Un moneda de un rublo, sobre una bandera rusa. ULRICH BAUMGARTEN/GETTY

Rusia en la senda del estancamiento económico

Alberto Pérez Vadillo
 |  29 de enero de 2019

En la noche del 31 de diciembre, pocos son los hogares en Rusia que no sintonizan sus televisores con la familiar imagen (van 15 ocasiones ya) del relativamente jovial y bien conservado rostro del presidente Vladímir Putin recortado contra el Kremlin. Sin embargo, en esta ocasión su discurso de Año Nuevo ha cerrado 2018 con varios elementos que lo distinguen bastante de los anteriores, a saber:

– Una alusión oblicua: todos los ciudadanos desean “hogares en armonía” y que “los sueños, incluso los más sagrados, se vuelvan realidad”, pero llegando 2019 “nuestras expectativas en este momento pueden diferir”. Parece un cliché, pero esta insinuación tangencial sobre divergencias en el ánimo y aspiraciones de los ciudadanos es ajena al repertorio de frases hechas con el que se viene confeccionando el discurso de Año Nuevo.

– Una llamada a la acción (o tal vez una promesa), con aire de urgencia: “Afrontamos acuciantes tareas en la economía, la investigación, la tecnología, la salud, la educación y la cultura[;] lo que más importa es que hagamos progresos continuados para mejorar el bienestar y la calidad de vida en Rusia, para que todas sus gentes, cada uno de nosotros, puedan sentir un cambio tan pronto como el próximo año”. En los últimos años los desafíos socioeconómicos del país no han figurado en el discurso o no han recibido una atención tan directa, detallada y expedita.

– En relación a lo anterior, un sucinto recordatorio: “Nunca tuvimos ninguna ayuda en estos emprendimientos, y nunca la tendremos”.

– Una omisión: ninguna de las tradicionales menciones, tópicas (2017) o grandilocuentes (2015 y 2014), a la labor de las fuerzas armadas y de seguridad de Rusia.

Después de las palabras del presidente, suena el potente himno nacional –compuesto en 1944 para la Unión Soviética, pero con una letra radicalmente diferente entonces–, y las familias vuelven a sus asuntos mientras esperan las campanadas del reloj de la torre Spasskaya del Kremlin, en la Plaza Roja. En las mesas, ingentes restos de ensalada olivié (lo que en España llamaríamos ensaladilla rusa), ensalada de arenques y remolacha, carnes y pescados al horno y en gelatina y caviar –del bueno los que puedan permitírselo–. Y, en las mentes de aquellos que hayan prestado atención al discurso, un agrio recordatorio sobre un problema nacional y del bolsillo: estancamiento económico, una realidad que este año el discurso de Putin no ha podido ignorar.

 

Rusia crece, pero no lo suficiente

De acuerdo con las más recientes estimaciones del Fondo Monetario Internacional, el PIB de Rusia creció en 2018 un 1,7% y en 2019 lo hará un 1,6%. Las estimaciones del gobierno ruso son algo diferentes: un 1,8% en 2018 y, para 2019, un 1,3%, bastante por debajo de lo previsto por el FMI. En cualquier caso, este crecimiento queda muy por detrás del crecimiento mundial previsto para 2019: un 3,5%. El Banco Central de la Federación Rusa no cree que en ningún caso la economía pueda crecer por encima del 2%. Para la mayoría de los analistas, este ritmo es insuficiente para garantizar un desarrollo próspero y una mejoría palpable del nivel de vida de la población.

El potencial de la economía rusa se ve limitado por factores estructurales que lastran la productividad y, por extensión, el aumento de los ingresos de la población. En primer lugar, existe una excesiva dependencia de las exportaciones de industrias extractivas (petróleo, gas y otras materias primas), que liga el crecimiento, los ingresos públicos y otros indicadores macroeconómicos a los vaivenes de precios en mercados globales. Hoy día, esto es un problema, ya que el “superciclo” de las materias primas de la década pasada, caracterizado por precios altos de los que Rusia se benefició enormemente, se ha visto sucedido por un periodo de precios menores y notablemente inestables. Además, las industrias extractivas, por lo general, se caracterizan por el escaso valor añadido y por una menor penetración de la innovación tecnológica.

