POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 203

Xi Jinping y Vladímir Putin (Moscú, 23 de marzo de 2013). AFP/GETTY

Afganistán y el alba de la gran competición

La fracasada aventura militar de EEUU presagia el recrudecimiento de la rivalidad con China y Rusia, decididos a apuntalar lo que perciben como el declive acelerado de Occidente.
Nicolás de Pedro
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La intervención de Estados Unidos en Afganistán es historia. La retirada de sus últimos efectivos marca un punto final para Washington no solo en el teatro afgano. El apetito por los grandes despliegues en escenarios secundarios y con una agenda de construcción nacional (nation building) se ha evaporado por completo. La sensación de fracaso tras 20 años de conflictos irregulares en Irak y Afganistán, y la convicción de que adversarios como Rusia y, singularmente, China han aprovechado este periodo para fortalecer su posición global a costa de la de EEUU han cambiado el foco en Washington. La competición estratégica y creciente rivalidad geopolítica con China es el vector que articulará el conjunto de la política exterior estadounidense y el factor clave que moldeará la política internacional de la presente década.

Para Afganistán, por contra, la retirada de EEUU es tan solo un punto y seguido en el conflicto endémico que sufre desde el inicio de la intervención soviética en diciembre de 1979. Ahora, pese al heroísmo de algunos afganos, da la impresión de que nada podrá contener el impulso talibán por hacerse de nuevo con Kabul y el conjunto del país. Como reflejo de los nuevos tiempos, a finales de julio, el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, recibió en Pekín a una nutrida delegación talibán. Previamente, en una entrevista publicada el 9 de julio por el South China Morning Post, el portavoz de los talibanes ya había indicado que consideran a China “un amigo” y que sus inversiones serán bienvenidas y su seguridad garantizada.

Pekín, por su parte, ha mostrado su disposición para desarrollar, entre otras, la autopista Kabul-Peshawar, o lo que es lo mismo, conectar Afganistán con el Corredor Económico China-Pakistán, proyecto bajo el paraguas de la Iniciativa de la Ruta y la Franja (BRI, por sus siglas en inglés) y fundamental para las élites de Pakistán, principal valedor a su vez de los talibanes. Probablemente, en la voluntad de Pekín pesa el deseo por mostrar éxito allá donde EEUU ha fracasado. Intangibles como la legitimidad y las narrativas destinadas a las audiencias globales son uno de los ejes clave de la competición de China con EEUU. Afganistán adquiere así un protagonismo inesperado tanto en clave de pasado –final de la Unión Soviética– como de presente –posible declive de la hegemonía de EEUU– y de futuro –el papel de China y su Nueva Ruta de la Seda–.

 

1979: los contornos del mundo actual

En enero de 1979, EEUU y la República Popular China normalizaban sus relaciones diplomáticas. Se ponía así colofón al deshielo iniciado con la histórica visita a Pekín del presidente Richard Nixon, en febrero de 1972, una vez que había quedado claro que la ruptura sino-soviética de los años sesenta era genuina. Pekín y Washington concebían esta relación como contrapeso a la proyección soviética en Asia. Pero también, y acaso más relevante, Washington era un potencial socio comercial y tecnológico clave para la modernización de Pekín y el éxito de la agenda de reformas y apertura anunciada por el presidente Deng Xiaoping unos meses antes. Esas reformas son el germen de la China triunfante que aspira hoy al liderazgo global.

Por aquel entonces, el filtro antisoviético alineaba las agendas de Washington y Pekín en diversos escenarios, sobre todo en Indochina y Afganistán. En este último, la URSS –convencida de que la revolución islámica en Irán y la agitación en el oeste afgano eran parte de un mismo proceso que podía irradiarse hacia el Asia Central soviética– concibió su fatídica invasión del país con el objetivo de evitar la caída del régimen prosoviético de Kabul. Sin embargo, el voluminoso despliegue soviético alimentaba los recelos en EEUU, China y Pakistán de que el Kremlin albergaba planes más ambiciosos. Reaparecieron visiones de la época del Gran Juego clásico de finales del siglo XIX, cuando se especulaba con el deseo del Imperio ruso de alcanzar las aguas cálidas del océano Índico o incluso del golfo Pérsico.

