Vista aérea de un cultivo de coca en Tumaco, en el departamento de Narino, Colombia (26/02/2020). GETTY

Sustitución de cultivos ilícitos en Colombia

La construcción de la paz no es solo desarmar y reintegrar a la guerrilla, sino atacar las causas estructurales del conflicto, como la desigualdad y el abandono estatal. Los cultivos de coca están en el corazón del problema.
María Fernanda Zuluaga
 |  1 de abril de 2020

El informe sobre Colombia que presentó el 26 de febrero la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh), Michelle Bachelet, expone una grave situación de deterioro de los derechos humanos en la que se combinan dos factores: altos niveles de violencia y escasos avances en la implementación de todos los puntos del Acuerdo de Paz con la exguerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el cual puso fin a un conflicto armado de 51 años.

El informe hace varias afirmaciones contundentes respaldadas con datos. La primera, que en Colombia hay “un nivel de violencia endémica” que genera “graves violaciones a los derechos humanos”. Durante 2019 se registraron 36 masacres en el país que implicaron la muerte de 133 personas, la cifra más alta desde 2014. La Acnudh documentó 108 asesinatos de personas defensoras de derechos humanos durante 2019, uno cada nueve días en promedio, lo que representa un aumento de cerca de 50% con respecto a 2018. La segunda, que en 2019 “no se observó ningún avance” en la implementación de la Reforma Rural Integral contemplada en el Acuerdo de Paz, que busca atacar las causas estructurales del conflicto armado: la extrema pobreza, la brecha entre las zonas rurales y urbanas, y la falta de acceso a la tierra para familias y comunidades campesinas.

Es decir, hay una serie de factores que juegan en contra de la implementación del acuerdo de paz: las masacres, la matanza de activistas humanitarios (y de excombatientes de las FARC: desde que se firmó la paz han asesinado a 191) y el nulo avance en el cumplimiento de aspectos fundamentales del Acuerdo de Paz, como la Reforma Rural Integral, que tiene entre sus componentes el Programa Nacional Integral para la Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS).

El incumplimiento de puntos centrales del Acuerdo de Paz responde, principalmente, a un hecho político: el presidente de Colombia, Iván Duque, llegó al cargo como candidato del Centro Democrático (CD), un partido de derecha que hizo de su oposición al Acuerdo de Paz su principal bandera electoral. El CD fue fundado en 2013 por el expresidente Álvaro Uribe (2002-2010), el principal detractor de las negociaciones de paz con las FARC y del acuerdo suscrito por el Estado colombiano con esa exguerrilla el 24 de noviembre de 2016.

Una encuesta del Proyecto Elites Parlamentarias Latinoamericanas (PELA) de la Universidad de Salamanca, realizada a 10 representantes a la Cámara del CD del periodo 2014-2018, reveló que todos ellos estaban en contra del proceso de paz con las FARC.

 

 

En las elecciones legislativas de 2018, el CD fue el gran ganador, con 2.501.995 votos que le dieron 19 senadores y 32 representantes a la Cámara, más que cualquier otro partido. Pero ya un año y cinco meses antes de esos comicios, el 2 de octubre de 2016, Uribe y el CD se habían convertido en protagonistas de primera línea de la política colombiana cuando, de forma sorpresiva, lograron el triunfo en el plebiscito para refrendar en las urnas el Acuerdo de Paz con las FARC.

En una campaña marcada por la desinformación y las tergiversaciones sobre el contenido del acuerdo, el No ganó con el 50,21% de los votos. La diferencia con el Sí fue muy estrecha, de apenas 0,43 puntos, y la abstención abarcó a las dos terceras partes del electorado, pero nadie se esperaba –ninguna encuesta lo anticipó– que los colombianos rechazaran en las urnas al Acuerdo de Paz. El resultado les abrió un gran espacio político a los detractores del acuerdo, en especial al expresidente Uribe, factor determinante para el triunfo de Duque en los comicios presidenciales del 27 de mayo de 2018.