En segundo lugar, el Estado tiene un papel desproporcionado en la economía mediante la propiedad de empresas en sectores estratégicos (gas y petróleo, entre otros), una burocracia sobredimensionada y subvenciones. Esto, unido a una cultura administrativa deficiente, favorece la corrupción y la ineficiencia e impone rigideces en los presupuestos, reduciendo recursos para la inversión.

En tercer lugar, el sistema financiero está muy concentrado y participado por el Estado. Aunque este sistema se encuentra firmemente vigilado por el ortodoxo y reputado Banco Central, que aplica controles de solvencia en ocasiones más estrictos que los estándares internacionales, posee al mismo tiempo un marcado sesgo contrario al riesgo y es renuente a la concesión de crédito a pequeñas y medianas empresas. A esto se añade unos tipos de interés que, por lo general, son altos, a pesar de la relativamente baja inflación. En este sentido, el Banco Central mantiene una prudente política de control de precios, a costa de la dinamización del crédito.

En cuarto lugar, el vasto y climáticamente adverso territorio ruso se encuentra escasamente vertebrado debido a la mala calidad de las infraestructuras, cuya mejora requiere cuantiosas inversiones. Como dato ilustrativo cabe destacar que todavía no se ha completado la autopista de alta velocidad entre Moscú y San Petersburgo, iniciada en 2006 para cubrir los casi 700 kilómetros que separan las dos grandes ciudades.

Putin y el gobierno son conscientes de estos problemas y expresan públicamente la necesidad de reformas. Sin embargo, los problemas persisten. En ocasiones, porque no existe una verdadera voluntad política para acometer ciertos cambios, como la racionalización de la administración o la reducción del protagonismo de la industria extractiva, ya que esto supondría afectar a las redes clientelares que se perciben como vitales para la estabilidad del régimen. Pero en otros casos, simplemente porque los desafíos son de gran alcance, existen obstáculos imprevistos y, lo que es más importante, escasea el capital y la tecnología para acometer la modernización. Y, en buena medida, estas carencias materiales se deben a la política exterior rusa y a las sanciones internacionales.

 

Sanciones a Rusia: la bota malaya

Es importante entender que, al menos en su forma actual, las sanciones estadounidenses y europeas no están pensadas para lograr resultados en el corto plazo y han evolucionado de manera diferente. Ciertamente, la dureza de este régimen de sanciones no es comparable al impuesto sobre Irán, que estuvo sometido a un embargo de su principal exportación, el petróleo, y a fortísimas restricciones financieras. Sin embargo, Rusia es un asunto diferente, en parte porque capitales como Berlín y París poseen importantes intereses económicos alrededor de Rusia. En esta línea, es significativo el desarrollo del gaseoducto Nord Stream II, con terminal en Alemania, o el marcado perfil económico del encuentro entre Emmanuel Macron y Putin en el último Foro Económico de San Petersburgo. Igualmente, cabe señalar que los europeos han cuestionado repetidamente la obligación de plegarse a las sanciones estadounidenses desde que el Congreso de Estados Unidos les otorgase un carácter extraterritorial en 2017 con el “Acta para contrarrestar a los adversarios de América con sanciones” (Caatsa).

Tomando en consideración las medidas de Washington y Bruselas, el sistema de sanciones tiene en su conjunto dos dimensiones: una comercial y otra financiera y tecnológica. En lo que concierne al comercio, se prohíbe la compraventa con un conjunto definido de empresas rusas de carácter estratégico o vinculadas a miembros del régimen. Sin embargo, entre las empresas designadas a este respecto no se encuentran las grandes exportadoras de petróleo y gas, como Gazprom o Rosneft, ya que esto afectaría sobremanera al suministro energético de Europa. Además, cuando restricciones comerciales impuestas por EEUU frente a alguna empresa en concreto han resultado ser excesivamente disruptivas para los intereses empresariales propios o europeos, estas restricciones se han acabado levantando. Es el caso, por ejemplo, de la retirada de las sanciones a las empresas de aluminio del magnate Oleg Deripaska, cercano a Putin. En lo tocante a la dimensión financiera y tecnológica, EEUU y la UE despliegan mecanismos muy similares para limitar el acceso de ciertas empresas del sector energético, financiero y de defensa ruso a fuentes occidentales de capital y tecnología –particularmente aquella destinada a la extracción de combustibles fósiles en entornos complicados, como el Ártico o aguas profundas–.

