Desde su existencia como Estado independiente, Estados Unidos ha tenido una tradición aislacionista –que no ha impedido el intervencionismo–, rota por períodos expansionistas cuyos resultados abocaron a nuevas épocas de repliegue. Los primeros fueron más frecuentes, a excepción de los veinte años post Guerra Fría. En esos momentos, desde 1991, EEUU siente su responsabilidad como única potencia en el sistema internacional, tras la caída de la Unión Soviética.
Percibiéndose ganadores de la no-confrontación bélica, consideran imperativo extender sus valores y modelo por el mundo, con consecuencias desiguales. Tras ese excepcional “momento unipolar” que comienza a verse contestado a partir de la crisis económico-financiera de 2008, el sistema internacional evoluciona a su estado casi natural, que es el de la confrontación entre las grandes potencias. En esta línea se inscribe la aproximación de Donald Trump a la política exterior, desde un aislacionismo nacionalista reflejado en su lema de America First, curiosamente utilizado por vez primera por el presidente Woodrow Wilson, impulsor del liberalismo internacionalista, y el Make America Great Again.
Esta tradicional posición de Estados Unidos parte de la autopercepción del país como excepcional por su origen democrático, moralmente elevado sobre las demás potencias, y con un destino manifiesto de liderazgo benigno de la sociedad internacional. Esta posición lleva al rechazo de los grandes tratados multilaterales, alianzas u organismos internacionales si no sirven directamente a sus intereses nacionales. Un aislacionismo que no significa no-intervención si ésta es considerada esencial para garantizar la hegemonía de Estados Unidos.
La retirada de Estados Unidos de la Asociación Transpacífica, de los acuerdos sobre cambio climático, del acuerdo nuclear con Irán, o el bloqueo del funcionamiento de la Organización Mundial del Comercio y de buen número de agencias de la ONU decidida por Trump en su primer mandato (2016-2020), son un ejemplo de aislacionismo. El despliegue diplomático en Oriente Medio buscando un reconocimiento de Israel por países árabes a través de los acuerdos de Abraham, las duras respuestas contra Irán, contra el ISIS en Siria, o las dictaduras de izquierdas en Centroamérica y en América del Sur, prueban el intervencionismo que podríamos calificar de “finalista”, pues ha buscado consolidar nuevos aliados frente a China, su principal competidor en la disputa por la hegemonía mundial.
Esta evolución política ha tenido repercusiones en la Unión Europea, organización basada en el multilateralismo, tanto como condición de funcionamiento interno, como exterior en sus relaciones con terceros. La UE no puede aspirar a ser potencia mundial si no es sobre la base firme de un multilateralismo activo que le permita mantener compromisos internacionales en los más variados campos. La negativa de la primera administración Trump a la firma con la UE de la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversiones (TTIP), y el desprecio controlado a la OTAN vienen marcando desde entonces los dos ejes de una relación cuya estructura se resquebraja.
Esos dos ejes son la relación comercial y la alianza defensiva, tradicionalmente separados pero que la Casa Blanca ha decidido interrelacionar, considerando que lo que Europa presuntamente gana en su relación comercial con Washington, debe pagarlo para compensar la seguridad que ha recibido del aliado americano durante décadas.
¿Elemento catalizador?
El aislacionismo nacionalista, que descarta la acción exterior que no reporte claros beneficios a los intereses principalmente económicos de Estados Unidos, ha cuestionado el papel de la OTAN y ha puesto en evidencia el estado embrionario de una política europea, la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) que, sin embargo, ya comenzó a gestarse desde 1999 y a principios de siglo XXI.
Centraremos el análisis en las repercusiones del repliegue americano sobre la actual PCSD de la UE, respondiendo a la pregunta de si puede ser el catalizador definitivo de la misma. Como ha señalado Nicoletta Pirozzi (Istituto Affari Internazionali), la situación actual ha colocado a Europa en una posición sin precedentes, en la que la cooperación con sus aliados ya no puede darse por sentada, mientras que la competencia con sus adversarios se ha endurecido.
En efecto, la garantía de seguridad que la OTAN ha supuesto durante más de siete décadas para los países europeos no puede darse por sentada. Con independencia del resultado de la Cumbre Atlántica en La Haya (24 de junio 2025). Los europeos han perdido la confianza ciega en la efectiva disuasión gracias al paraguas nuclear americano.
