La limitación conceptual impuesta por los participantes en el seudo debate público sobre el futuro de la prestación del servicio militar que, como un Guadiana, aparece y desaparece ante cada consulta electoral, ha llevado a los ciudadanos al desconcierto y a la incapacidad para formarse una opinión sobre un asunto de tanta trascendencia nacional. Además, el marco global en el que debe incluirse la reflexión colectiva sobre la mili —es decir, el del futuro de las Fuerzas Armadas españolas— les ha sido hurtado en la coyunda de intereses que ha llevado al Gobierno y a la Administración a no informar, a los partidos de la oposición a no preguntar, a los grupos sociales a no comentar, a los buhoneros de la raquítica comunidad nacional de especialistas en defensa a vender modelos y a los intelectuales, orgánicos o no, a desertar de un verdadero debate.
La cuestión de fondo reside en una serie de preguntas hiladas. España, como Estado—nación representativo de una sociedad en la que ha de imperar la voluntad soberana de los ciudadanos, con valores e intereses concretos, convergentes o divergentes de los otros Estados—nación o entidades de ámbito internacional, ¿tiene que defenderse o defender algo?; ¿de qué o de quiénes?; ¿ha de procurarse una defensa armada?; ¿cómo participarían los ciudadanos en esa defensa?
Así, nadie ha tenido el valor de acometer o proponer una regeneración cívica del sentido y el sentimiento de lo militar en la España democrática. A resultas de la Primera Guerra mundial y de la guerra colonial en Marruecos, un debate se abrió allá por los años veinte y treinta entre nuestros cuadros de oficiales y, de rebote, entre nuestros políticos sobre el modelo de servicio militar a adoptar. No es de extrañar que buena parte de ese debate previo y paralelo a las reformas…

Y Juanito cogió su fusil...