POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 27

‘Coupe de grâce’: el fin de la Unión Soviética

Lo que ha ocurrido en la Unión Soviética es revolucionario en el sentido de que, igual que en Francia en 1789 y en Rusia en 1917, la capa superior del viejo orden ha sido eliminada.
Michael Mandelbaum
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El 24 de agosto de 1991, tres días después del fracaso de la intentona de golpe de Estado llevada a cabo por un grupo de altos funcionarios soviéticos en Moscú, el mariscal Serguéi Ajroméiev se dio muerte en su oficina del Kremlin. El consejero especial sobre asuntos militares de Mijail Gorbachov dejó una carta de suicida: “Todo aquello por lo que he trabajado está siendo destruido”.

Ajroméiev había consagrado su vida a tres instituciones: el ejército soviético, a cuyo servicio fue herido en 1941 en Leningrado y a través de cuyas filas había ascendido hasta la posición de jefe del Alto Estado Mayor (1984-1988); el Partido Comunista, al que se afilió a los veinte años y en cuyo Comité Central sirvió desde 1983; y la propia Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, fundada oficialmente un año antes de su nacimiento en 1923. Tras el fracasado golpe, las tres se estaban desintegrando.

Las Fuerzas Armadas estaban divididas y deshonradas. Unidades enteras se habían negado a tomar parte en el golpe. Buen número de los soldados enviados para rodear el edificio del Parlamento ruso –donde se había reunido una multitud que al final llegaba a las cien mil personas para defender al presidente ruso, Boris Yeltsin, y a su Gobierno– se habían pasado al lado de Yeltsin. Después del fracaso del golpe, el ministro de Defensa, Dmitri Yázov, y el viceministro, Valentín Varennikov, fueron detenidos. Yevgueni I. Shaposhnikov, el recién nombrado ministro, anunció que el ochenta por cien de los oficiales del ejército serían sustituidos porque eran políticamente sospechosos.

El Partido Comunista estaba destrozado. En medio de las aclamaciones de multitudes jubilosas, las estatuas de los héroes comunistas caían por tierra en todo Moscú. Gorbachov, poco después de regresar de sus peripecias de Crimea, dimitió como jefe del partido, disolvió el Comité Central, ordenó que cesaran las actividades del partido en el ámbito militar, el aparato de seguridad y el Gobierno y comunicó a las organizaciones locales del partido que tendrían que arreglárselas por sí mismas.

La propia unión de quince repúblicas se estaba disolviendo. En Moscú, la gente comenzaba a hacer ondear la bandera azul, blanca y roja de la Rusia prerrevolucionaria. Las repúblicas competían por declarar su independencia, llegando el Parlamento ucranio a votar en favor de la independencia total por 321 contra uno. Durante setenta y cinco años la vasta extensión de Eurasia que constituía la Unión Soviética había sido controlada estrechamente, a menudo brutalmente, desde Moscú, que había llegado a ser conocido como “el centro”. El presidente de Armenia, Levon Ter-Petrossian, declaró: “el centro se ha suicidado”.

 

II

 

Se podía haber esperado que el centro tuviera éxito. Entre los miembros de la junta de ocho hombres que el 19 de agosto anunciaba que asumía el poder, proclamaba el estado de emergencia, prohibía las manifestaciones, cerraba periódicos y proscribía los partidos políticos, figuraban los jefes de las instituciones más poderosas de la Unión Soviética: el Gobierno, el aparato de seguridad y el complejo militar-industrial. Sin embargo, fracasaron totalmente. Dos episodios de menor alcance ocurridos durante los tres dramáticos días del 19 al 21 de agosto ilustran las razones de su fracaso.

El 20 de agosto, Yeltsin envió a París a su ministro de Asuntos Exteriores, Andrei Kozirev, a preparar el terreno para crear un Gobierno en el exilio si ello se hacía necesario. La junta se enteró del viaje y ordenó al aeropuerto moscovita de Sheremiétievo que detuviera a Kozirev. Este consiguió, sin embargo salir porque la orden de detenerle llegó a la sala de altas personalidades del aeropuerto, mientras que Kozirev se hallaba sencillamente entre las filas de salida de los pasajeros ordinarios. Al parecer, no se les ocurrió a los conspiradores que un alto funcionario dejara de aprovechar el privilegio de que disponía.

En pocas palabras, los hombres que desencadenaron el golpe eran incompetentes. No enviaron soldados y tanques a las calles de Moscú hasta seis horas después de declarar el estado de emergencia. Descuidaron la captura inmediata de Yeltsin, con lo que hicieron posible que se convirtiera en el punto focal de resistencia. No consiguieron cortar las comunicaciones del Parlamento ruso con el resto del mundo.

“No fue accidente”, para utilizar una frase familiar bajo el antiguo régimen, que los conspiradores del golpe fracasaran de modo tan lamentable. Las personas que se hallaban en la cumbre del sistema comunista no eran las mejores ni las más brillantes de la sociedad que gobernaban. Ese sistema no estimulaba ni recompensaba la iniciativa, la imaginación o la decisión. Valoraba, en vez de ello, una obtusa conformidad y una obediencia servil a la autoridad. Luego se supo que varios miembros de la junta estuvieron borrachos la mayor parte de las 72 horas del golpe.

El otro episodio característico ocurrió la tarde del lunes 19 de agosto, primer día del golpe. La junta convocó una conferencia de prensa. Guennadi Yanaev, el vicepresidente que había asumido los poderes de Gorbachov, porque, dijo, el presidente estaba “enfermo”, hizo una declaración y respondió a preguntas. Un periodista preguntó si se había procurado “alguna sugerencia o consejo del general Pinochet”. La pregunta provocó risas. Tenía la intención de ser sarcástica y despectiva, al asociar a los conspiradores con el dictador derechista chileno que derribó al presidente marxista, Salvador Allende, en 1974 y que por ello había sido sistemáticamente vilipendiado por la propaganda soviética.

