El regreso del presidente Donald Trump ha causado revuelo tanto dentro como fuera de Estados Unidos, al adoptar unas políticas que desafían y, a menudo, rechazan las ideas aceptadas previamente. Al ser la región en la que obtuvo el mayor triunfo en política exterior de su primer mandato –los Acuerdos de Abraham–, Oriente Medio ya ha ocupado un lugar destacado en las prioridades de su Administración y es probable que siga haciéndolo. Esto no es nada nuevo. Lo que sí es nuevo, y lo que supondrá un reto importante para los gobiernos europeos y de Oriente Medio, es que la política estadounidense bajo Trump se apartará casi con toda seguridad del consenso transatlántico de larga data de una forma más brusca y profunda. La Administración Biden intentó reparar parcialmente la brecha abierta, aunque este intento mostró todos sus límites tras la masacre del 7 de octubre. Sin embargo, en el segundo mandato de Trump –como están demostrando los recientes acontecimientos en relación con Ucrania– el viejo consenso transatlántico se está derrumbando. Qué lo sustituirá y cómo reaccionarán los europeos, sentará las bases de su relevancia o ausencia en Oriente Medio.
Oriente Medio ha sido durante mucho tiempo una de las prioridades de la política exterior tanto estadounidense como europea, y a lo largo de las décadas se ha desarrollado un amplio consenso estratégico transatlántico sobre la región. Desde la firma de los Acuerdos de Oslo en septiembre de 1993 en los jardines de la Casa Blanca, los presidentes estadounidenses y los líderes europeos han compartido una idea general sobre cuáles eran las principales amenazas para la paz y la estabilidad en la región y qué medidas eran necesarias para alcanzarlas, aunque hayan desempeñado papeles distintos y específicos: a principios de los años noventa, tras el colapso del orden bipolar y el final de la Guerra Fría, EEUU era la potencia hegemónica militar y políticamente, en el mundo y en la región, mientras que la Unión Europea (UE) –sobre todo en el contexto del conflicto árabe-israelí– era más un “pagador” que un “actor”, ya que su papel se limitaba a proporcionar ayuda y apoyo económico a los palestinos. En este contexto, hubo diferencias tácticas sobre políticas concretas, reflejando los puntos fuertes y débiles de cada parte, pero el análisis y los objetivos de consenso se mantuvieron. El amplio consenso occidental incluía apoyar el derecho de Israel a existir y a defenderse e instar a Israel y a los palestinos a adoptar la solución de los dos Estados como el mejor camino hacia la paz regional y la integración israelí. En la región en general, este consenso incluía: suministrar grandes cantidades de ayuda, tanto militar como al desarrollo, a países clave para preservar la estabilidad, impedir o limitar la emigración a Europa, insistir en que los gobiernos se tomen en serio la lucha contra el terrorismo y los movimientos islamistas extremistas, oponerse al desarrollo de las capacidades nucleares de Irán, dar prioridad al flujo de recursos energéticos de la región hacia Europa y EEUU y mantener abierto el Canal de Suez para facilitar el transporte marítimo mundial. Este consenso se mantuvo durante momentos de gran tensión, como las guerras de Irak, el auge del terrorismo tras el 11-S, la Primavera Árabe, el ascenso y caída de Estado Islámico y las guerras civiles de Siria y Libia.
El balance de este consenso es un fracaso. Su único éxito real ha sido ayudar a Israel a reforzar su ejército y hacer crecer su economía, mantener el flujo de energía y defender una solución para los palestinos, pero no ha hecho nada para acercar la región a la paz ni a una estabilidad duradera. Ni EEUU ni Europa han ofrecido incentivos suficientes para impulsar un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos y no han logrado detener, ni siquiera ralentizar, los asentamientos en Cisjordania. Esto, a su vez, condujo a un completo fracaso de cualquier integración israelí en la región o a una resolución de las demandas del pueblo palestino hasta los Acuerdos de Abraham, que se llevaron a cabo explícitamente de forma contraria al consenso establecido. El consenso tampoco proporcionó una estrategia para hacer frente de manera eficaz a la influencia negativa de los proxies iraníes –Hamás, Hezbolá y los hutíes–, afrontar eficazmente el desafío de un Irán islámico con armas nucleares, fomentar un desarrollo económico y social positivo en la región, detener las guerras civiles libia o siria, estabilizar Líbano o frenar la migración masiva. Las medidas osadamente disruptivas de la Administración Trump señalan un nuevo enfoque frente al consenso político que viene de lejos pero que ha fracasado.