Duque asumió la presidencia el 7 de agosto de ese año con una agenda en la que la implementación del Acuerdo de Paz con las FARC quedó fuera de las prioridades de gobierno, y con un discurso en el que hablaba de hacer “modificaciones” a ese pacto y de garantizar una “paz con legalidad”. Al hablar de “paz con legalidad”, Duque parecía sugerir que el Acuerdo de Paz con las FARC no estaba en la esfera de lo legal, lo cual no se ajusta a la realidad.

Si bien el 2 de octubre de 2016 la mayoría de los colombianos dijeron No en las urnas al acuerdo firmado por el gobierno Juan Manuel Santos y las FARC el 26 de septiembre de ese año en Cartagena, las partes modificaron varios puntos del acuerdo y el nuevo documento fue firmado el 24 de diciembre en el Teatro Colón de Bogotá. Finalmente, el nuevo acuerdo, que contenía precisiones, ajustes y cambios en 58 de sus 60 ejes temáticos, fue aprobado por el Congreso bicameral el 1 de diciembre de 2016.

El Centro Democrático aspiraba a que el Acuerdo de Paz obligara a que los jefes de las FARC responsables de crímenes atroces pagaran con cárcel efectiva esos delitos y no con “restricción de libertad” y trabajo comunitario en favor de las víctimas, que es la fórmula pactada entre las partes. Según el modelo de justicia restaurativa que negociaron el gobierno de Santos y las FARC, los jefes de esta exguerrilla que confiesen voluntariamente sus crímenes ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) serán juzgados por ese tribunal y recibirán penas alternativas a la prisión. Para el Centro Democrático, este sistema de justicia transicional garantiza “la impunidad” de los antiguos jefes guerrilleros.

Lo cierto es que no solo los exjefes de las FARC pueden acudir a la JEP y recibir penas alternativas a la cárcel; también militares, policías, agentes del Estado y civiles que hayan cometido crímenes atroces (desapariciones, secuestros, ejecuciones extrajudiciales, masacres, abusos sexuales) en el marco del conflicto armado.

Duque dijo que apoyaría la reinserción social y productiva “de la base guerrillera”, pero la ONU ha señalado que partidos de la oposición y actores de la sociedad civil “siguen considerando que la financiación para la implementación del Acuerdo de Paz aún es insuficiente”. El gobierno de Duque ha mantenido los programas de reintegración de los excombatientes de las FARC, pero en 2018 objetó varios artículos de la ley estatutaria de la JEP. El Congreso –donde el CD tiene mayoría simple, pero carece de los votos necesarios para aprobar por sí mismo las iniciativas del gobierno– y la Corte Constitucional rechazaron las objeciones del presidente al sistema de justicia transicional derivado del Acuerdo de Paz.

Además, el gobierno ha mostrado desinterés en impulsar en el Congreso las legislaciones necesarias para implementar aspectos fundamentales del acuerdo. Y ello a pesar de que el Acuerdo de Paz es de obligatorio cumplimiento durante los tres gobiernos siguientes al de Santos, según un Acto Legislativo aprobado por el Congreso en 2017 y ratificado por unanimidad por la Corte Constitucional ese mismo año. De esta manera, el presidente Duque y los dos gobiernos que le sigan no podrán modificar el acuerdo y deberán cumplir lo pactado con las FARC, aunque esto requiere financiamiento y la aprobación de normas muy difíciles de concretar si no existe voluntad política del gobierno en turno.

 

Distribución regional según la permanencia del cultivo de coca, 2009-2018

Fuente: Gobierno de Colombia. Sistema de monitoreo apoyado por Unodc.

 

Los cultivos de coca, en el corazón del conflicto

Y es precisamente voluntad política y financiamiento lo que ha faltado para implementar el Programa Nacional Integral para la Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), un componente del Acuerdo de Paz que está orientado a resolver de manera estructural un problema que está en el corazón del conflicto armado que vive el país desde hace 55 años: la producción de hoja de coca, materia prima de la cocaína.

