Arabia Saudí y la coalición de los reacios

 |  25 de septiembre de 2014

La intervención militar estadounidense contra el Estado Islámico (EI) en Siria acaba de empezar, y hasta el momento es un perfecto homenaje a la confusión. Al violar el espacio aéreo sirio, los bombardeos contra el grupo yihadista constituyen un acto de guerra. Pero Barack Obama no hablará de guerra, porque si lo hiciese necesitaría someter su iniciativa a una votación en el Congreso de Estados Unidos. Tras tres años luchando contra su propia población, Bachar el Asad se había convertido en el archivillano de la región. Pero ahora es un mal menor. A pesar de la incoherencia generalizada que se ha apropiado de la región, el premio al comportamiento más ambiguo corresponde a Arabia Saudí.

En la coalición de naciones árabes dispuestas a combatir el extremismo del EI –coalición creada bajo auspicios americanos y que, como observa Félix Arteaga, está cogida con pinzas–, Arabia Saudí debería desempeñar un papel destacado. Con un ejército modernizado y la vocación de dominar la política de Oriente Próximo, el reino está en condiciones de hacer valer su importancia. Pero la contribución saudí ha sido mínima. Riad se ha limitado a armar y entrenar a 3.000 soldados sirios, que en el futuro combatirán tanto al EI como a El Asad.

Este comportamiento reticente tiene una explicación. Como guardiana de dos lugares sagrados del Islam –las ciudades de Meca y Medina–, la familia real saudí se encuentra constantemente obligada a defender su legitimidad. Las acusaciones provienen de extremistas suníes que acusan a la familia real de traicionar los valores propios de la umma musulmana. Aunque Arabia Saudí sea una teocracia claustrofóbica, donde las mujeres continúan viviendo en un estado de apartheid, Osama bin Laden siempre vio en la casa de Saud un títere de Washington.

La aparición del EI, que compite en extremismo con Al Qaeda, representa un desafío de primer orden para la legitimidad del reino. No deja de ser un desarrollo irónico, porque Riad, que tiene un largo historial armando y financiando grupos yihadistas, no dudó en apoyar a grupos extremistas en Siria. Como ocurrió con los muyahidines tras la retirada del Ejército Rojo, los radicales muerden la mano que les da de comer. Ahora Arabia Saudí necesita frenar a los extremistas, pero no quiere parecer un vasallo de EE UU. La contradicción es difícil de resolver.

A este problema se añade el imperativo de derrocar al régimen de Asad, con las tensiones religiosas que sacuden la región como telón de fondo. Siria continua siendo el principal aliado de Irán en la zona, e Irán es la principal potencia chií en la región. Arabia Saudí es una dictadura suní. También lo era Irak, hasta que la caída de Sadam Husein empoderó a la mayoría chií del país. Ahora Irak es, a pesar de la fachada parlamentaria, una dictadura chií. Chiíes son, además de casi todos los iraníes, la mayoría de los iraquíes, una parte considerable del electorado libanés y la clase gobernante siria, además de las minorías religiosas saudíes que viven precisamente en las regiones del país que producen petróleo. La situación habla por sí sola. Riad no permitirá la creación de una alianza chií que se extienda de Teherán a Beirut.

 

Disparates bélicos

El resultado es la necesidad de combatir simultáneamente a los dos bandos de la guerra civil siria. Un disparate, desde luego, pero un disparate en el que Washington, y no Riad, está realizando la mayoría del trabajo sucio. Y sin embargo es la casa de Saud la que más tiene que perder con esta intervención. EE UU puede retirarse si lo considera necesario; Arabia Saudí lucha en su patio trasero. E incluso otros Estados suníes se convierten en rivales del reino. Es el caso de Qatar, que tanto en Egipto como en Siria ha apoyado a la Hermandad Musulmana, a la que el reino se opone.

A pesar de sus contradicciones, la política exterior saudí no desentona en una región en la que el caos es norma. Turquía es un miembro de la OTAN, pero también ha armado a yihadistas en un intento de derrocar a El Asad. Eso no ha impedido que el EI secuestrase a 49 diplomáticos turcos, chantajeando a Ankara para que no participase en la operación estadounidense. Tras liberarlos exitosamente, Turquía ha ofrecido contribuir a la operación. Pero es un gesto simbólico. Washington ni siquiera ha solicitado emplear la gigantesca base militar americana en Incirlik, en el sur de Turquía: sabe que el gobierno de Recepp Tayip Erdogan le negaría esa opción. La situación del país es sumamente delicada: con una población que se opone a atacar a otros suníes, una larga y porosa frontera con Siria, y hasta 1.000 turcos luchando como voluntarios en las filas del EI, Turquía podría verse desestabilizada si se mostrase a favor de la intervención.

En 2003, Washington invadió Irak al mando de lo que entonces llamó la Coalition of the Willing (coalición de los voluntarios). La de 2014 es todo lo contrario: una coalición de los reacios. Evitar que se resquebraje requerirá un esfuerzo descomunal.

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