La política de Trump en Oriente Medio se basa en obtener resultados y apoyar a Israel
Trump adopta el papel de actor impredecible, pero es coherente al intentar hacer lo que ha prometido. Sus declaraciones sobre cuestiones relativas a Oriente Medio y el Norte de África incluyen promesas de mano dura con Irán, apoyo a Israel, un alto el fuego permanente en Gaza que conduzca a un acuerdo de paz duradero y la ampliación de los Acuerdos de Abraham. En principio, Europa no se opondría a ninguna de ellas ni se apartaría del consenso transatlántico. Es probable que Trump busque un mayor debilitamiento de Irán y su influencia regional y la normalización saudí con Israel. Las diferencias se dan en la forma en que persigue estos objetivos. Sus declaraciones sobre el traslado de la población de Gaza a Egipto y Jordania y la asunción de la propiedad de la Franja es el ejemplo más reciente de su estilo, su desdén por el consenso del pasado y su instinto para iniciar debates sin un plan de acción detallado. Es de esperar que se produzcan nuevas disrupciones, y Europa se enfrentará a decisiones difíciles al tener que lidiar con propuestas inesperadas de EEUU y con su propia falta de resortes para influir en la región.
¿Podría un consenso roto conducir a una mayor relevancia para Europa?
Para Europa, su relevancia en Oriente Medio está mucho menos clara. Durante mucho tiempo, ha confiado en desempeñar un papel de apoyo a EEUU en la región en pos de los objetivos de consenso compartidos. Confiada principalmente en las palancas económicas, Europa ha apostado por el poder blando, con la esperanza de que la cooperación económica fuera suficiente tanto para alcanzar sus objetivos diplomáticos y de seguridad como para fomentar el cambio democrático, sin apenas intentar imponer sus prioridades a los principales actores. Este enfoque caracterizó en gran medida el Proceso de Barcelona que, a pesar de las ambiciones, no logró promover la creación de un espacio compartido de “paz y prosperidad” para 2010. Los discursos de los líderes nacionales o de la UE sobre la importancia de la solución de los dos Estados o el reconocimiento retórico de los derechos humanos de los palestinos no han tenido ninguna repercusión. El reconocimiento de Palestina por parte de varios países europeos en 2024 es un raro ejemplo de Estados europeos dando pasos al margen de EEUU. Para tener un impacto más allá del simbolismo, los Estados miembros y la propia UE tendrían que tomar medidas decisivas, algo muy poco probable dada la ruptura con EEUU por la guerra de Ucrania y la falta de una urgencia apremiante para forjar un enfoque coherente de la UE hacia esta región volátil. Aunque es poco probable que ocurra, Oriente Medio debería ocupar un lugar más destacado en la lista de prioridades del nuevo gabinete de la UE, ya que, después de Rusia, es la región con el mayor potencial de acontecimientos que amenazarían la seguridad y la prosperidad europeas. El profundo impacto que sigue teniendo en la política interna europea la ola de refugiados procedentes de Oriente Medio de 2015 debería ser prueba suficiente de esta realidad.