Colombia es el principal productor mundial de cocaína y las rentas criminales provenientes de esa actividad ilegal son las que alimentan la violencia. La Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (Unodc) estimó en un censo de cultivos de coca en 2018 que ese año había en el país 169.000 hectáreas de sembradíos de hoja de coca, los cuales tenían un potencial de producción de cocaína de entre 978 toneladas métricas y 1.318 toneladas métricas.

Al precio promedio del kilogramo de cocaína que estimó la Unodc en 2018 en las zonas de producción (1.682 dólares), esa cantidad de droga, a la que hay que restar las 414 toneladas de cocaína que se incautaron ese año, habría significado un ingreso de entre 948 millones de dólares y 1.520 millones de dólares para las estructuras armadas que controlan el negocio, principales factores de violencia en las regiones de Colombia más golpeadas por el crimen organizado y el conflicto armado.

La mayor parte de esa derrama económica se queda en manos de las organizaciones criminales y las familias campesinas solo reciben, en promedio, 4.332 dólares por hectárea cosechada cada año. Sin esa economía ilegal, los campesinos cocaleros estarían en una situación aún más precaria de la que están.

De acuerdo con la Unodc, los cultivos de hoja de coca constituyen, en varias regiones de Colombia, uno de los principales dinamizadores de las débiles economías locales, donde la pobreza es 12 puntos porcentuales más alta que el promedio nacional: 36% contra 24%, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE).

Algunos de los grupos criminales que se lucran del negocio de la cocaína son mencionados en el informe de la Acnudh: las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (también denominadas Clan del Golfo); los Caparrapos; La Mafia; “organizaciones criminales transnacionales” –una manera eufemística de nombrar a los carteles mexicanos de la droga–; disidentes de las FARC que no se acogieron al Acuerdo de Paz, y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), una guerrilla, la única que queda en pie en Colombia, que se ha fortalecido en los últimos tres años por su participación en el negocio de la coca y en otras rentas criminales.

De acuerdo con la Acnudh, durante 2019 estas organizaciones delictivas “emplearon extrema violencia en las disputas por el control de las economías ilícitas”. El 80% de homicidios relacionados con el conflicto armado se presentaron en las zonas cocaleras.

El Acuerdo de Paz entre el gobierno de Santos y las FARC, que entró en vigor el 1 de diciembre de 2016, propuso como fórmula principal para acabar con el negocio de las drogas ilegales el PNIS, que busca atraer a la economía legal a los campesinos productores de hoja de coca. Este contempla otorgar créditos, asistencia técnica, subsidios y servicios sociales básicos (educación y salud) a las familias campesinas que se acojan a esa iniciativa y sustituyan sus cultivos de hoja de coca por cultivos legales como cacao, café, pimienta, yuca o arroz. También prevé la construcción de infraestructura (caminos, puentes, carreteras) para poder transportar sus productos a las áreas urbanas, donde se pueden comercializar.

En abril de 2016, meses antes de la firma del Acuerdo de Paz, el entonces ministro del Posconflicto, Rafael Pardo, dijo que con el PNIS Colombia podría reducir, para 2020, en 90% la superficie de sembradíos de hoja de coca y su capacidad de producir cocaína. “Eso es prácticamente desaparecer la coca –aseguró–. Los cultivos serían algo marginal”.

Sin embargo, el programa no funcionó durante el gobierno de Santos como estaba previsto, debido a la falta de financiamiento y de coordinación institucional. Al finalizar su mandato, solo el 11% de las familias vinculadas al programa contaban con asesoría técnica para destinar los recursos que les daba el gobierno a emprendimientos que fueran viables y les generaran ingresos, y solo el 22% de los municipios estaban en proceso de formalización de tierras, que sirve para que los campesinos puedan acceder a préstamos y subsidios.