Teniendo en cuenta lo anterior, se puede constatar que las sanciones están pensadas fundamentalmente para lastrar la economía rusa en el largo plazo. Y, si bien es difícil calcular exactamente en qué medida las sanciones han mermado la economía rusa desde 2014, la gran mayoría de los análisis coinciden en que existe un impacto considerable y acumulativo. Ciertamente, la revitalización económica se complica con las restricciones financieras y tecnológicas y nada hace pensar que estas ataduras se vayan a aflojar.

 

2018, un año de fundado pesimismo

En su tradicional charla con la Asociación de Negocios Europeos (AEB), el ministro de Desarrollo Económico, Maxim Oreshkin, quiso concluir 2018 con un mensaje de tranquilidad: Rusia sigue manteniendo un perfil macroeconómico estable y solvente, desplegando atractivas políticas de atracción de la inversión, mejorando el clima de negocios y considerando a la UE como un socio de referencia. Estas mismas ideas han sido repetidas por el ministro en el Foro de Davos 2019, destacada cita sobre la que se puede ofrecer un detalle: en esta ocasión, los organizadores han decidido no invitar a varios empresarios rusos ahora sancionados, pero habituales en pasadas ediciones, algo que ha causado malestar en el gobierno ruso y una reducción del tamaño y del rango de la delegación.

El optimismo de Oreshkin es recibido con escepticismo. Justamente, las sucesivas reuniones de la misma AEB para discutir el impacto de las sanciones reflejan un ánimo muy diferente al del gobierno ruso; a lo largo del año pasado expertos y empresarios constataron, sesión tras sesión, como lo malo siempre puede empeorar. A principios de 2018, EEUU publicó el llamado “Informe Kremlin”, un largo registro de personas y entidades que podrían ser objeto de sanciones en el futuro y en la que figuran la élite política y militar rusa, incluyendo la totalidad del gobierno (excepto Putin), así como la oligarquía cercana al Kremlin y empresas estratégicas. Más tarde, a partir de abril y frente a lo que Washington define vagamente como “actividad maligna” de Rusia, se añadieron nuevas empresas a las listas de sanciones, incluyendo por primera vez empresas cotizadas en los mercados de valores –lo que provocó huidas de capital y, en consecuencia, fuertes caídas del rublo–. Por último, siguiendo la legislación establecida en su “Acta para la eliminación de la guerra y el armamento químico y biológico”, EEUU impuso en agosto una primera ronda de sanciones, relativamente inocua, en respuesta al uso del agente químico Novichok contra los Skripal en marzo.

De cara al futuro, en la recámara se encuentra una segunda ronda de sanciones relacionadas con el Novichok, mucho más dura que la primera y que podría incluir un embargo comercial más amplio. Además, en el Congreso continúa la discusión sobre dos durísimas medidas: el “Acta sobre la defensa de elecciones frente a amenazas mediante el establecimiento de línea rojas” (Deter) y el “Acta sobre la defensa de América frente a la agresión del Kremlin” (Daska). Estas leyes reforzarían radicalmente el sistema de sanciones, incluyendo acciones adicionales contra el sector energético, restricciones a la adquisición de deuda pública y barreras para pagos internacionales que dificultarían las transacciones en dólares. Ante este escenario y con el mantenimiento del curso de confrontación seguido por el Kremlin, no existen razones para el optimismo.