Las circunstancias, la pregunta y la respuesta fueron todas reveladoras. Cuando Lenin tomó el poder en Petrogrado en 1917 no consideró necesario convocar una conferencia de prensa para explicar y justificar lo que había hecho. Tampoco tuvieron sus sucesores la costumbre de tomar en consideración las preguntas de la prensa. Y cuando exponían en público su pensamiento, nadie había osado jamás burlarse de ellos. En los tiempos de Stalin, no aplaudir vigorosamente al jefe era motivo para ser enviado a prisión… o algo peor.

Desde los tiempos de Stalin, sin embargo, las cosas habían cambiado. La Unión Soviética en la que Yanaev estaba intentando hacerse con el poder era un país muy distinto de aquel en que Lenin y Stalin, y hasta Jruschov e incluso Breznev, habían gobernado4. Tan diferente era, en realidad, que cada una de las tres grandes instituciones a las que el mariscal Ajroméiev había dedicado su vida se hallaba en un avanzado estado de decadencia el 19 de agosto.

Mucho antes de que se rebelara contra las órdenes de la junta, el ejército había quedado gravemente vulnerado. En 1988 se había retirado de Afganistán, después de nueve años y. 15.000 muertos, sin haber pacificado el país. Al año siguiente, las revoluciones de Polonia, Hungría, Alemania oriental y Checoslovaquia habían puesto fin a la guerra fría, con lo que privaron a las Fuerzas Armadas soviéticas de lo que durante cuatro decenios había sido su misión principal. Los soldados estacionados en aquellos países tenían que abandonarlos; muchos no tenían hogares a los que regresar.

La deserción entre el reclutamiento se hizo desenfrenada, especialmente fuera de Rusia. El ejército estaba dividido políticamente por graduaciones, edades, religiones y grupos étnicos. Los oficiales inferiores comenzaban a criticar a sus superiores, algunos resultaron elegidos para los Parlamentos de la unión y de las repúblicas, donde expresaban puntos de vista discrepantes sobre cuestiones militares. La jefatura política se comprometió a efectuar importantes reducciones de los gastos militares, y se pusieron en circulación propuestas de abolición del reclutamiento y de instauración del voluntariado para cubrir las filas del ejército.

En conjunto, los militares sufrieron una grave pérdida de posición. En la época de Breznev, especialmente, la propaganda oficial había glorificado al poderoso ejército soviético como incondicional defensor del socialismo. En 1991 se le despreciaba fuera de Rusia como agente de la opresión imperial, y en el interior de Rusia se le había llegado a ver como una burocracia egoísta cuyo insaciable apetito de recursos estaba arruinando el país.

De la misma forma, el Partido Comunista vacilaba bajo los golpes asestados a su privilegiada posición antes de que Gorbachov lo clausurara efectivamente. Por primera vez en seis decenios se veía sujeto a críticas abiertas, que se convirtieron en un alud de denuncias. Lejos de ser el campeón de las masas trabajadoras y la vanguardia de la sociedad justa, como siempre se había descrito, se llegó a ver al Partido como una conspiración criminal dedicada a conservar su propia posición. Las elecciones de 1989 y 1990 para los soviets supremos de la nación y de las repúblicas, humillaron al Partido, puesto que la gente votó en masa contra los ocupantes de puestos oficiales que pertenecían a él, incluso cuando no había candidato que se les opusiera.

Sus miembros abandonaban el Partido en cantidades enormes. Según ciertos cálculos, cuatro millones de personas, el veinte por cien de todos los miembros, habían abandonado el partido el año inmediatamente anterior al golpe. En algunos lugares, el aparato local del Partido sencillamente se desintegró. Gorbachov renunció a la permanente y fundamental pretensión comunista de monopolizar el poder, y el mes anterior al golpe logró que se aceptaran unos estatutos del Partido que virtualmente abandonaban los antes sagrados preceptos del marxismo-leninismo. Después de su elección como presidente de Rusia, Yeltsin ordenó la disolución de las células del Partido en todos los centros de trabajo de Rusia, lo que ponía en cuestión la base de la dominación comunista sobre la vida cotidiana del pueblo de la Unión Soviética.

En cuanto a la propia Unión, iba muy en camino de convertirse en una cáscara vacía incluso antes de que las repúblicas, después del golpe, comenzaran a declarar su independencia. Las elecciones en las repúblicas habían llevado al poder a Gobiernos que estaban decididos sencillamente a no recibir órdenes de Moscú, como había sido la regla de la política soviética durante decenios. Cada una de las quince repúblicas se había proclamado “soberana”, lo que significaba que sus propias leyes tenían precedencia sobre las del centro. Ucrania, la segunda en importancia después de Rusia, avanzaba hacia el reclutamiento de sus propias Fuerzas Armadas y la emisión de moneda propia.

En vísperas del golpe, nueve repúblicas se preparaban para firmar un nuevo tratado de unión que habría privado a Moscú de casi todo su poder económico y dejado a las repúblicas el derecho a disputar cualquier autoridad que mantuviera aquél y a separarse si estaban disconformes con las nuevas disposiciones. La perspectiva de este nuevo tratado de unión probablemente disparó la intentona de golpe, porque habría eliminado la mayor parte de las funciones de aquellos organismos, precisamente, que encabezaban los conspiradores. El golpe fue un intento de última hora de retener su propio poder. Pero este poder ya estaba gravemente desgastado. Como en aquel momento dijo el especialista en política, William Taubmann: “El golpe ocurrió a causa de todos los cambios que han sucedido, y fracasó a causa de todos los cambios que han sucedido”. Los conspiradores dieron el golpe para restaurar el antiguo orden, el resultado dé su fracaso fue acabar con su existencia. Lo que comenzó como un golpe de Estado para conservarla resultó ser el golpe de gracia para la Unión Soviética.