Como respuesta, en enero de 1980, el presidente Jimmy Carter anunció la creación de una fuerza de despliegue rápido y la firme voluntad de Washington de intervenir con ella en el Golfo, si intereses vitales estadounidenses se veían amenazados. La doctrina Carter ponía así las bases de la política estadounidense hacia la región para estos últimos 40 años, y anticipaba la agenda mucho más firme y proactiva que iba a adoptar la administración de Ronald Reagan con respecto a la Unión Soviética. En los medios de comunicación y en los análisis de la época se hablaba del roll-back y del full-court press; es decir, de “revertir” los avances soviéticos, desde la Nicaragua sandinista hasta Asia Central, y de aplicar “presión en toda la cancha”, trazando un símil baloncestístico. A diferencia de la administración precedente, Reagan mostró mucho menos interés por la apertura hacia China, de modo que la relación con Taiwán –un “portaaviones que no se puede hundir”, en la caracterización del entonces secretario de Defensa– y otros aliados asiáticos recuperó dinamismo. De igual forma, Washington animó a Japón, y en menor medida a Corea del Sur, a invertir más en defensa para desempeñar un mayor papel en la geoestrategia de Asia-Pacífico.

De esta manera, el incipiente idilio de Washington con Pekín se fue atemperando a medida que avanzaba la década de los ochenta. De hecho, tal como apunta el actual director para China en el Consejo de Seguridad Nacional de la administración de Joe Biden, Rush Doshi, en The Long Game: China’s Grand Strategy to Displace American Order, la confluencia en apenas dos años de las protestas en la plaza de Tiananmen (marzo-junio de 1989), la guerra de Irak (enero-febrero de 1991) y el colapso de la URSS (diciembre de 1991) impulsó a Pekín a percibir a EEUU menos como un socio que como una potencial amenaza existencial. Cabe destacar que esta percepción combina geopolítica –dominio de los espacios– con aspectos intangibles –libertades y mayor nivel de bienestar material en Occidente como potencial fuente de erosión de la legitimidad doméstica del régimen del partido-Estado chino–. Esos elementos eran el contexto y las dinámicas que Pekín debía revertir y que propiciarán el posterior realineamiento con la Rusia post-soviética.

 

Posguerra fría: percepciones confrontadas, expectativas fracasadas

La guerra de Irak o liberación de Kuwait a principios de 1991 y la desaparición de la Unión Soviética a finales del mismo año inauguran el mundo de la posguerra fría, ante el que EEUU y sus aliados europeos asumen –ahora sabemos que precipitadamente– que el triunfo global del binomio democracia liberal-economía de mercado era incuestionable e irreversible. Así, en el debate público se fijarán algunas interpretaciones erróneas y potencialmente peligrosas para las democracias como, por ejemplo, la supuesta inevitabilidad del colapso soviético, que, por el contrario, fue contingente e imprevisible hasta apenas tres meses antes de producirse. De la misma manera, la aplastante victoria sobre las fuerzas iraquíes, alcanzada por la incontestable superioridad tecnológica estadounidense, lleva a Washington a afrontar el nuevo entorno estratégico con un renovado optimismo y, visto en perspectiva, una excesiva complacencia y confianza. Si algo aprendieron de esa guerra todos los adversarios de EEUU, incluido China y los de carácter no estatal, fue, precisamente, cómo no había que combatir con EEUU.

Los felices años noventa de EEUU y la Europa comunitaria contrastan profundamente con las percepciones del mismo periodo en Rusia y China. Washington, bajo la presidencia de Bill Clinton, se apresta a promover la globalización comercial, financiera y, de forma destacada, de la información con la expansión de internet. En el clima optimista de la época se asumía que la revolución de las telecomunicaciones llevaría aparejada la difusión de valores liberales. A escalas regionales, la tendencia también era hacia la integración, con la Unión Europea como ejemplo paradigmático. La deslocalización en China de buena parte de la producción industrial occidental desempeñaba un papel clave en los planes de desarrollo de Pekín y reforzaba la percepción foránea de que ese proceso conduciría de forma natural a una mayor apertura política. El ingreso de China en la Organización Mundial del Comercio en diciembre de 2001 no hizo sino reafirmar esa visión optimista.

