1815-2015: Bismarck y la unidad alemana

Marcos Suárez Sipmann
 |  1 de abril de 2015

Se cumplen 200 años del nacimiento de Otto von Bismarck (Schönhausen, 1 de abril de 1815). “La providencia me destinó a la diplomacia, puesto que nací un primero de abril”, decía el Canciller de Hierro, refiriéndose al día que en el norte es el día de los inocentes.

Nacio y vivió en una Prusia que se cuidaba de no provocar a los poderosos. Fue la única potencia europea de relieve que permaneció neutral en la Guerra de Crimea (1854-56). Para describir ese Estado que tras el Congreso de Viena y durante casi medio siglo permaneció en un discreto segundo plano valga un editorial del Times en 1860: “(…) Prusia siempre busca ayuda, nunca auxilia (…) presente en los congresos, está ausente en las batallas (…) nadie la cuenta entre sus amigos, nadie la teme como enemigo (…) La historia nos cuenta cómo llegó a ser una potencia; por qué lo sigue siendo, ninguno la sabe (…)”.

Es difícil hacerse una idea de la mayúscula sorpresa de Europa ante lo ocurrido entre la Unificación de Italia (1861) y la de Alemania (enero de 1871). En poco más de 10 años, y mediante una serie de proezas militares y políticas, Prusia asombró a todos: acometió la reforma del ejército con el estratega Helmuth von Moltke, desplazó a Austria de Alemania, tecnificó la administración con una burocracia disciplinada y eficaz, acabó con el poderío militar de Francia… Edificó una nueva nación cambiando así radicalmente el equilibrio de poder en Europa.

El artífice de todo ello: Bismarck. Un “conservador revolucionario”, estadista formidable, cuya figura es hasta hoy controvertida y polémica. Su proyecto de gobierno estaba impregnado de ideas nacionalistas y el convencimiento de la predestinación alemana para protagonizar su unificación.

Su nombramiento, en 1851, como diputado por Prusia en el Parlamento de Francfurt, donde estaban representados los Estados alemanes se debió a la fidelidad demostrada a la corona durante los sucesos de la Revolución de 1848.

Entre 1859 y 1862 desempeñó los cargos de embajador en San Petersburgo y París. En 1862, Guillermo I (quizá el mejor de todos los reyes de la Europa del siglo XIX), le llamó a Berlín como canciller de Prusia. Fue jefe de gobierno y ministro de Exteriores.

Hasta el final del reinado en 1888, quien gobernó fue Bismarck. No siempre hubo harmonía entre el caballeroso y espartano monarca y su inteligente canciller. El acierto de Guillermo fue aceptar el superior talento de uno de los mayores hombres de Estado de su tiempo. Es preciso resaltar que en ambos, el “furor teutonicus” citado por Tácito en su obra Germania fue un expediente insoslayable y efímero de un pueblo que anhelaba tener un Estado pudiendo equipararse a los restantes de su entorno. Con ellos la Alemania recién constituida no albergaba ulteriores ansias expansionistas.

Como es sabido, los pasos hacia la unidad comenzaron con la anexión de Schleswig-Holstein en 1864, después de una guerra de Prusia y Austria contra Dinamarca. El posterior reparto del botín estuvo en el origen de la guerra austro-prusiana (1866). La escisión confirmó la hegemonía prusiana. Tras la victoria se creó una Confederación Germánica del Norte en torno a Berlín. Los Estados alemanes del sur del Main, católicos, permanecían fuera al temer el poder prusiano. Al mismo tiempo, desconfiaban de Austria y Francia como eventuales aliados.

Entre 1866 y 1870, Bismarck y Napoleón III se enfrentaron en el terreno diplomático. Francia esperaba recibir compensaciones en Renania, Sarre, Palatinado, sin tener en cuenta la voluntad de sus habitantes. Hábilmente, Bismarck hizo públicas esas reclamaciones que indignaron a los alemanes y chocaron a la opinión pública internacional. Nacionalismo y solidaridad jugaron a favor del canciller.

Mediante la guerra declarada por Francia en julio de 1870 por el incidente Hohenzollern (París se oponía a la candidatura de un príncipe alemán al trono español), Bismarck incorporó a los Estados del sur a su proyecto. Con una rapidez que dejó perplejos a sus contemporáneos, el ejército de Napoleón III fue desbaratado y humillado por el más moderno y eficaz de Bismarck y Moltke. El rey Guillermo I se proclamó Emperador (Kaiser) en el Salón de los Espejos de Versalles.

En el ámbito interno, Bismarck fue el primero en impulsar un modelo precursor de protección social. En 1883 implantó sistemas de ayuda estatal aplicables a ciertas categorías de trabajadores. Su objetivo era doble. Social, cohesionando el recién formado Estado integrando al pueblo mediante pensiones públicas y servicios sociales. Y político, para quitar banderas de lucha a la izquierda de la época. Los seguros de enfermedad, invalidez y vejez fueron una política complementaria a las “leyes antisocialistas”. Pese a su autoritarismo monárquico, Bismarck cultivó la amistad de Ferdinand Lasalle, el padre filosófico de la socialdemocracia (“uno de los hombres más inteligentes y afables con los que me he relacionado”). Y es que, en realidad, las derechas acabaron aceptando gran parte del programa de la izquierda. Así, en algunos casos incluso iniciaron los seguros sociales. Junto al de Bismarck, está el caso del conservador Eduardo Dato, en España.