 

III

 

¿Cómo sucedió todo esto? ¿Cómo llegó a ocurrir que un poderoso Estado imperial, con problemas pero estable sólo unos pocos años antes, llegara al borde del hundimiento en 1991? ¿Qué y quiénes fueron los responsables?

El principal arquitecto del hundimiento soviético fue el propio Mijail Gorbachov. Durante el golpe, como prisionero de la junta en su villa de Crimea, fue el objeto de una lucha entre los partidarios del viejo orden y los campeones de valores liberales. Pero fue Gorbachov quien, en el período entre su llegada al poder en 1985 y los fatales días de agosto de 1991, creó las condiciones que desencadenaron esta lucha.

El dirigente soviético las había creado inintencionadamente. Su propósito había sido fortalecer los sistemas político y económico que había heredado, desprender las adherencias estalinistas y hacer de la Unión Soviética un dinámico Estado moderno. En lugar de ello, lo había debilitado fatalmente. Intentando reformar el comunismo soviético, en vez de ello, lo había destruido. Las tres líneas políticas principales que había lanzado para trazar una forma más eficaz y humana de socialismo –la glasnost, la democratización y la perestroika– al final habían subvertido, desacreditado y casi destruido la red de instituciones políticas y económicas que su Partido Comunista había construido en Rusia y países de su entorno desde 1917.

La política de glasnost aflojó los controles burocráticos sobre la información, amplió los parámetros de la discusión permitida y, por lo tanto, permitió al pueblo de la Unión Soviética decir más, oír más y aprender más de su pasado y su presente. El propósito de Gorbachov había sido apuntar a la intelligentsia a su campaña de revitalización del país y crear presión popular sobre el aparato del Partido, que se había resistido a los cambios que él intentaba hacer. Evidentemente, quería fomentar las criticas contra su predecesor, Leonid Breznev, y reemprender la campaña contra Stalin que Jruschov había lanzado pero a la que había puesto fin Breznev.

Sin embargo, la glasnost no se detuvo allí. El venerado Lenin e incluso el propio Gorbachov llegaron a ser objeto de atención crítica. Gorbachov quería estimular una reapreciación de algunas características escogidas de la vida soviética. En vez de ello, la glasnost lo puso todo en cuestión, incluso, finalmente, el papel del secretario general del Partido Comunista.

En un sentido más amplio, los habitantes de la Unión Soviética pudieron, por primera vez, decir la verdad sobre su historia y sobre su vida. Eso significaba que podían conocer la verdad y comunicársela los unos a los otros. El efecto fue catártico, y la catarsis tuvo un impacto profundo, revolucionario en verdad, sobre la política soviética. Comenzó a deshacer los permanentes efectos del terror que el Partido Comunista había ejercido de forma habitual durante los tres primeros decenios de su poder. De la primera ola de aquel terror, impuesto no por Stalin en los años treinta, sino por Lenin durante la guerra civil, el historiador Richard Pipes ha escrito: “El Terror Rojo hizo comprender a la población que bajo un régimen que no dudaba en ejecutar a inocentes, la inocencia no era garantía de supervivencia. La mejor esperanza de sobrevivir se encontraba en hacerse lo más inadvertido posible, lo que significaba abandonar cualquier idea de actividad pública independiente, realmente de cualquier interés en los asuntos públicos, y retirarse al mundo privado personal. Una vez desintegrada la sociedad en una aglomeración de átomos humanos, cada uno de ellos temeroso de ser observado, e interesado exclusivamente en la supervivencia física, cesó de importar lo que la sociedad pensara, porque el Gobierno guardaba para sí mismo la esfera total de la actividad pública” 8.

La glasnost permitió al pueblo de la Unión Soviética exigir el acceso a la esfera pública después de siete decenios de destierro de ella. Mediante la democratización tuvo, por primera vez, la oportunidad de actuar colectivamente en aquella esfera. El propósito de Gorbachov al permitir elecciones era, una vez más, crear apoyo popular a su programa. La democratización había de ser un arma política en su batalla contra el aparato del Partido Comunista. Este aparato estaba profundamente enraizado, desconfiaba totalmente de lo que él estaba intentando hacer y se mostraba generalmente hábil en frustrar sus planes. El experimento en democracia que lanzó no demostró, como había esperado Gorbachov, que disfrutara de apoyo popular. En vez de ello, puso en evidencia que estaban equivocadas dos creencias muy extendidas sobre las inclinaciones políticas del pueblo de la Unión Soviética.

Las elecciones desacreditaron el dogma oficial de que el Partido Comunista se había ganado la gratitud y el apoyo públicos por “la noble y previsora” jefatura que había ejercido desde 1917. Desacreditó también la opinión mantenida por muchos estudiosos occidentales de la Unión Soviética de que el Partido poseía cierto grado de legitimidad a ojos de la población. Se pensaba que su éxito en la derrota del fascismo entre 1941 y 1945 y en la dotación, después, de un nivel de vida general modestamente creciente le había proporcionado cierto respeto, que era reforzado por la pasividad política, la resignación ante las cosas tal como son, que se suponía era la posición rusa dominante respecto a la vida política. Las elecciones de 1989 y 1990 demostraron que el pueblo de la Unión Soviética no era respetuoso ni resignado respecto a la gobernación comunista.