Como consecuencia inmediata de esta percepción, y pese a que muchos mantienen la esperanza en que Estados Unidos garantice su defensa, por la vía OTAN o por medio de acuerdos bilaterales, las expectativas sobre la renqueante PCSD parecen aumentar de forma proporcional a las dudas generadas desde Washington. De esta manera cristaliza el término fetiche de autonomía estratégica de la UE y se vuelve a dar impulso a la PCSD bajo la presión de la guerra en Ucrania y del acceso a la presidencia de Estados Unidos de Trump.
Autonomía
La apuesta por la autonomía estratégica, “soberanía estratégica” para el presidente Emmanuel Macron, queda plasmada en la Estrategia Global de la UE (EUGS) de 2016; documento que respondía a un entorno internacional incierto, tras la crisis migratoria procedente de los flujos masivos desde Siria y Libia, generados por la torpeza estratégica de varios Estados miembros, la salida del Reino Unido de la UE (Brexit) y la anexión de Crimea a la Federación Rusa tras la crisis del Euromaidán en Ucrania. La autonomía estratégica pretende ser una respuesta pragmática de la política exterior europea sin abandonar sus principios (principled pragmatism) y asociada al multilateralismo y al orden internacional basado en reglas.
Será el Plan de Implementación en materia de Seguridad y Defensa (PISD), aprobado poco después en 2016, el que definirá la autonomía estratégica como “la capacidad de actuar y cooperar con socios internacionales y regionales siempre que sea posible, y al mismo tiempo operar de forma autónoma cuando y donde sea necesario”. En esta línea, la Comisión Europea liderada por Ursula von der Leyen (diciembre 2019), con Josep Borrell como Alto Representante de la UE para la Política Exterior y de Seguridad, proclamó desde el principio de su mandato la voluntad de proyectarse como una “Comisión Geopolítica”, y “hablar el lenguaje del poder”, puesto que el orden internacional liberal ya no podía darse por sentado.
La autonomía estratégica, concepto no definido con nitidez, es ansiada como fórmula de tener una voz única como actor geopolítico… hasta que se ha de trabajar por ella. Casi desde su misma inclusión en el EUGS, la autonomía estratégica se reveló como una aspiración idealista, quizá a largo plazo, y difícilmente realizable por falta de recursos materiales y financieros para ello, y falta de voluntad política por parte de los responsables de hacerla realidad. Las necesarias capacidades defensivas, militares, civiles o de doble uso, los recursos humanos precisos y el coste de todo ello convirtieron en poco atractiva la autonomía estratégica europea, teniendo el cómodo expediente de seguir dependiendo de la OTAN para la seguridad europea, aunque ello fuera a costa de un seguidismo de las políticas o intervenciones militares estadounidenses, como la invasión y el derrocamiento de régimen en Afganistán o en Irak. No obstante, en 2022, un nuevo documento estratégico de la UE, la Brújula Estratégica, insistía con nuevos bríos en la autonomía estratégica, vista la deriva del primer mandato de Trump, el continuismo de esta política por Joe Biden –aunque más moderado en las formas– y la posible vuelta del primero a la presidencia.
La Brújula Estratégica
Si analizamos el contenido de la Brújula Estratégica, inmediatamente se perciben las carencias para dotar a la UE de una voz única exterior, aunque quiera dotar de mayor coherencia a su acción en seguridad y defensa. El documento pretende identificar las amenazas a la seguridad europea, especificar metas claras y determinadas, y los medios para alcanzarlas. Sin embargo, las amenazas son una suma de las percibidas por los diferentes Estados miembros, no amenazas compartidas por todos ellos, y no se establece una prioridad entre ellas. Por otro lado, los medios para alcanzar los objetivos de autonomía estratégica son claramente deficitarios pues lo que prevé, vista la nula utilización de los battlegroups, es una Fuerza de Reacción Rápida de 5.000 hombres con sus correspondientes apoyos, además sin avanzar fechas para su plena operatividad.
La cuestión no es solo lo exiguo de esta fuerza para tener poder en un entorno internacional hostil, sino la falta de estrategia para su utilización. Es decir, no se determina para hacer frente a qué amenaza se constituye esa fuerza, en qué lugar será utilizable y bajo qué condiciones, su eventual proyección a gran distancia, o el entorno operativo en el que resultaría idónea. Es fácilmente comprensible que no es lo mismo una fuerza para garantizar un alto el fuego en un país africano, que separar a contendientes en un conflicto territorial en el Cáucaso, o garantizar la seguridad en un proceso electoral. La prueba del escaso avance de esta propuesta es que la UE ya contaba con un headline goal 2003 (objetivo de capacidades militares), que preveía que, en esa fecha, la Unión contaría con una fuerza de despliegue rápido de entre 50.000 y 60.000 efectivos, desplegables en 60 días y mantenibles durante un año sobre el terreno.