La UE, impulsada idealmente por una coalición informal ad hoc de Estados miembros del Sur, debería renovar su atención hacia Oriente Medio. Cualquier medida debería incluir la cuestión crucial de la migración y la correspondiente necesidad de estabilidad y desarrollo en la región. Pero esto por sí solo no será suficiente. El rearme europeo, provocado por la invasión rusa de Ucrania, también repercutirá en el incremento de la capacidad de los europeos para utilizar tanto el poder duro como el blando, aunque sea a una escala mucho más limitada que la de EEUU. El nombramiento de una comisaria para el Mediterráneo es un paso positivo, pero Dubravka Suica tendrá que recibir suficientes poderes para marcar la diferencia y contar con un mandato claro de los Estados miembros. El papel de la UE en la región no tiene por qué seguir el modelo estadounidense. La UE tiene que reconocer que también ella ha perdido toda cohesión interna sobre el antiguo consenso y aprovechar el cambio en la política estadounidense para iniciar un debate profundo sobre su papel en la región. Como en el caso de Ucrania, las perspectivas y prioridades europeas podrían diferir significativamente de las de Washington y dar lugar a un aumento de las tensiones con Israel y EEUU, pero estas decisiones y pasos difíciles podrían proporcionarle réditos con el resto de la región.
Si se centra en otros socios como Turquía, Marruecos, Túnez, Líbano y la región del Golfo, y utiliza los lazos diplomáticos con Irán y Siria para dar forma a su futuro, la UE podría desarrollar herramientas económicas y políticas con el potencial de actuar como incentivos o desincentivos para los actores regionales, combinando de manera más eficaz la ayuda económica tradicional con un enfoque en la conectividad con los mercados europeos, y ampliar el desarrollo de infraestructuras. Esto podría verse respaldado por su creciente fuerza militar y su capacidad para intervenir, en caso necesario, en la región: el atolladero libio ha demostrado que si la UE o los Estados miembros de la UE no intervienen militarmente, o no pueden hacerlo, otras potencias están dispuestas y son capaces de hacerlo. La enorme influencia que Turquía tiene ahora en todos los aspectos de la política libia es un poderoso recordatorio de que los vacíos de seguridad, si no se abordan, serán inevitablemente llenados por otras potencias. Europa también puede ganar si adopta una voz política firme y basada en el derecho Internacional, aumentando así su poder moral y blando a expensas de unos EEUU liderados por Trump, que probablemente no dará prioridad a estos elementos; aunque esto solo puede lograrse siendo coherente en el discurso sobre el derecho Internacional, a diferencia de lo que algunos países han hecho, por ejemplo, en relación con la cuestión de la orden de detención de la CPI contra Netanyahu. Si el papel de la UE en Oriente Medio se refuerza y es coherente, se crearán oportunidades para una mayor cooperación con EEUU. Si no se toman estas medidas contundentes, la UE quedará relegada a su papel tradicional: reaccionar ante los acontecimientos de la región en lugar de influir en los resultados.
Cuestiones clave a tener en cuenta
Sea cual sea la decisión que tome Europa sobre su planteamiento, el futuro de Oriente Medio parece abocado a una profunda reconfiguración. Las guerras en Gaza y Líbano, los ataques militares directos entre Israel e Irán, la inesperada caída del régimen de Bachar al Assad en Siria y la clara ambición de Arabia Saudí de asumir el liderazgo del mundo árabe, así como las crecientes tensiones entre Argelia y Marruecos, hacen de los próximos años una época de transición. Para los aliados transatlánticos de Europa, y EEUU, las diferencias políticas parecen estar en el horizonte, pero la forma en que esta divergencia repercutirá en las relaciones transatlánticas variará según los casos y, sin duda, estará determinada por las relaciones y tensiones generales entre EEUU y la UE. A medida que EEUU desarrolle una nueva política en la región, surgirán retos en tres grandes áreas: Siria en la encrucijada post-Al Assad, la respuesta de Irán a la derrota de sus proxies y el futuro de Gaza, Palestina e Israel.
