursos espirituales”.

Todos los soldados que participaron en la toma de Crimea en 2014, según escribe Timothy Snyder en The New York Review of Books, recibieron un ejemplar de Nuestras tareas, que recopila artículos de Ilyín escritos entre 1948 y 1954 y que Putin citó ante la Duma para justificar la anexión de la península. En un artículo en Izvestia en octubre de 2011, Putin lo volvió a citar para anunciar la creación de una “Unión Euroasiática” que se extendería desde “Lisboa a Vladivostok”.

Después de su expulsión en 1922 de la Unión Soviética, en una veintena de libros en alemán y otra veintena en ruso, Ilyín elaboró, llevado por su admiración a Mussolini, una versión rusa del fascismo. En su sistema social ideal, el autócrata actúa guiado por la “arbitrariedad” (proizvol) patriótica. El “alma rusa”, escribió, estaba especialmente predispuesta a aceptar el poder arbitrario del líder (gosudar) al reconocer en él la encarnación del “organismo viviente e inmortal” de Rusia.

En una eventual era postsoviética, el gosudar debía actuar como supremo gobernante, legislador, juez y comandante militar. Rusia, que había alcanzado a ser el país más grande del mundo sin haber agredido nunca a nadie, no podía ser dividida, solo “diseccionada”.

 

¿El filósofo más peligroso del mundo?

Dugin, por su parte, filósofo oficial de la corte de Putin, ha añadido ciertos giros propios a las enseñanzas de Ilyín. Aficionado a la iconografía de las SS –inscripciones rúnicas, mapas arcaicos, flechas, cruces…–, Dugin defiende una “revolución de los valores arcaicos” y es admirador de teóricos geopolíticos como Haushofer y Ratzel, que acuñó el término lebensraum (espacio vital).

En la portada de uno de sus libros aparece la que Dugin llama “la estrella de Gengis Khan”, símbolo de la expansión absoluta. En 1997, publicó sus Fundamentos de geopolítica, hoy un libro de texto de la Academia del Estado Mayor del ejército ruso y en el que defiende la creación de una nueva elite, como la que creó en el siglo XVI en el Gran Ducado de Moscú Iván IV, “el Terrible”.

Dugin cree que la geopolítica –a la que define como “la ciencia del poder y para el poder”– impone a Rusia la integración de Ucrania, Serbia, Rumania, Bulgaria y Grecia en la “Tercera Roma”. En una entrevista que concedió a Política Exterior en 2018, dijo que el liberalismo era adverso a toda forma de identidad colectiva, lo que lo hacía incompatible con la civilización rusa.

Antes de la campaña de presidencial de 2016 en EEUU, Dugin escribió que Rusia debía introducir el “desorden geopolítico” en aquel país, alentando tensiones raciales, étnicas, religiosas y sociales, para desestabilizar sus procesos políticos. Tras la anexión de Crimea, sostuvo que la guerra con Ucrania era “inevitable” porque Kiev se interponía al “destino manifiesto” ruso.

Anatol Lieven advierte en Financial Times que, antes de renunciar a Ucrania, los siloviki están dispuestos a librar una guerra larga y despiadada pese a los riesgos que supone para la subsistencia de su propio régimen. Según el politólogo israelí Vyacheslav Likhachov, si Dugin es el ideólogo de la carrera imperial rusa hacia Occidente, Moscú no se va a detener hasta el Atlántico.

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