La democratización creó también la oportunidad para que surgiera el comienzo de una alternativa a la élite política comunista. En Rusia, su orientación principal fue el anticomunismo, y Boris Yeltsin se convirtió en su figura más destacada. Fuera de Rusia, la oportunidad de participar en la política reveló que la adscripción popular no se dirigía hacia el socialismo, la Unión Soviética ni Mijail Gorbachov, sino más bien hacia el nacionalismo, de carácter profundamente antisoviético.

 

IV

 

La glasnost y la democratización fueron, para Gorbachov, medios para alcanzar un fin. Este fin era el mejoramiento de la economía soviética. La reforma económica era el punto central de su programa. Cuando llegó al poder en 1985, la élite soviética creía que la tarea principal del régimen era sacar al país del estancamiento económico en el que había caído al final de la época de Breznev. Temían que si no se revitalizaba el crecimiento económico, la Unión Soviética iría quedándose cada vez más rezagada con respecto a Occidente en términos económicos y quizá también militares. A la larga corría el riesgo de que la sobrepasara China, donde las reformas de mercado de Deng Xiaoping estaban produciendo un crecimiento impetuoso.

El estancamiento presentaba también peligros interiores. Sin crecimiento económico, el régimen sería incapaz de cumplir su parte del “contrato social” no oficial bajo cuyos términos el público renunciaba a tener voz en los asuntos políticos a cambio de una lenta elevación del nivel de vida. La revuelta de los trabajadores polacos en 1980-1981 bajo la bandera de Solidaridad servía de ejemplo preventivo para los hombres del Kremlin.

En un principio, Gorbachov continuó el planteamiento que había iniciado Yuri Andropov en 1982: intentó imponer mayor disciplina sobre la fuerza laboral. La pieza central de su primer conjunto de medidas económicas fue una entrometida y jaleada campaña pública contra el consumo de alcohol. Hizo ganar a Gorbachov el título de “Secretario General Agua Mineral”, pero no redujo apreciablemente la ingestión de bebidas de los rusos. En lugar de ello, al forzar a la gente a fabricarse su propio licor en vez de comprarlo al Estado, la campaña ocasionó escasez de azúcar y privó al Gobierno de una buena parte de sus ingresos.

Esto, a su vez, contribuyó al más persistente y destructivo de los legados económicos de Gorbachov, un grave desequilibrio fiscal. Las obligaciones del centro se ampliaron al dedicar más y más capital a la inversión e intentar comprar el apoyo público con generosos aumentos de salarios. Al mismo tiempo, sus rentas cayeron en picado cuando los gobiernos y las empresas de las repúblicas, que habían ganado mayor poder, se negaron a enviar los ingresos de sus erarios a Moscú. En los meses precedentes al golpe, las repúblicas se lanzaron a lo que, en efecto, fue una de las más grandes huelgas de impuestos de la historia. La política fiscal del régimen de Breznev había sido relativamente estricta; la de Gorbachov era extremadamente laxa. Para cubrir la creciente brecha entre las obligaciones y los ingresos, el Gobierno central imprimía rublos a ritmo acelerado. En agosto de 1991, la economía se tambaleaba.

En el gran drama histórico que es el hundimiento de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov no fue ni un malvado ni un tonto…, aunque en retrospectiva algunas de las cosas que hizo lleguen a parecer tonterías. No era un demócrata al estilo occidental; apenas es concebible que alguien entregado a los principios políticos occidentales pudiera haberse elevado hasta la cumbre del Partido Comunista de la Unión Soviética. Su idea del socialismo, por embrollada y contradictoria que fuese, era evidentemente más humana que la realidad del sistema cuya responsabilidad heredó. Durante la mayor parte del tiempo que se mantuvo en el poder, sin embargo, tuvo que luchar contra el conservadurismo de aquel sistema, que se expresaba sobre todo como inercia, pero ocasionalmente como oposición activa a sus designios. Si llegó a parecer cada vez más un maniobrero político, fue porque tuvo que maniobrar –o creía que tenía que maniobrar– para sobrevivir en el poder y proteger las medidas liberales que ya se habían tomado.

Finalmente, y cosa de suma importancia, el carácter de Mijail Gorbachov, aunque tuviera sus defectos, se señalaba por una decencia fundamental de la que carecieron todos los dirigentes anteriores de la Unión Soviética y, a decir verdad, todos los dirigentes de la Rusia imperial antes que ellos. Abjuró de uno de los métodos principales por los que habían gobernado sus predecesores. Se negó a matar. Se negó –con la excepción de varios episodios en los países bálticos y en el Cáucaso en los que murieron civiles– a aprobar el empleo de la violencia contra los ciudadanos de su país y de Europa oriental, incluso cuando lo que estos hacían le consternara, le enfureciera o le espantara. Por esto sólo merecía el Premio Nobel de la Paz que recibió en el otoño de 1990 y merece también el lugar de honor que ocupará en la historia del siglo XX.

Pero tras el 21 de agosto, Gorbachov pertenecía a la historia, no a la vida política en curso de lo que había sido la Unión Soviética. Aunque se le rescató de enemigos que muy recientemente habían sido colegas suyos, el acto del rescate barrió la plataforma institucional sobre la que se había mantenido. Había hecho su carrera como reformador del comunismo. Tras el golpe no quedaba nada que reformar.

 

V

 

Después del fracaso del golpe, la segunda ciudad de Rusia recuperó el nombre que había llevado antes de la revolución. Leningrado pasó a ser una vez más San Petersburgo9. El cambio simbolizaba una evolución de mayores dimensiones: todo lo que el comunismo había construido desde 1917 se repudiaba o se destruía. Era como si se rechazara repentinamente todo el siglo XX. Los sistemas económico y político que habían ligado a los trescientos millones de lo que fue la Unión Soviética yacían en ruinas, dejando fragmentos sin coordinación. Para aquellos pueblos, 1991 era lo que según el historiador, John Lukacs, había sido 1945 para los europeos: Año Cero.

