Violencia estructural

 |  22 de noviembre de 2013

Por Jorge Tamames, politólogo.

El 8 de noviembre el tifón Haiyan arrasó las islas filipinas, dejando a su paso más de 5.200 muertos. Tres semanas después apenas nos acordamos. No se trata de un lamento, sino de una constatación. Nos vemos sometidos a un bombardeo de información muchas veces angustiante y casi nunca relevante, y parece imposible dedicar a catástrofes como ésta la atención que exigen. “No te olvides de Haití”, reclamaba Forges en sus viñetas. ¿Llegamos a dedicarle alguna vez el tiempo que merecía?

Temo que este tifón, como tantos desastres naturales, pasará a la historia como una tragedia. Otra más. Pero es que la etimología de esta palabra denota un componente de inevitabilidad. Predestinado a matar a su padre, Edipo no puede escapar de su triste sino. En eso consiste una tragedia. Por eso al emplear el término claudicamos en la búsqueda de responsables. El tifón se convierte así en un acto de dios, los filipinos en las víctimas de su inescrutable voluntad.

La realidad es otra. Expuestos a vientos de 300 kilómetros por horas, los slums de Tacoblan se desplomaron sin ofrecer resistencia. Muchos de sus habitantes temían ver sus casas saqueadas durante el caos desatado tras el temporal, y se negaron a ser evacuados. Prefirieron quedarse protegiendo sus escasas pertenencias y pagaron la decisión con su vida. De los 800.000 evacuados, muchos acabaron en iglesias, colegios públicos, y refugios que se convirtieron en trampas mortales tan pronto como el huracán los derribó.

Las Filipinas se encuentran entre los países más pobres de la región, y es indudable que esto ha agravado la situación de forma exponencial. No es consecuencia de ningún designio divino, sino de la desastrosa gestión de un país en manos de familias latifundistas. Si la economía del archipiélago nunca despegó como lo hicieron las de sus vecinos, la responsabilidad es compartida. De España por instalar una élite latifundista en su antigua colonia; de Estados Unidos por mantenerla y de la familia Aquino por protegerla durante la transición a la democracia, malgastando la oportunidad que ofrecía el fin de la dictadura de Ferdinand Marcos. A medida que el cambio climático intensifica los tifones en la región, los países que ignoran el Protocolo de Kioto también tendrán una creciente responsabilidad ante episodios como éste.

El tifón, en resumen, no es una tragedia. Tampoco lo fue el terremoto de Haití, igualmente lastrado por un nefasto legado colonial. Los tiroteos que matan a miles de estadounidenses cada año y los naufragios en Lampedusa no son tragedias, ni lo es el hambre que mata a 40.000 personas cada día: bastaba el 2% del dinero invertido en rescatar a la banca para erradicarla. Pero continuamos llamando terrorismo a la masacre de americanos en Boston, y tragedia a la masacre de americanos en una escuela del mismo país. Llueven críticas sobre el diputado que amenaza a Rodrigo Rato con un zapato, sin entrar a debatir la violencia, infinitamente superior, que conlleva ser estafado y desahuciado por el banco que presidió entre 2010 y 2012.

Se llama violencia estructural a la que deriva de instituciones sociales, impidiendo a los que la sufren desarrollar una vida plena. Es el caso del racismo y la homofobia, pero también el de la corrupción que ha condenado a millones de filipinos a vivir en slums. O, de forma cada vez más evidente, el de nuestro mercado laboral. Necesitamos desempolvar el concepto y replantear qué entendemos por violencia. Qué es relegable a la categoría de tragedia, y por qué. Los parámetros que empleamos son un reflejo del momento en que vivimos, y están profundamente sesgados. Mientras no cambien, nuestro mundo continuará siendo el que es: desigual, violento, y enormemente injusto para la enorme mayoría de sus habitantes.

 

 

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