 

«La infiltración y manipulación de los ecosistemas mediáticos y políticos del adversario son hoy instrumentos decisivos para alcanzar fines estratégicos»

 

Pero para la dirigencia comunista china la modernización era un medio para garantizar la supervivencia de su régimen político y poner a la República Popular a la altura de las grandes potencias occidentales. De la guerra del Golfo, Pekín había extraído lecciones inquietantes sobre su retraso tecnológico y militar. La tercera crisis del estrecho de Taiwán en marzo de 1996 y el bombardeo –accidental según Washington, deliberado según Pekín– de la embajada china en Belgrado el 7 de mayo de 1999 por un avión B-2 de EEUU, en el marco de la intervención de la OTAN en el conflicto de Kosovo, actuaron como crudo recordatorio para China. Dos acontecimientos apenas recordados hoy en Occidente, pero muy presentes aún en la mente de los dirigentes y estrategas chinos, en clave de humillación nacional y de determinación por incrementar masivamente sus capacidades militares.

La crisis de Kosovo –casi simultánea a la primera ampliación de la OTAN– representa también un punto de inflexión desde la óptica de Moscú. El entonces primer ministro, y antes ministro de Asuntos Exteriores, Yevgueni Primakov, concibe, entre otras, la idea del triángulo estratégico Rusia-India-China como contrapeso a la hegemonía estadounidense y pilar de un futuro orden multipolar. Así, tras décadas de tensiones fronterizas e ideológicas, Moscú apostará por profundizar su relación con Pekín construyendo un nuevo marco. Asia Central, al contrario de lo que se suele creer, ha actuado como plataforma destacada de la convergencia sino-rusa desde la firma de los tratados de creación de confianza militar en 1996 y 1997. Esos acuerdos son el origen de la Organización de Cooperación de Shanghái, creada en junio de 2001, primer foro de apariencia –más que de espíritu– multilateral impulsado por China y que ha servido de aprendizaje para ulteriores iniciativas como la Franja y la Ruta.

 

De la ‘guerra contra el terror’ a las revoluciones de colores

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EEUU pusieron a Afganistán de nuevo en el centro de la agenda internacional. Al igual que EEUU, Rusia y China concebían el terrorismo como una amenaza compartida, pero recelaban profundamente del despliegue militar estadounidense en lo que ambos consideran su retaguardia estratégica. Para Moscú, Europa era ya su frente prioritario, como para Pekín lo era el océano Pacífico y progresivamente el Índico. Rusia y China temían pues que la “guerra contra el terror” sirviera como excusa para enraizar la presencia estadounidense en Asia Central, alterando así el equilibrio en el corazón continental. Además de las bases en Afganistán, Washington llegó a contar con la de Karshi-Janabad, en Uzbekistán, hasta octubre de 2005, y la de Manas, en Kirguistán, hasta junio de 2014. La posterior invasión de Irak en marzo de 2003 y, sobre todo, el ciclo de las revoluciones de colores acelerarán y profundizarán el acercamiento sino-ruso.

El concepto de “revolución de color” hace referencia inicialmente a las protestas populares que llevaron a la sucesiva caída de regímenes en Serbia (octubre de 2000), Georgia (noviembre de 2003), Ucrania (noviembre de 2004) y Kirguistán (marzo de 2005). Se trató de movimientos, en general, recibidos con simpatía por los grandes medios occidentales como la continuación natural del final de las dictaduras comunistas en Europa Central a mediados de los años ochenta. El papel muy visible, pero superficial, de ONG respaldadas por fundaciones conectadas con los dos grandes partidos estadounidenses dio pie a teorías conspirativas desde Moscú y otras capitales del espacio ­euroasiático. Desde su perspectiva, cualquier movilización ciudadana al margen del poder carece de toda legitimidad y lo que se estaba produciendo no era sino una injerencia occidental encubierta: auténticos golpes de Estado inducidos con fines geopolíticos para subvertir regímenes afines a Rusia.

Rusia atraerá progresivamente a China a este marco conceptual en el que la infiltración y la manipulación de los ecosistemas mediático y político del adversario son un instrumento decisivo para alcanzar fines estratégicos, en un entorno donde la frontera entre la guerra y la paz resulta cada vez más difusa. Ese será el filtro por el que verán las protestas o disturbios en Tíbet (marzo de 2008), Irán (junio de 2009), Xinjiang (julio de 2009), las primaveras árabes (2010-12), Rusia (2011-12 y 2019), Hong Kong (2014 y 2019), Ucrania (2014), Venezuela (2014, 2017 y 2019-20), Bielorrusia (2020-21) o Cuba (2021).