Luego llegó Duque, con una postura adversa al Acuerdo de Paz y al PNIS como eje de la estrategia antidrogas. El presidente anunció que reanudaría las fumigaciones de cultivos cocaleros con glifosato, un agroquímico cuyo uso había prohibido la Corte Constitucional en 2015 por ser “probablemente” cancerígeno, según la Organización Mundial de la Salud. El gobierno de Estados Unidos ha presionado a Colombia desde entonces para reanudar las aspersiones con glifosato.

El 16 de enero de 2020, Duque anunció que la Corporación Financiera de Desarrollo Internacional de EEUU apartaría “en los próximos años cerca de 5.000 millones de dólares” para invertir en zonas afectadas con cultivos ilícitos a través de proyectos productivos del sector privado.

 

 

Durante el gobierno de Duque, EEUU no solo ha retomado el tutelaje históricamente ejercido sobre la política antidrogas de Colombia, sino que, además, lo ha hecho de una manera que algunos sectores políticos colombianos consideran injerencista. El 2 de marzo, después de una reunión que sostuvieron en la Casa Blanca Duque y el presidente estadounidense, Donald Trump, este pidió fumigar los cultivos de hoja de coca: “Van a tener que fumigar. Si no fumigan, no se van a deshacer de ellos [de los cultivos ilícitos]”, dijo Trump delante de los periodistas.

Duque ha dicho que las aspersiones con glifosato volverán a Colombia. Y ello pese a que esta estrategia contra el narcotráfico no haya rendido frutos en 32 años. Con la erradicación forzosa de cultivos cocaleros la resiembra es del 60%, mientras que cuando la erradicación es voluntaria –como en el PNIS– es solo del 0,4%, según estudios de la Unodc.

 

Programas sostenibles

La Fundación Ideas para la Paz estima que se necesitan unos 500 millones de dólares (equivalente al 4,54% del prplesupuesto de defensa de 2020) para terminar de ejecutar el PNIS, en el cual se han inscrito 99.097 familias cocaleras. Según la Unodc, el 95% de estas familias cumplen los compromisos voluntarios de erradicación, pero algunas “han expresado preocupación por las demoras en la implementación de proyectos productivos alternativos y en las inversiones en desarrollo local, fundamentales para apoyarlas en su transición hacia el abandono de las economías ilícitas”.

Si uno de los objetivos centrales del actual gobierno es reducir los cultivos ilícitos, el esfuerzo debería concentrarse en apoyar programas sostenibles que aseguren el bienestar de los cultivadores y disminuya las probabilidades de resiembra, como el PNIS.

El año pasado, la Corte Constitucional advirtió al gobierno de que para fumigar con glifosato se deben mostrar estudios que determinen que es posible minimizar los efectos nocivos que tiene este herbicida sobre la salud humana y animal y el medio ambiente. El gobierno, decidido a reanudar las aspersiones con ese agroquímico, solo está a la espera de los resultados del estudio para presentarlos a la Corte y poder iniciar las fumigaciones.

No obstante, Duque debería hacer más caso a centros de estudios sobre drogas –como el del Cesed, de la Universidad de los Andes, y el del Washington Office on Latin America, que han concluido que la erradicación forzosa de cultivos ilícitos no es exitosa, no solo por las altas posibilidades de resiembra, sino porque tienen efectos negativos sobre las poblaciones que están en esos territorios– que a las presiones políticas del Centro Democrático y de EEUU. Por más recursos que se inviertan en fumigaciones aéreas, los cultivos ilícitos volverán si no hay garantías económicas, sociales y de seguridad para las familias campesinas que siembran hoja de coca por un asunto de supervivencia.

Durante las negociaciones de paz con las FARC, desarrolladas en La Habana durante cuatro años en su etapa pública, los delegados del gobierno y de la guerrilla concluyeron que las regiones del país donde había más pobreza y abandono estatal eran las más afectadas por el cultivo, producción y comercialización de drogas ilícitas. La ausencia del Estado estimuló la cooptación de esos territorios por parte de grupos armados al margen de la ley. A su vez, los campesinos –al no tener recursos económicos para subsistir– se dedicaron, en su mayoría, a la siembra de los cultivos ilícitos.