Tras varios meses de deriva, los dos fragmentos más importantes de la antigua Unión, Rusia y Ucrania, emprendieron la construcción de una nueva estructura política en su lugar. El uno de diciembre, el pueblo de Ucrania votó abrumadoramente en favor de la independencia, y al mismo tiempo eligió presidente a Leonid Kravchuk, antiguo dirigente del Partido Comunista ucranio. Armado con este mandato, Kravchuk se reunió con Yeltsin y con el presidente bielorruso, Stanislav Shushkevich, en la ciudad bielorrusa de Brest, y el ocho de diciembre formaron la Comunidad de Estados Independientes.

Los firmantes se esforzaron en diferenciar su nueva creación de la vieja Unión Soviética. No era –subrayaron– un Estado, sino más bien una agrupación de Estados soberanos como la Commonwealth británica o la Comunidad Europea. Su cuartel general se situaría no en Moscú, sino en la capital de Bielorrusia, Minsk. Las repúblicas no eslavas de la antigua Unión no estuvieron presentes en la reunión fundadora de la Comunidad, y Mijail Gorbachov supo de ella sólo después de consumada.

Otras repúblicas protestaron, y dos semanas más tarde, el 22 de diciembre, en la capital de Kazajstán, Almá-Altá, se “volvió a fundar” la Comunidad, esta vez con inclusión de once de las antiguas repúblicas soviéticas10. También Gorbachov puso objeciones a la nueva asociación. Desde agosto había intentado montar una nueva Unión más laxa. Yeltsin se había complacido en dejarle intentarlo. Tras el referéndum ucranio, sin embargo, se hizo evidente que las autoridades ucranias no se unirían a ninguna entidad encabezada por Gorbachov. Por consiguiente, Yeltsin lo abandonó. Después del ocho de diciembre, Gorbachov lanzó una última racha de reuniones, con la intención de salvar alguna posición para sí mismo, emitió apocalípticas advertencias sobre el destino de la Comunidad y luego se rindió. El día de Navidad de 1991, dimitió como presidente de un país que ya no existía.

La Comunidad no era importante por los detalles del acuerdo de su fundación, que eran vagos, incompletos e inmediatamente sujetos a interpretaciones divergentes. Era importante, más bien, como un compromiso –o como el reconocimiento de la necesidad de un compromiso– entre dos poderosas fuerzas de la antigua Unión Soviética: el impulso por la independencia de la omnipotente autoridad central de la era soviética, vivamente evidente en el referéndum ucranio, y la necesidad de cooperar para gestionar así la serie de temas con los que ninguna de las antiguas repúblicas podía entendérselas por sí sola.

Tan numerosas y firmes eran las relaciones entre las antiguas repúblicas que, una vez lograda la independencia, quedaron como hombres amarrados juntos en un barco y luego arrojados por la borda. Para evitar ahogarse habían de trabajar de consuno; pero no deseaban forzosamente estar ligados los unos a los otros para siempre.

Entre las cuestiones decisivas qué tenían que solventar y que eran de interés especial para Occidente estaba la referente a quién controlaría la enorme organización militar soviética y, en particular, sus armas nucleares. El acuerdo de creación de la Comunidad daba a entender que se mantendría una estructura de mando única para las Fuerzas Armadas. Pero varias de las antiguas repúblicas anunciaron su intención de poseer ejércitos propios. Los cálculos ucranios respecto a las dimensiones de su fuerza futura oscilaban entre 100.000 y 400.000 hombres. Las autoridades de Kiev reclamaban también la flota del mar Negro de la Marina soviética, pretensión que los dirigentes rusos disputaban.

En el delicado tema del armamento nuclear, Yeltsin anunció que las 12.000 armas “estratégicas” de largo alcance –las capaces de alcanzar América del Norte– estarían bajo control ruso. Sin embargo –añadió– los presidentes de las otras tres repúblicas en las que estaban desplegadas –Ucrania, Bielorrusia (rebautizada Belarus) y Kazajstán– poseerían el veto sobre su lanzamiento hasta que pudieran retirarse de su territorio aquellas armas. En cuanto a las 15.000 armas nucleares “tácticas” de menor alcance repartidas por la antigua Unión Soviética, varias repúblicas, entre las que figuraba especialmente Ucrania, anunciaron que también se desprenderían de ellas. Sin embargo, el Gobierno de Kazajstán dijo que conservaría algunas armas nucleares mientras Rusia las poseyera.

Ambas posiciones eran reversibles; a diferencia de Kazajstán, Ucrania es lo bastante grande y rica para adquirir su propio arsenal nuclear independiente si quisiera hacerlo. La política nuclear de los Estados sucesores de la Unión Soviética dependerá en definitiva de las relaciones que mantengan entre sí, y especialmente de las relaciones de los demás con Rusia, que seguirá siendo una gran potencia nuclear. De todas estas relaciones, la más importante con mucho es la de Rusia y Ucrania.

Doce millones de rusos étnicos viven en Ucrania, la mayoría de ellos concentrados en su región oriental. La península de Crimea fue históricamente parte de Rusia –Jruschov la transfirió a Ucrania en 1954– y votó sólo en un 56 por cien en favor de la independencia en el referéndum ucranio del uno de diciembre que produjo mayorías del 90 por cien en los demás lugares. La ciudad de Odesa, parte ahora también de Ucrania, ha servido históricamente como puerto principal de Rusia en el mar Negro. A medida que una república tras otra declaraba la independencia después del golpe, una declaración emitida en nombre del presidente Yeltsin advertía que Rusia se reservaría el derecho de revisar sus fronteras con cualquier república vecina que se separase11. Posteriormente, Yeltsin prometió que se respetarían las fronteras existentes. Pero no es difícil imaginar circunstancias –por ejemplo, fricciones entre los rusos de Crimea y el Gobierno de Kiev– que podrían crear en Rusia presión pública en favor de la revocación de esa promesa o llevar al poder a otro dirigente que renunciara a ella.