- Siria en una encrucijada
Siria es un ámbito en el que es más probable que se mantenga un amplio consenso, aunque en este caso debido a la inacción y el desinterés de EEUU. Tanto Washington como Europa preferirían un gobierno tolerante y estable en Damasco que no suponga una amenaza para sus vecinos y se centre, en cambio, en reconstruir su sociedad y sus infraestructuras tras décadas de guerra civil. Aunque esto puede ser el deseo de los expertos estadounidenses e incluso del propio presidente Trump, es poco probable que inicie ninguna acción significativa sobre Siria. Tanto en su primer mandato como en declaraciones recientes, Trump ha dejado claro que no quiere que EEUU se involucre. Es probable que las tropas estadounidenses se retiren, a menos que en su equipo de seguridad nacional, y potencialmente el primer ministro israelí Netanyahu, puedan argumentar que su presencia está ayudando a evitar que Siria se convierta en una base terrorista que amenace a Israel. Incluso si las tropas estadounidenses permanecen, Trump probablemente esperará que los aliados europeos, actores regionales, incluyendo el Golfo, Turquía, o los propios sirios financien la reconstrucción y lideren cualquier estrategia para persuadir a los actuales líderes del país para formar un gobierno nacional inclusivo. Si la situación en Siria deriva en nuevos combates o surge un Estado islamista, es probable que Trump adopte una postura hostil y apoye cualquier medida que tomen los israelíes, incluidos ataques militares y la anexión de territorio sirio. Es improbable que EEUU lidere ningún esfuerzo sobre Siria a corto plazo, dejando esta cuestión política en manos de los propios sirios, Turquía y Europa y disminuyendo el potencial de disputas transatlánticas.
- Cómo responde un Irán debilitado
Dadas las críticas de Trump al acuerdo sobre el Plan de Acción Integral Conjunto con Irán de Barack Obama y la insistencia europea en mantenerlo vivo, resulta irónico que los enfoques estadounidense y europeo hacia Irán estén hoy mucho más alineados. Las posiciones en Europa han cambiado desde la primera Administración Trump y hay un creciente consenso en que Irán tiene que pagar un precio por su planteamiento sobre los controles nucleares y su interferencia en la región y en los países de la UE. Todos coinciden en que un Irán nuclear alteraría la estabilidad de la región y no es probable que Europa se oponga seriamente a reforzar las sanciones. Otros actores, como los países del Golfo, China e India, pueden resultar más problemáticos, ya que no han mostrado ninguna inclinación a seguir el ejemplo de EEUU y Europa en el aumento de la presión sobre Irán. La grave crisis económica iraní puede aumentar el impacto de las sanciones, incluso con la ayuda de estos países. La respuesta de los dirigentes iraníes a esta presión está por ver, pero la cuestión clave girará en torno al programa nuclear. El nuevo presidente de Irán, Masud Pezeshkian, ha señalado su disposición a negociar, pero no está claro si el equipo de Trump presentaría unas condiciones que el gobierno iraní vería como algo distinto al abandono de su programa nuclear, lo que dificultaría el acuerdo. Es posible que Trump tenga que decidir si accede a la presión israelí para emprender una acción militar contra las instalaciones nucleares iraníes, un paso obviamente arriesgado que tendría implicaciones regionales impredecibles. Es menos probable que esta acción reciba el respaldo europeo, pero también que provoque serias críticas por parte de Europa. Dada su aversión a las guerras en el extranjero y su deseo expreso de llegar a un acuerdo con Irán, Trump podría optar por alentar los ataques israelíes contra las instalaciones nucleares iraníes, sin la participación de EEUU, al tiempo que endurece las sanciones con la esperanza de que esto lleve a Irán a la mesa de negociaciones. La cuestión clave en este escenario sería si las dos partes están dispuestas a ceder lo suficiente como para hacer posible un acuerdo.