Para evitar agravar la vulnerabilidad geográfica alemana el canciller, sabiamente, renunció a la expansión colonial a la que se habían lanzado las potencias europeas, y evitar causar recelos. Creó una serie de precarios equilibrios mediante la firma a discreción de pactos con casi todas las naciones europeas: los llamados Sistemas Bismarckianos. Esos tratados tenían una realidad defensiva, siempre eran de corta duración y estaban en continua renovación. En la mayoría de los casos, se desarrollaban de una manera secreta, engañosa y los embajadores y cónsules eran vistos como espías. Era un singular sistema de alianzas, siempre según las exigencias del momento, para mantener la balanza europea. El problema fue que sus aliados, Austria y Rusia, acabaron enfrentándose en los Balcanes, adonde Viena había dirigido su expansión al no poder hacerlo ya en Italia y Alemania.

Supo mantener el equilibrio merced a ese complicado sistema de alianzas. En 1873 se constituyó la Liga de los Tres Emperadores, (Alejandro II de Rusia, Francisco José de Austria y Guillermo I de Alemania). En 1879 se firmó el Tratado del Zweibund entre Austria y Alemania por la actitud amenazante de Rusia contra Austria en los Balcanes. Este tratado se consiguió ampliar dos años después a una nueva Alianza de los Tres Emperadores, incluyendo a Rusia en un pacto de neutralidad recíproca. En 1882 se firmó un pacto secreto de Reaseguro (Rückversicherungsvertrag) con Rusia. En ese mismo año, el Tratado de la Triple Alianza (renovado en 1887) entre Austria, Italia y Alemania; Italia comprometía su apoyo en caso de que estallara una guerra defensiva contra Francia y Rusia. No sirvió de nada. En 1888, el conocido como Dreikaiserjahr (año de los tres emperadores), falleció el emperador. Accedió al trono con tan solo 29 años su nieto Guillermo II. Su padre, un liberal, había sucumbido a un cáncer de garganta a los tres meses de reinado.

En 1890, Guillermo II despidió a Bismarck dando comienzo a un desastroso liderazgo. Inteligente pero carente de toda experiencia el kaiser era impulsivo y extravagante –características nada prusianas–. Los vecinos empezaron a formar alianzas y Alemania quedó progresivamente aislada. La historia de la posterior tragedia es de sobra conocida.

Los más reputados diplomáticos de la historia, desde Richelieu hasta Metternich y Talleyrand han sido acusados de recurrir a prácticas cuestionables. Y Bismarck no fue una excepción. Definió el juicio en política como la capacidad de oír antes que nadie el distante ruido de los cascos del caballo de la historia. Mas en el caso de Francia el canciller no oyó nada. Cometió una equivocación garrafal al no ceder un ápice en unas exigencias desorbitadas. Las condiciones de la derrota firmadas en 1871 en el Tratado de Frankfurt fueron durísimas: Francia tuvo que pagar 5.000 millones de francos y perdió Alsacia y Lorena. Fue algo incomprensible. Apenas cuatro años antes, tras una mayor problemática con Austria-Hungría, Bismarck había estipulado una paz razonable y conciliadora, y ahora, contra todo pronóstico, imponía, a uno de sus más fuertes rivales, una paz castigadora. Se creó un ambiente de odio, revancha y desquite que envenenó el ambiente político de Europa haciéndolo poco a poco irrespirable.

Desde que logró la unificación en 1871, recorría Alemania un afán por ocupar el puesto que pensaba le correspondía en el mundo. El canciller había sido muy consciente del difícil encaje del imperio alemán. El tacto diplomático de Bismarck para que se aceptara la nueva potencia ascendente se echó en falta en los 24 años que precedieron a la Gran Guerra. El nacionalismo y revanchismo malsano de Francia y Alemania fue un factor no menor entre los que llevaron a las catástrofes del siglo XX.

 

Y después, de Adenauer a Kohl

Una vez llegada la democracia después de la barbarie del nazismo y la contienda mundial, los dos sucesores más importantes de Bismarck –que admiraban sus aciertos– tuvieron buen cuidado de enmendar y no repetir esa equivocación. Destaca ante todo el europeísmo de Konrad Adenauer, canciller entre 1949 y 1963 en un país devastado por la guerra. Pese a las obvias divergencias existentes, solía citar a Bismarck. No se podría comprender la actual Unión Europea sin las aportaciones de Adenauer a la construcción del proyecto comunitario. Afirmaba que “el nacionalismo vuelve ciegos a los países”. Consideraba que esas ideas debían excluirse de la política. Su labor por reconciliar a Francia y a Alemania fue incansable. La concordia definitiva se logró con la firma del Tratado del Elíseo en 1963.

El otro gran sucesor, el excanciller Helmut Kohl, cumple el 3 de abril 85 años. Pese a las censuras y reproches de que ha sido objeto en Alemania, existe unanimidad en cuanto a su reconocimiento como “canciller de la unidad”. Kohl lo hizo mejor que Bismarck. Naturalmente, también cometió errores en su política exterior. Entre ellos, y por ceñirnos solo a la reunificación, destacan una errónea apreciación inicial de la personalidad de Gorbachov y el tardío reconocimiento definitivo de la frontera del Oder-Neisse con Polonia. Pero esa crítica no empaña su gran éxito como forjador de la reunificación. Un proceso que, a diferencia de la unidad impuesta por Bismarck en 1871 con guerras y contra la voluntad de los Estados europeos, se llevó a cabo de forma pacífica mediante la negociación y el consentimiento de todas las partes.

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