A éste siguió un nuevo headline goal 2010, y sus correspondientes objetivos civiles de capacidades. Si dos décadas después del primero la Unión estima que su objetivo de capacidades es esa fuerza de 5.000 efectivos, parece claro que, al menos el nivel de las ambiciones de la UE, ha disminuido. Otro dato revelador de la falta de compromiso hacia la autonomía estratégica es que las misiones de la UE cada vez son menos exigentes, hay más misiones civiles, y las militares suelen tener un carácter no ejecutivo. Esto, a su vez, denota que no hay esfuerzo por un elevado objetivo de capacidades, pero tampoco la voluntad política de desplegar misiones militares ejecutivas que conlleven un mayor riesgo y necesidad del uso de la fuerza.
El segundo mandato de Trump y su actitud desdeñosa hacia la OTAN y los socios europeos de la misma, consolida la necesidad de reforzar la autonomía estratégica europea. Al mismo tiempo vuelve a poner el concepto en el frontispicio de los esfuerzos europeos por dotarse de capacidades creíbles para hacer frente a las amenazas a la seguridad de la Unión, y replantea la relación transatlántica.
La OTAN y su futuro incierto
La apuesta, bastante opacada hoy en día sobre la autonomía estratégica de la UE o, dicho de otro modo, su capacidad de defenderse por sí misma o apoyar causas internacionales, está estrechamente vinculada a la polémica sobre el futuro de la OTAN con o sin EEUU. El cambio de contexto internacional y su paso a un sistema de competición o lucha por el poder, lleva a cuestionar una alianza que surgió en la Guerra Fría para defender a Europa occidental de la amenaza del comunismo procedente de la Unión Soviética. Si seguimos la teoría de las alianzas (S. Walt, 1997), éstas surgen cuando una amenaza es mutuamente percibida, y se mantienen en tanto dicha amenaza se prolonga en el tiempo. Una vez desaparecida, la alianza carece de sentido y solo se mantendrá si el balance coste/beneficio que obtienen sus miembros es positivo.
«Aunque se quiera dotar de mayor coherencia en seguridad y defensa a Europa, hay problemas para que la UE tenga una voz única exterior»
Siguiendo este razonamiento y desaparecida la amenaza por la que se creó, la OTAN podría desaparecer, o mantenerse con ciertos requisitos. Pese a las declaraciones desde la presidencia de EEUU, no parece que la disolución sea el desenlace inmediato, aunque, en apariencia, el coste que supone la Organización para Washington es mayor que su beneficio, y Europa ya no es prioridad para el líder mundial. En este escenario, se plantean dos posibilidades, que la Alianza siga como alianza militar bajo el liderazgo de Estados Unidos, o que continúe sin su liderazgo ni participación, o reduciendo sus compromisos.
En el primer caso, la situación no difería sensiblemente de la actual: Washington marcaría la pauta estratégica a seguir por todos los miembros. Los países europeos intentaríamos asegurar la disuasión nuclear de Estados Unidos, aunque habría que ganar el derecho a la legítima defensa colectiva. Si bien hasta ahora se ha interpretado que todo miembro de la Alianza ayudará a quien haya sufrido un ataque armado, son numerosas las declaraciones desde la Casa Blanca de defender tan solo a aquellos aliados que cumplan con sus compromisos de gasto en defensa. Aquí residiría la primera diferencia con la situación que conocemos hasta hoy.
Con esta misma filosofía, los aliados europeos se verían compelidos a abastecerse de material de defensa en el mercado estadounidense, evitando así las duplicidades y el decoupling. En el caso de continuidad de la OTAN sin presencia o con presencia reducida de EEUU, los países europeos y Canadá deberían hacer uso de sus propias capacidades, o de las de Estados Unidos, mediando un acuerdo y pago para ello. La capacidad de disuasión sería más limitada, quedando solo Reino Unido y Francia como potencias nucleares en la Alianza, vistas con recelos históricos por otros aliados. Finalmente, se haría palpable la falta de algunas capacidades esenciales (logísticas, drones, munición, inteligencia, movilidad, apoyo al despliegue…) que solo EEUU proporciona.
¿Desaparición de la OTAN?