Por todo ello, en el punto cuatro del Acuerdo de Paz (“Solución al problema de las drogas ilícitas”) las partes señalaron que “para            contribuir al propósito de sentar las bases para la construcción de una paz estable y duradera es necesario, entre otros, encontrar una solución definitiva al problema de las drogas ilícitas, incluyendo los cultivos de uso ilícito y la producción y comercialización de drogas ilícitas”. El gobierno se comprometió a “poner en marcha las políticas y programas de este punto”, a afrontar de manera decidida la lucha contra la corrupción que generan en las instituciones las drogas ilícitas y a “liderar un proceso nacional eficaz para romper de manera definitiva cualquier tipo de relación de este flagelo con los diferentes ámbitos de la vida pública”. Las FARC, por su parte, se comprometieron a contribuir de manera efectiva “con la solución definitiva al problema de las drogas ilícitas” y a “poner fin a cualquier relación que, en función de la rebelión, se hubiese presentado con este fenómeno”. Las partes acordaron, también, abordar el consumo de drogas ilícitas como un asunto de salud pública.

 

El gobierno incumple

El gobierno de Duque, sin embargo, ha hecho poco por implementar las políticas públicas necesarias para enfrentar el problema de las drogas ilícitas a la luz del Acuerdo de Paz. En septiembre de 2018, tan solo un mes después de haberse posesionado, el presidente firmó un decreto en el que se prohibía el porte de la dosis personal, con lo que convirtió a los consumidores en perseguidos por la policía. En julio de 2019 la Corte Constitucional echó para atrás esa decisión.

Por lo que respecta al PNIS, hay claros incumplimientos. En teoría, cada una de las familias inscritas en el programa debería percibir una ayuda del gobierno equivalente a unos 250 dólares mensuales durante 12 meses. Sin embargo, el gobierno ha incurrido en falta de pagos y departamentos como Norte de Santander y Cauca, donde hay una mayor densidad de este tipo de cultivos y la violencia se ha recrudecido desde la firma de la paz, son en los que menor porcentaje de familias han recibido el subsidio.

Los campesinos reclaman de manera reiterada al gobierno por estos incumplimientos. Pese a que han erradicado 41.370 hectáreas de cultivos ilícitos de manera voluntaria, desde agosto de 2017 hasta hoy, estos no reciben el dinero correspondiente, hay un deterioro en la seguridad en los territorios y no tienen alternativas económicas legales viables para ellos.

En la medida en que el gobierno incumpla sus compromisos con estas familias, la posibilidad de que vuelvan a sembrar hoja de coca es cada vez más alta. Sobre todo si el Estado sigue ausente en estos territorios antes controlados por las FARC y ahora dominados por otros grupos armados dedicados al narcotráfico y por la guerrilla del ELN. Según organizaciones campesinas, 59 líderes cocaleros habían sido asesinados a enero de 2020.

Miguel Ceballos, alto comisionado para la paz del gobierno, ha dicho que “el narcotráfico quiere que la paz en Colombia fracase” para mantener el control de los territorios en los que hay cultivos ilícitos. Pero la relegación de la Reforma Rural Integral en la agenda del gobierno y del Congreso, los incumplimientos del PNIS y la falta de inversión social y en infraestructura física en las zonas cocaleras también contribuyen al fracaso de la paz.

La construcción de esta paz no es solo el desarme y la reintegración de los excombatientes de las FARC, como parece ser la visión del gobierno, sino la solución de las causas estructurales del conflicto armado, como la desigualdad y el abandono estatal. El verdadero cambio solo ocurrirá cuando exista la voluntad política suficiente para brindar garantías sociales y económicas a los más vulnerables.

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