Al formarse la Comunidad, todos los nuevos Estados se hicieron eco de la promesa de Yeltsin de no discutir las fronteras mutuas. Sin embargo, esas fronteras fueron trazadas por Lenin y Stalin, a menudo con la intención de dividir, y así debilitar, a los grupos étnicos y nacionales, de modo que; es probable que se recusen algunas. Sólo en Ucrania, por ejemplo, pueden darse disputas fronterizas no sólo con Rusia, sino también con Checoslovaquia, Rumania, Hungría y Moldavia.

Como quiera que se tracen o se vuelvan a trazar las fronteras, millones de personas quedarán en Estados dominados por otros grupos étnicos y nacionales. La disputa sobre los derechos de los armenios que viven en Nagorni Karabaj, enclave situado en la república caucásica de Azerbaiyán, ha provocado luchas que han costado millares de vidas y convertido en refugiados a centenares de miles de personas de ambas comunidades. Hay docenas de situaciones potencialmente semejantes; polacos en Lituania, tártaros en Rusia, tadjiks en Uzbekistán y rusos virtualmente en todos los lugares fuera de Rusia.

Incluso si se ajustan las fronteras entre ellos, esto no resolverá la cuestión política fundamental con que los Estados sucesores se enfrentan. ¿Cómo se han de gobernar? El carácter de sus Gobiernos seguramente sufrirá variaciones. En general, las probabilidades de democracia estable son seguramente mayores cuanto más al Oeste se halle el nuevo Estado. Ucrania y Rusia tienen ambos Gobiernos comprometidos con la democracia, pero ambas se encuentran con obstáculos al intentar establecer sistemas políticos democráticos firmemente asentados. Ninguna de ellas ha tenido jamás la oportunidad de desarrollar las instituciones de las que depende la democracia: partidos políticos, legislaturas, tribunales independientes. Ninguna posee tierra fértil para el cultivo de las actitudes y valores que son el oxígeno de la democracia: tolerancia, voluntad de compromiso, respeto por las opiniones discrepantes.

 

VI

 

La inflación se había desatado. El Gobierno de Gorbachov había inundado de rublos el país. Como los precios de la vieja Unión Soviética se fijaban por decreto oficial en vez de por las leyes del mercado, no subieron inmediatamente. En lugar de ello, se creó un gran “saliente monetario” de rublos, dinero que las personas conservaban involuntariamente, porque no había nada en que gastarlo.

Se hizo aparente una consecuencia ya conocida por episodios inflacionarios ocurridos en otras ocasiones: la desaparición de la moneda oficial. Los canales de distribución que confiaban en el rublo –entre ellos las tiendas gubernamentales de alimento de las grandes ciudades– se vaciaron completamente. Las transacciones se llevaban a cabo cada vez más en divisas fuertes o por trueque. Esto hizo que la producción industrial decayera, los productores agrícolas retiraran sus cosechas y aumentara en todas partes el acaparamiento.

En Occidente hay un acuerdo general sobre lo que se necesita para hacer salir al pueblo de la antigua Unión Soviética de su catástrofe económica: radicales programas simultáneos de estabilización y liberalización. El Gobierno debe cesar de imprimir moneda y reducir sus subvenciones a empresas e individuos al tiempo que deja en libertad los precios de forma que los puedan fijar la oferta y la demanda y no las decisiones de los planificadores. Al mismo tiempo, los Gobiernos deben actuar para estimular la competencia deshaciendo las concentraciones que caracterizaban virtualmente a todas las industrias en el período soviético. Deben también comenzar a despojarse de los valores económicos de sus sociedades y ponerlos en manos privadas. Deben crear mercados reales de capital y trabajo. Deben iniciar el proceso de integración de sus países en la economía mundial, una parte importante de lo cual es hacer libremente convertibles sus monedas.

Ninguno de esos pasos es sencillo. La privatización, por ejemplo, exige poner en vigor leyes que garanticen la propiedad privada; asignar valores a millares de empresas; establecer procedimientos para vender esas empresas, lo que puede suponer distribuir cupones equivalentes a cierto número de acciones a cada ciudadano, como está haciendo el Gobierno de Polonia; contratar y preparar administradores que gestionen las empresas en condiciones de competencia…, y luego traspasar realmente toda esta propiedad a manos privadas.

Los elementos principales de un programa de estabilización y liberalización constituyen unidos una tarea de proporciones vertiginosas, que no tiene paralelo histórico que se le acerque. Representan una revolución de pies a cabeza de la vida económica de lo que fue la Unión Soviética. Mientras disfrutó del poder, Gorbachov fue incapaz de intentar esa tarea. Yeltsin se ha comprometido a hacerlo. Por orden suya, los precios oficiales de todos los artículos, salvo un puñado de ellos, subió verticalmente el dos de enero de 1992, y Yeltsin prometió emprender la rápida privatización de tiendas, explotaciones agrícolas y fábricas.

Sin embargo, el Gobierno de Yeltsin puede que carezca de la capacidad administrativa para llevar a cabo la transición desde una economía de control central a una de mercado. Al comenzar 1992 estaba muy lejos de saberse con claridad hasta qué punto se cumplen realmente sus órdenes más allá de Moscú, en el interior de Rusia. Es cosa irónica que, después de sufrir durante siglos Gobiernos que eran excesivamente, sofocantemente poderosos, los esfuerzos rusos por reproducir las instituciones que han proporcionado libertad y prosperidad a Occidente puedan verse fatalmente coartados por la actual debilidad de sus estructuras gubernamentales.