La desaparición de la OTAN por retirada de EEUU conduciría a la búsqueda de nuevas alianzas o de coaliciones ad hoc, privando así a los aliados de la estructura de mando y control atlánticos, doctrina y organización en general. Esto podría acelerar la conclusión de acuerdos bilaterales de defensa entre EEUU y los principales países europeos de la Alianza, al tiempo que la UE se vería abocada a agilizar las fórmulas internas de desarrollo diferenciado utilizando la PESCO –que debería reinterpretarse con esta finalidad–, o las posibilidades de que el Consejo designe a un grupo de Estados capacitados para ello en misiones concretas. De esta forma se podrían evitar los inconvenientes derivados de la exigencia de la unanimidad para la adopción de decisiones PCSD. De facto, los efectos serían similares a los de la segunda hipótesis, continuidad de la OTAN sin participación o con participación limitada de Estados Unidos.
Cualesquiera que sean los pasos inmediatos, parece inexorable el fin de la protección americana en Europa. Incluso de la posibilidad de reforzar el pilar europeo de la OTAN, que hace unos meses veíamos viable. Pero no puede descartarse por completo la desaparición de la OTAN si no sirve ya a los intereses de EEUU. Como prueba de ello, basta recordar la propuesta del presidente Trump de dejar el Comando supremo aliado de la Alianza.
Quedaría así la UE como único foro para la defensa de Europa. ¿Es realmente una alternativa? Aunque esto reforzaría por obligación la autonomía estratégica y, por tanto, la no dependencia de una potencia extranjera, los obstáculos para ello son de envergadura dada la clara insuficiencia de orientación política unívoca, de capacidades, de mando unificado, de estrategia y las desconfianzas mutuas.
Libro blanco de la defensa europea
La presentación del Libro Blanco para la Defensa Europea 2030 (19 de marzo de 2025) plantea numerosos interrogantes y cuestiona algunas de las líneas de actuación presentes de la UE como la PESCO o la nunca utilizada cooperación reforzada en PESC. ¿Puede el Libro Blanco reorientar a la UE y reactivar de forma efectiva su política común de seguridad y defensa?
Lo primero que hay que precisar es que el Libro Blanco no es más que un documento de la Comisión Europea quien, en buena medida, se inmiscuye en una competencia exclusiva de los Estados miembros, como es la defensa. Solamente el ámbito de la industria europea de defensa cae dentro de la competencia del comisario Andrius Kubilius, el resto del contenido del Libro Blanco, no. Dicho esto, y reconociendo el acierto de potenciar la industria europea de defensa, cabe formular una serie de observaciones críticas sobre su contenido.
En primer lugar, la readiness 2030 es materialmente imposible. Las capacidades críticas de las que carecen los países europeos son conocidas desde hace tiempo y apenas se ha hecho nada por paliarlas en estos años. Además, el envío masivo de munición y misiles a Ucrania ha dejado absolutamente mermada la capacidad de los ejércitos europeos. Generar una capacidad militar no es posible en cuatro años. Requiere de un período más prolongado, desde la incubación de la innovación tecnológica, hasta su materialización, con diferentes ensayos y normalmente insuficiencias presupuestarias que llevan a su ralentización. Podemos pensar en más de diez años para los grandes sistemas de armas. En cuanto a la munición, la guerra en Ucrania ha demostrado que la industria europea no es capaz de producirla al ritmo necesario.
En segundo lugar, un documento para la defensa europea no puede tener como punto destacado desarrollar la industria europea de defensa para ayudar a Ucrania. Es simplemente un propósito desfasado si tenemos en cuenta que Ucrania y Rusia negocian bajo impulso de EEUU un acuerdo de paz. Pero, sobre todo, el refuerzo de la industria europea ha de tener como prioridad dotar a los Estados miembros de las capacidades de las que carecen, para ellos mismos.
En tercer lugar, el propósito de gastar mejor y juntos, obliga a reconocer que no hay capacidades europeas de la categoría y en la cantidad que necesita Europa. Tampoco las habrá en 2030, porque es un plazo insuficiente y porque, por el momento, los Estados miembros de la UE no tienen una posición consensuada sobre quién las construirá, si se hará conjuntamente o en clave nacional. Por otra parte, la exigencia de “comprar europeo” ignora que los Estados tienen libertad para abastecerse en otros mercados, incluso algunos lo prefieren abiertamente.
Una industria fuerte
En cuarto lugar, establecer una industria europea de defensa fuerte e innovadora es un objetivo loable pero poco realista a corto plazo. Por un lado, porque los países con industria de defensa aplauden la iniciativa pensando en ganar en términos nacionales, no para convertirse en parte de un engranaje industrial europeo que no se sabe quién controlaría. Y, por otro, porque los Estados son libres de adquirir sus capacidades donde deseen. Se desconocen medidas concretas para evitar la duplicidad y atomización de las industrias de defensa en Europa. Iniciativas como la PESCO, el Fondo Europeo de Defensa o la Revisión Anual Coordinada de la Defensa (CARD) han sido insuficientes para impulsar la base industrial europea.