 

Insuficiente inversión

Las sanciones entorpecen la necesaria inversión para incrementar la productividad de la economía rusa, ya se trate de fondos públicos o privados. Sobre los primeros, resulta relevante que Aleksei Kudrin, actual director de la Cámara de Cuentas y Ministro de Finanzas entre 2000 y 2011, considere que los presupuestos para 2019–2021 subestiman el efecto desestabilizador de las sanciones sobre el rublo. Esto es importante, dado que un rublo más débil erosionaría los planes de inversión con los que Putin intentará honrar su compromiso de situar a Rusia entre las cinco primeras economías del mundo para 2024. Además, los presupuestos priorizan el ensanchamiento del colchón financiero estatal mediante un mayor ahorro y recaudación para hacer frente a posibles shocks, incluyendo un recrudecimiento de las sanciones. Tal estrategia implica un coste de oportunidad a favor de la estabilidad, pero contra la inversión y el crecimiento.

En lo tocante a la inversión privada, local o extranjera, Rusia es un mercado relativamente atractivo, ya sea debido a su población, mano de obra cualificada o barato suministro energético, o por ser la cabeza de un proyecto de integración regional, la Unión Económica Euroasiática. Sin embargo, el entorno financiero no favorece la concesión de crédito y, en cualquier caso, las empresas priman la cautela en tiempos inciertos. A fin de cuentas, la inestabilidad prolongada y la volatilidad del rublo, causada en gran medida por las sanciones, son antagónicas a los intereses empresariales, sobre todo cuando deficiencias estructurales invitan a la moderación de expectativas de beneficios. En este sentido, no es de extrañar que Boris Titov, Comisario Presidencial para los Derechos de los Emprendedores y miembro de la delegación rusa en Davos, haya advertido que el ratio entre riesgo y rentabilidad en Rusia se esté reduciendo. Los inversores extranjeros cada vez conciben más reparos a la hora de mantenerse o de entrar en el mercado, incluso si operan en sectores al margen de las sanciones. A esto se añade el que la política rusa de atracción de inversiones se base crecientemente en el pernicioso incentivo de localizar la producción para sortear un fuerte proteccionismo, que en último término lastra el ánimo innovador al limitar la competencia. En esta línea, representantes de Volkswagen Rusia, ante expertos reunidos por el Consejo de Asuntos Internacionales, un prestigioso think tank vinculado al poder, expresaron vehementemente su temor a que fabricar en Rusia suponga renunciar a una producción competitiva y de calidad adecuada para otros mercados.

 

El dilema

Sobre el paisaje económico de Rusia amenaza tormenta y Putin está cada vez más expuesto a una climatología adversa. 2018, el año en el que inició su cuarto mandato como presidente, ha sido particularmente difícil, fundamentalmente debido al descontento social por la cuestión económica. La polémica reforma de las pensiones, de la cual Putin buscó distanciarse, ha afectado enormemente a su popularidad. Según una reciente encuesta del Centro Levada, una institución de estudios sociológicos independiente, el 61% de los rusos considera al presidente plenamente responsable de los problemas del país y el 22%, algo responsable. Estos porcentajes son los más altos registrados y expresan un sentimiento que pudo influir en las elecciones regionales de septiembre, en la que los candidatos oficialistas tuvieron que afrontar segundas vueltas en cuatro de las ochenta regiones, algo poco corriente.

Ante el deterioro del entorno geopolítico, una expansión del arsenal nuclear anunciada con fanfarria, nuevas tensiones alrededor de Ucrania y el sistema de control de armamentos bajo presión, la renovada preocupación por el anquilosamiento económico redefinirá el tradicional dilema entre “cañones o mantequilla” y lo situará en el foco de atención. Tras varios años de estancamiento salarial y escasa confianza en el futuro, la población está irritada, y el poder lo nota. Así las cosas, queda por ver si el Kremlin puede cumplir su promesa de un próspero 2019 o si el nuevo año alargará un estancamiento con reminiscencias a la Unión Soviética de Brezhnev y de su gerontocracia sucesora. Si el pasado sirve de guía, cabe recordar que tales situaciones acaban mal para los rusos.

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