Además, incluso si pudiera poner en vigor las medidas necesarias, el Gobierno ruso habrá de hacer frente a otra prueba: soportan la impopularidad política que aquéllas producirán sin duda. A corto plazo harán más pobre a la gente, por la subida de precios y la extinción de subvenciones. Los alimentos, la ropa y la vivienda se harán más caros en un país en el que ya hay muchos que apenas tienen lo suficiente. Centenares de fábricas serán incapaces de sobrevivir en condiciones competitivas y millones de personas quedarán sin trabajo.

Al final, estas medidas producirán un sistema de mercado que aprovechará la iniciativa y el ingenio y asignará racionalmente los recursos. Pero esto requerirá tiempo para que arraiguen las nuevas instituciones y tiempo para que la gente aprenda nuevos procedimientos bancarios, de contabilidad y mercado. Entre el choque inicial de las medidas de estabilización y liberalización y los beneficios finales de una economía de mercado se extiende una travesía prolongada y difícil. A lo largo de la ruta serán considerables las tentaciones de detenerse, retirarse, adoptar remedios populistas para las penalidades económicas y, sobre todo, de echar a un lado los Gobiernos responsables de esas penalidades.

Será particularmente tentador para los rusos rechazar el draconiano programa de transición económica, porque algunas de las características normales de la vida en una economía de mercado –agudas desigualdades en los ingresos, desempleo, fracaso de esfuerzos hechos para lanzar y mantener empresas– no son familiares para ellos y, ciertamente, fueron objeto de anatemas en la Unión Soviética durante setenta y cinco años. El socialismo puede que esté muerto en Rusia, pero los valores socialistas perviven.

Es, pues, difícil ver con optimismo los meses próximos. De la historia del siglo XX acuden a la memoria con demasiada presteza feos precedentes para el futuro ruso. La última vez que un Gobierno imperial se derrumbó en Rusia, en 1917, le siguieron cuatro caóticos y sangrientos años de guerra civil. La última vez que una profunda depresión económica afectó a países europeos importantes, llevó al poder en Alemania a un Gobierno criminal que inició la guerra más costosa de la historia humana. La última vez que un imperio multinacional se descompuso separando a dos grandes comunidades después de siglos de ser gobernadas juntas, millones de personas huyeron de sus hogares a cada lado de la nueva frontera entre India y Pakistán y murieron centenares de miles.

Ninguno de estos siniestros desenlaces es imposible en la antigua Unión Soviética. Ni tampoco se puede excluir una repetición de los acontecimientos de agosto, esta vez con una conclusión menos feliz. La junta anunció su intento de hacerse con el poder como una forma de restaurar el orden. El llamamiento no evocó respuesta. Sin embargo, al empeorar las condiciones, se hará crecientemente atractivo. Donde fracasaron los conspiradores de agosto, puede tener éxito un grupo más decidido y brutal en circunstancias de privaciones crecientes y caos progresivo.

Y, sin embargo, al entrar en la era poscomunista, los Estados sucesores de la Unión Soviética, y Rusia en particular, llevan consigo tres ventajas que dan pie a la esperanza de que se pueda evitar lo peor.

 

VII

 

La tradición dice que en 1789 el rey Luis XVI de Francia se refirió a la toma de la Bastilla y a los acontecimientos subsiguientes llamándolos “un tumulto”, y cuya simple corrección encomendó al duque de la Rochefoucault Liancourt, quien dijo: “Señor, no es tumulto, es una revolución”. Si se sustituye la palabra “tumulto” por “reforma”, la conversación se puede aplicar a lo que fue la Unión Soviética. Lo que Gorbachov forjó comenzó como reforma pero terminó como revolución. Los procesos sociales, políticos y económicos que culminaron en el golpe fracasado han sido comparables en alcance e importancia a las dos grandes convulsiones transformadoras de la era moderna: la revolución francesa de 1789 y la revolución rusa de 1917.

Lo que ha ocurrido en la Unión Soviética es revolucionario en el sentido de que, igual que en Francia en 1789 y en Rusia en 1917, la capa superior del viejo orden ha sido eliminada. En toda Rusia permanecen en su puesto funcionarios comunistas, capaces aún de bloquear cambios, pero el sistema comunista está descabezado y ya no puede operar a la manera antigua.

La ideología dominante, justificación y cemento del viejo régimen, está totalmente desacreditada. La pretensión del marxismo-leninismo de poseer la cualidad de científico ha quedado al descubierto como un fraude; la pretensión del Partido de mantener una jefatura heroica, como una mentira. Sin duda se mantiene una banda decreciente de fieles, pero carece del número o la hondura de convicciones necesarios para amasar un amplio apoyo popular. En sus mensajes públicos, la junta ni. siquiera se molestó en referirse a la ideología. No hubo mención en ninguna de sus declaraciones de la revolución de octubre, de la lucha de clases o del papel dirigente del Partido. Los conspiradores anunciaron al mundo que tomaban el poder para restaurar el orden, no el comunismo12.

El modelo económico comunista también ha perdido toda credibilidad. Nadie cree hoy, como insistieron durante decenios los jefes soviéticos, en que un sistema planificado, con control central, sea la forma más racional y eficaz de organización económica, que habrá de producir, más pronto o más tarde, un nivel de vida más elevado que las economías de mercado de Occidente.

En resumen, una revolución ha derrocado al comunismo. Esta es la primera gran ventaja que poseen los pueblos de la antigua Unión Soviética. Porque el comunismo les impuso la más represiva de las estructuras políticas ideadas en el siglo XX. Llevó la pobreza y la opresión a millones de personas durante decenios. Rusia y sus vecinos se han librado definitivamente en él. Sobre las ruinas tienen por lo menos la oportunidad de construir algo mejor.