Esta visión permeará obsesivamente la diplomacia de Pekín y Moscú y la actividad de los medios de comunicación estatales de Rusia, China, Irán o Venezuela orientados a las audiencias internacionales. Es decir, la visión y narrativas con las que RT (antigua Russia Today), Sputnik, Redfish, CGTN, HispanTV, TeleSur, etcétera, inundarán las redes sociales de Europa y las Américas. Y tanto Rusia como China llegarán a la conclusión de que, precisamente, la globalización de la información y de las comunicaciones les permite invertir la dinámica. Con su interferencia en las elecciones de EEUU de noviembre de 2016, en palabras de un conocido e influyente analista ruso, Rusia daba a probar a EEUU su “propia medicina”.

Evidentemente, los contornos del poder ruso y chino son muy diferentes. China, cada vez más convencida de sus capacidades y de la superioridad de su modelo para proveer prosperidad y bienestar material a sus ciudadanos, presenta su ascenso como el preludio de un nuevo tipo de relaciones internacionales y de un mundo más prometedor para las emergentes clases medias de Asia, África y América Latina, a las que dirige crecientemente su mensaje y grandes narrativas. De igual forma, la capacidad de aglutinar y coordinar esfuerzos del poder incisivo chino desborda los marcos conceptuales occidentales. Rusia está menos equipada económica, social y tecnológicamente que China para hacer frente al entorno complejo que plantea un mundo híperconectado –y no digamos moldearlo–, pero su capacidad disruptiva es muy notable. Rusia es capaz, por ejemplo, de alimentar e instrumentalizar simultáneamente el extremismo blanco y el delirio woke en EEUU. Rusia y China, pues, se complementan y, cooperando, multiplican su impacto.

 

Cambio de era: democracias frente a dictaduras

El deseo compartido de poner fin a la hegemonía de EEUU seguirá siendo el principal combustible para la convergencia estratégica de Rusia y China y prevalecerá sobre otras consideraciones. No se trata de una alianza formal y subsisten, particularmente del lado ruso, suspicacias mutuas en el largo plazo, por eso se ha popularizado la fórmula de eje o matrimonio de conveniencia para describir su relación. Fórmula que, no obstante, puede conducir a equívoco en Occidente: las uniones de conveniencia pueden ser tan o más sólidas, exitosas y duraderas que cualquier otra. La dimensión militar que incluye cooperación en ámbitos estratégicos y maniobras conjuntas cada vez más complejas y con mayor carga geopolítica ofrece un buen indicador de la solidez del vínculo bilateral sino-ruso.

Asimismo, conviene tener muy presente que, además de intereses tangibles, Moscú y Pekín comparten algunas percepciones y convicciones profundas. Por un lado, un sentimiento similar de haber sido humillados por Occidente. China –adoptando una perspectiva de más largo plazo– entiende que con su ascenso actual se resarce del “Siglo de Humillación”. Rusia caracteriza la posguerra fría como un periodo de agresión y humillación que solo ahora empieza a revertir por medio de sus acciones militares abiertas y encubiertas. Acaso más relevante, ambos comparten la convicción de que el mundo afronta un periodo de cambio histórico profundo ante el que el declive, o incluso la autodestrucción acelerada, de las democracias occidentales podría resultar inevitable y con ello la hegemonía de EEUU y su capacidad de proyectar poder globalmente. Así, aunque Rusia y China afrontan este periodo con inquietud y muchas cautelas, la confianza y la iniciativa de los años noventa han pasado al bando de las dictaduras.

EEUU es consciente, por un lado, de que la superioridad militar alcanzada durante la guerra de Irak de 1991 ha quedado reducida, cuando no anulada, en ámbitos críticos y que la irrupción de tecnologías disruptivas genera un contexto mucho más complejo, incierto y plagado de nuevas vulnerabilidades. Por otro, Rusia y China han dado con la fórmula para amenazar la integridad de las democracias desde dentro operando por debajo de su umbral de detección, de comprensión o de respuesta. Las sociedades abiertas comparten diagnóstico, pero no han encontrado aún el remedio para hacer frente a la amenaza estratégica que representa el poder incisivo de Rusia y China. De ahí que la administración de Biden –concentrada en recoser la sociedad estadounidense– haya lanzado una primera propuesta para una alianza de democracias.

Los años veinte se presentan plagados de incertidumbres, volatilidad y riesgos geopolíticos de todo tipo. Conviene no perder de vista que si las democracias liberales y proyectos como la UE actúan exclusivamente de forma reactiva y a la defensiva, podrían no prevalecer o incluso sucumbir en este entorno darwiniano de competición sin reglas y rivalidad estratégica entre grandes potencias. ●