En quinto lugar, hay otra observación crítica, como es el ofrecimiento desesperado a un Estado, Reino Unido, para liderar junto a Francia, la UE de la defensa –aunque se limite a la industria de defensa–. Esto no puede suscitar más que recelos teniendo en cuenta que hablamos del país que abandonó la UE tras décadas de obstaculizar la PCSD, y sus estructuras.
En sexto lugar, el propósito de lograr la disuasión a través de innovaciones disruptivas sería un maravilloso objetivo si la UE no hubiera perdido la vanguardia de la innovación desde hace dos décadas. En este campo, la recuperación llevará largo tiempo y exigirá primero inversiones en investigación base antes de desarrollar la investigación aplicada al ámbito de defensa. En este terreno se aprecia claramente la dependencia de la UE y de sus Estados miembros respecto de EEUU, país que proporciona un 50% de equipos y capacidades esenciales para las misiones europeas y nacionales, tales como las municiones de precisión guiadas, el reabastecimiento en vuelo, comando y control, ciberseguridad, o inteligencia, vigilancia y reconocimiento.
Aunque el Plan Rearm Europe-Readiness 2030 en desarrollo del Libro Blanco prevea 800.000 millones de euros para desarrollar las capacidades de las que se carece, tampoco esta vía va a ser la panacea para colmar la brecha tecnológica.
Las opciones de financiación del Libro Blanco son para rearmar a Europa, no para el avance tecnológico, se basan en el porcentaje que deben poner los Estados miembros en su defensa. El incremento de sus presupuestos de defensa hasta el 3-5% habrá de proporcionar 650.000 millones. Los 150.000 millones de euros restantes adoptarán la forma de préstamos de la Unión a los Estados miembros, sin que quede clara la clave de reparto (solo para los Estados que tienen industria de defensa, en función de lo que aumenten su presupuesto de defensa, etc.). La cláusula de escape, que permite a los Estados saltarse la disciplina presupuestaria de déficit y endeudamiento establecida por la propia UE es un regalo envenenado que puede dañar la estabilidad económica de los países europeos y de la zona euro en su conjunto. No queda clara la finalidad del instrumento SAFE (Security Action for Europe), ni de las aportaciones eventuales del Banco Europeo de Inversiones. Tampoco queda claro que la Comisión vaya a resultar sensible a las inversiones destinadas a afrontar las acuciantes amenazas a la seguridad europea en el Sur, que exigen capacidades e instrumentos diferentes a los de la disuasión militar clásica.
Finalmente, aunque pudiéramos contar con la simplificación de la actual legislación, necesidad puesta de relieve por los informes Draghi y Letta, por sí misma, esa simplificación no podría generar la I+D necesaria para crear el equipamiento de defensa y sistemas de armas requeridos.
Cuestiones para el debate
Tras este rápido repaso al panorama de la defensa europea ante el repliegue de Estados Unidos, pueden proponerse algunas pautas de acción.
1.– El objetivo de cualquier refuerzo de la industria europea de defensa ha de ser Europa, los miembros de la UE, Europa First.
2.– Se debe impulsar el desarrollo tecnológico más competitivo y al nivel más elevado, reduciendo gastos no imprescindibles; solamente si el producto es competitivo, será factible gastar el 3-5% de las compras de material de defensa en material europeo. Sin desarrollo tecnológico no hay industria europea de defensa fuerte, ni autonomía estratégica.
3.– Todo gasto en defensa sobre la base del Libro Blanco será estéril si no tenemos los recursos humanos suficientes para el manejo de esas capacidades y, sobre todo, será baldío si la UE no se dota de una estrategia de defensa y desarrolla una política exterior común, requisito sine qua non para orientar el rumbo de la política de seguridad y defensa. Algo difícil en la situación de disonancia cognitiva en la que se encuentra la UE en estos momentos.
Junto a estas cuestiones, otras de mayor calado quedan en el aire. La principal es si cabe la defensa colectiva en la UE con el Tratado actual (artículo 47.2). Parece darse por sentado al afirmar que cabría que la Unión sustituyera a la OTAN en la defensa de Europa. Sin embargo, a día de hoy, la Política Común de Seguridad y Defensa es parte de la Política Exterior Común y, como tal, solo puede desarrollarse fuera del territorio de la UE.
Otro asunto sería si existe una identidad europea que defender. En todo caso, el debate queda planteado.