Tan completamente ha quedado destruido y desacreditado el viejo orden, que no hay señal alguna de un movimiento contrarrevolucionario de la clase de los que surgieron para oponerse a las otras dos grandes revoluciones modernas. Es improbable que exista una versión postsoviética del levantamiento de la Vendée de 1793 en Francia o de los ejércitos blancos que lucharon contra los bolcheviques desde 1918 a 1921.

La amplia y apasionada oposición interna a las revoluciones francesa y rusa contribuyó a darles su carácter sangriento y represivo, y especialmente al terror que sobrevino en Francia en el siglo XVIII y, en escala mucho mayor, en Rusia en el siglo XX. Hay razones para esperar que los pueblos de lo que fue la Unión Soviética puedan librarse de esos horrores. En cualquier caso, aunque puedan una vez más verse sujetos a un Gobierno represivo, no recibirá la forma de dominio comunista. Las frágiles estructuras democráticas de Rusia y los otros Estados sucesores de la Unión Soviética están, con seguridad, amenazadas, pero más por el caos y la miseria que por fanáticas ideologías,

Rusia tiene hoy una segunda ventaja, que también la distingue de la Francia revolucionaria de 1789 y de la Rusia revolucionaria de después de 1917: sus relaciones con el resto del mundo. Las revoluciones anteriores estuvieron en profunda discrepancia con otros Estados soberanos. Los revolucionarios vieron la conquista del poder en sus propios países sólo como el primer paso de una campaña para derribar los regímenes reaccionarios y obsoletos de más allá de sus fronteras. Los revolucionarios franceses y rusos se concebían como portadores de una serie de principios que eran radicales y universales. Cada una de aquellas revoluciones condujo a un gran conflicto europeo y, en el segundo caso, mundial. Las guerras de la revolución francesa continuaron, bajo una u otra forma, durante más de dos décadas. Los bolcheviques estuvieron enfrentados con Occidente durante casi todo el tiempo que se mantuvieron en el poder; el período conocido como “guerra fría” duró 45 años.

La revolución de 1991, por el contrario, se ha hecho en nombre de los principios políticos y económicos que predominan fuera de la Unión Soviética. Los revolucionarios no pretenden crear una clase de sociedad nueva y hasta ahora no vista. Sencillamente, quieren emular a las sociedades que ven al otro lado de lo que en tiempos fue el telón de acero. Quieren unirse a Occidente, no derribarlo. Alexandr Rutskoi, vicepresidente de Yeltsin, expresó así su perspectiva: “O vivimos como el resto del mundo, o continuamos llamándonos la opción socialista y la perspectiva comunista y vivimos como cerdos”13.

El resto del mundo está, a su vez, bien dispuesto hacia esta revolución. La cuestión a la que Occidente hace frente no es cómo contener al nuevo régimen ruso y a los otros Estados sucesores, sino cómo ayudarlos. En los meses próximos se debatirá y se decidirá precisamente qué ayuda se les van a conceder. Pero Occidente se asegurará sin duda de que se evite la situación más peligrosa para las democracias nacientes, situación que resultó fatal para las monarquías francesa y rusa en 1789 y 1917: la escasez grave de alimentos en las ciudades importantes. Del levantamiento de 1789 ha escrito el historiador Simón Schama: “Fue la relación entre la ira y el hambre lo que hizo posible la revolución” 14. Occidente puede hacer poco para eliminar las múltiples fuentes de la ira que aflige a los pueblos de la antigua Unión Soviética; pero puede librarlos del hambre.

El pueblo de Rusia se enfrenta a la vida sin comunismo con una tercera ventaja: el propio golpe y la forma en que fue derrotado. La euforia que produjo su descalabro en toda Rusia pronto se disipó. Se ha advertido que sólo una diminuta fracción de la población de Moscú, alrededor del uno por cien resistió activamente al golpe. La multitud que rodeaba el edificio del Parlamento ruso se componía en su mayor parte de estudiantes e intelectuales; difícilmente se podía considerar una muestra representativa de la sociedad rusa. El lunes, Yeltsin convocó una huelga general nacional, pero aquel día y los dos siguientes, la mayoría de los habitantes del país, incluido Moscú, fueron a trabajar como de costumbre.

Con todo, se mantienen los hechos fundamentales. Un puñado de valerosos rusos dieron la cara por la libertad. Arriesgaron sus vidas para evitar la vuelta al opresivo régimen que había conocido su país durante setenta y cinco años bajo el comunismo y durante siglos, antes de él, bajo los zares.

La derrota del golpe es un poderoso símbolo, y los símbolos son importantes en la vida política. Toda cultura política –la colección de hábitos, creencias y supuestos que subyacen bajo la vida política– los necesita. Toda sociedad necesita fundadores, héroes e historias que encarnen sus valores y que puedan referirse y celebrarse ritualmente. La derrota del golpe proporciona todo ello a algo que nunca había existido antes: la democracia rusa.

Incluso desnuda de exageraciones y mitos, es esta una historia heroica y ejemplar, una historia de la que las generaciones sucesivas podrán aprender las lecciones de la gobernación democrática: el peligro de la tiranía, la necesidad de la iniciativa personal, la responsabilidad y a veces el valor, el poder del pueblo unido en una causa común. Bajo los ojos de la eternidad, agosto de 1991 puede convertirse para el pueblo de Rusia en lo que es 1688 para el británico, 1776 para el norteamericano y 1789 para el francés: el momento en que rompieron con los viejos hábitos de obediencia, pasividad y resignación, y afirmaron sus derechos y asumieron sus responsabilidades como ciudadanos.