Autor: David Wallace-Wells
Editorial: Debate
Fecha: 2019
Páginas: 352
Lugar: Barcelona

Abre los ojos

Pablo Colomer
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En 1997, cuando se firmó el Protocolo de Kioto, dos grados centígrados de calentamiento global eran considerados como el umbral para la catástrofe. Ciudades inundadas, sequías y olas de calor devastadoras, huracanes y monzones sucediéndose con frecuencia irreparable… Apenas veinte años después, ese escenario es casi inevitable. Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en inglés), si actuamos sobre las emisiones de inmediato, poniendo en práctica todos los compromisos asumidos en el Acuerdo de París, lo más probable es que alcancemos los 3,2 grados de calentamiento. Y si no hacemos nada y seguimos como hasta ahora, en 2100 llegaremos a los 4,5 grados.

El Acuerdo de París, firmado en 2015, aún fijaba como objetivo no superar los dos grados antes de fin de siglo, intentando no sobrepasar los 1,5 grados. A la luz de lo ocurrido desde entonces, la meta parece un brindis al sol, pero esa es la cifra que ha quedado grabada en el imaginario colectivo: dos grados. “Mantener el incremento de la temperatura media mundial muy por debajo de los dos grados con respecto a los tiempos preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 grados”, dice el artículo 2 del acuerdo. La cursiva es mía.

El acuerdo fue un éxito diplomático –naciones desarrolladas, emergentes y en vías de desarrollo dando forma a la primera respuesta de carácter universal al calentamiento global–, pero ha acabado siendo un fracaso climático­. Otro más­. El abandono por parte de Estados Unidos vino a confirmar lo que los expertos y muchos políticos ya saben, pero no consiguen trasmitir en toda su crudeza: estamos perdiendo la batalla contra del clima. De hecho, de acuerdo con los estándares de Kioto y París ya la hemos perdido. Y según David Wallace-Wells, autor de El planeta inhóspito, “es peor, mucho peor de lo que imaginas”.

Parece que algo está cambiando en la opinión pública, no obstante. Las movilizaciones masivas desatadas por Greta Thunberg apuntan a un futuro cercano de pánico sincero y razonado ante el calentamiento global. Y libros como el de Wallace-Wells vienen a poner letra a la música que suena en la cabeza de Thunberg. Una cantinela que muchos no querríamos escuchar. La realidad del cambio climático, sin embargo, es tozuda.

Tan tozuda como inaprensible. En uno de los fragmentos más interesantes de El planeta inhóspito, Wallace-Wells habla del cambio climático como un “hiperobjeto”, citando al filósofo Timothy Morton. “Un hecho conceptual tan enorme y complejo que no se puede llegar a entender adecuadamente”. Wallace-Wells eleva el cambio climático a una categoría incluso superior, más inabarcable. Según él, la dimensión temporal es la que más quebraderos de cabeza genera: “Sus peores consecuencias llegarán en un tiempo tan remoto que instintivamente minimizamos su realidad”.

Esas consecuencias son tan colosales que tampoco ayudan a una comprensión cabal. Con dos grados, las plataformas de hielo comenzarán a colapsar, 400 millones de personas más padecerán escasez de agua, grandes ciudades de la franja ecuatorial se volverán inhabitables. Con tres grados, Europa del sur sufrirá una sequía permanente, mientras que en Centroamérica estas durarán de media 19 meses más, 21 en el caso del Caribe. La extensión de las zonas calcinadas cada año por los incendios forestales se multiplicará por seis en EEUU y por dos en el Mediterráneo. Con cuatro grados de calentamiento tendríamos un Sáhara verde y los bosques tropicales convertidos en una sabana asolada por los incendios; América Latina sufriría ocho millones más de casos de dengue al año, habría una crisis alimentaria global prácticamente cada año, y las muertes relacionadas por el calor aumentarán un 9%, mientras los daños en todo el mundo rondarían los 600 billones de dólares: más del doble de la riqueza global en la actualidad. Con ocho grados –el peor escenario posible que baraja la ONU–, los habitantes del ecuador no podrían hacer vida en el exterior sin perecer.

Wallace-Wells procura no dejar ningún cabo suelto, ninguna catástrofe sin listar, con una exhaustividad tan encomiable como irritante. En efecto, este es un libro, más que incómodo, irritante. En eso se parece al discurso de Thunberg en la ONU. Y ahí, supongo, reside parte de su virtud. Ni Thunberg ni Wallace-Wells nos dejan mirar para otro lado, tratando de que veamos, de que sintamos y en última instancia aprehendamos la realidad de lo que se nos viene encima, cada uno con las herramientas a su disposición. El calentamiento global ha dejado de ser una verdad incómoda para convertirse en una verdad irritante, perturbadora, ineludible y definitoria, además de urgente. Salvando las distancias, Thunberg y Wallace-Wells recuerdan a veces al Churchill de los años treinta, presuntamente acabado, irritando a todos en el Parlamento británico con sus advertencias sobre el peligro alemán. Todos sabemos cómo acabó la historia. No reconforta pensar que, en 2050, Thunberg tendrá apenas 47 años.

 

¿Y ahora qué?

Otra de las virtudes del libro de Wallace-Wells es que termina donde debe. Es decir, después de pintar un paisaje sombrío nos deja ahí, delante del cuadro, para que lo saboreemos. No estropea el impacto logrado proponiendo soluciones que, ante el apocalipsis, se antojarían inútiles, cuando no ridículas. Esa es tarea nuestra, una vez asumida la magnitud del problema.

Quienes más saben sobre el asunto, como Teresa Ribera, ministra en funciones para la Transición Ecológica de España, comienzan a tener dudas sobre cuál es el margen real del que disponemos para impedir la aparición de los efectos más peligrosos del cambio climático. En lo que sí coinciden los expertos es que los próximos 10 años serán decisivos. El reto es tan colosal que de nuevo podemos pecar de miopes. Unos, por confiar en que la tecnología bajará de los cielos, deus ex machina, para salvarnos de nosotros mismos, en la última mutación perversa del negacionismo climático. Otros, por confiar en soluciones a gran escala, bien encaminadas pero aun así insuficientes.

Si “es peor, mucho peor” de lo que somos capaces de imaginar, es imprescindible imaginar más y mejor. Según el historiador Adam Tooze, quienes en EEUU y en Europa exigen un Green New Deal o un Plan Marshall Verde subestiman la escala de lo que es necesario hacer. Comparados con las demandas globales de la transición energética, los programas históricos que inspiran sus nombres eran modestos y cortos. “Lo que hace falta se aproxima al tipo de movilización alcanzado por democracias ricas como EEUU y Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial”, explica Tooze. Y si esas movilizaciones se asemejan más a los esfuerzos de guerra total de la Unión Soviética y la Alemania nazi, mejor.

La transición energética deberá sostenerse durante décadas. Nada volverá a ser lo mismo. Haced caso a Churchill. Abrid los ojos.