Karl von Clausewitz definía la guerra como la continuación de la política por otros medios. Por extensión, se puede definir la guerra fría como una guerra por otros medios (no mortíferos). Sin embargo, guerra era. Y lo que estaba en juego, monumental. En lo geopolítico, la lucha, en primer término, era por el control del continente eurasiático y, en definitiva, por la preponderancia mundial. Cada lado comprendía que el éxito en la expulsión de uno de ellos de los bordes occidental y oriental de Eurasia o la contención efectiva del otro determinarían finalmente el resultado geoestratégico de la competición.
Alimentando también el conflicto, existían conceptos agudamente contrapuestos y de origen ideológico sobre la organización social e incluso sobre el propio ser humano. No sólo se hallaba en cuestión la geopolítica, sino la filosofía –en el más profundo sentido de autodefinición de la humanidad–.
Después de unos cuarenta y cinco años de pugna política, incluidas algunas escaramuzas militares secundarias, llegó definitivamente a su fin la guerra fría. Y, dada su designación como una forma de guerra, es adecuado comenzar con una apreciación deliberadamente expresada en terminología derivada de los resultados habituales de las guerras, es decir, en términos de victoria y derrota, capitulación y acuerdos posbélicos. La guerra fría concluyó con la victoria de un lado y la derrota del otro. No se puede negar esta realidad, a pesar de la comprensible susceptibilidad que tal conclusión provoca entre los de corazón compasivo en Occidente y algunos de los antiguos dirigentes del lado derrotado.
Una sencilla prueba refuerza esta afirmación. Supongamos que en alguna fase de la guerra fría –digamos que hace diez años o incluso…