El conflicto palestino-israelí y el destino de Gaza
Israel sigue siendo la clave de las políticas de la Administración Trump en Oriente Medio y el Norte de África, como demuestra el hecho de que el primer líder extranjero que ha visitado la Casa Blanca ha sido Netanyahu. La relación Trump-Netanyahu tendrá un papel muy importante a la hora de determinar el futuro de la región. Aunque el plan de paz de Trump para el conflicto israelí-palestino en su primer mandato, el Acuerdo del Siglo, fue finalmente rechazado tanto por los palestinos como por los israelíes conservadores, Oriente Medio fue el escenario de su mayor logro en política exterior: los Acuerdos de Abraham. Esta innovadora iniciativa supuso el primer avance en la integración de Israel en la región en décadas. También ignoró por completo las opiniones consensuadas transatlánticas previamente aceptadas sobre cómo crear una paz estable. Es probable que Trump intente ampliar este acuerdo para incluir a Arabia Saudí con el fin de cimentar aún más su legado como pacificador en la región. La forma en que persiga este objetivo será, casi con toda seguridad, muy distinta a la del consenso transatlántico de larga data. Por ejemplo, su propuesta sobre Gaza conmocionó al mundo árabe y al consenso entre Washington y Europa e ilustra su enfoque poco convencional de este largo conflicto enconado. De facto, Trump ha declarado alto y claro la muerte de la solución de los dos Estados. Los países europeos que tradicionalmente se han posicionado, junto con EEUU, como defensores de esta solución esbozada en los Acuerdos de Oslo, se encontrarán solos en este escenario. Varios países europeos han ido incluso más allá con su reconocimiento de Palestina y podrían encontrarse en oposición directa a la futura política estadounidense. Con Trump habiendo cancelado la idea de los dos Estados, la divergencia en el apoyo a Israel y las diferentes concepciones del futuro de los palestinos representarán un gran obstáculo para restablecer un posible consenso transatlántico.
El equipo de Trump querrá apoyarse sobre los Acuerdos de Abraham, pero la guerra de Gaza y la clara decisión política del gobierno israelí de descartar un Estado palestino lo dificultarán. En esta cuestión, la relación de Trump con Arabia Saudí será decisiva. Aunque Riad parece dispuesta a normalizar las relaciones con Israel y a utilizar esta voluntad para lograr concesiones de EEUU, la ambición del príncipe heredero Mohamed bin Salmán de asumir el manto del liderazgo árabe dependerá de su capacidad para convencer a Trump y luego a los israelíes de que cierto progreso político en la cuestión palestina es una condición previa necesaria para cualquier normalización. Esto fue reafirmado con contundencia por los saudíes inmediatamente después de que Trump comunicara su nuevo plan para Gaza. A corto plazo un Estado palestino, o incluso un plan para ello, es bastante improbable. Pero puede ser posible más adelante, con un nuevo gobierno israelí y un Trump ansioso por cimentar su legado. Mientras tanto, los pasos del gobierno israelí para anexionarse partes de Cisjordania o Siria, ocupar Gaza, permitir explícitamente el culto judío en la Explanada de las Mezquitas o restablecer los asentamientos dentro de Gaza probablemente encontrarán menos resistencia por parte de la nueva Administración estadounidense que con las anteriores, pero complicarán significativamente cualquier inclinación de los saudíes a seguir adelante con las negociaciones con Israel. Esta tensión entre los objetivos regionales de la Administración y su firme apoyo al primer ministro Netanyahu requerirá que el propio Trump deba decidir qué priorizar. Esto supone una oportunidad para que los palestinos presenten sus ideas sobre cómo resolver el conflicto y apuntalar el apoyo saudí a sus prioridades. En última instancia, corresponderá al príncipe heredero saudí determinar el precio final para la normalización. Por supuesto, una resolución duradera y sostenible de la cuestión palestina requerirá la aceptación tanto del pueblo israelí como del palestino. En el clima actual, esto es poco probable a menos que el plan ofrezca el potencial de un futuro en el que tanto palestinos como israelíes disfruten de la estabilidad y la seguridad que ambos merecen. Trump había gozado de popularidad tanto entre los israelíes como entre el pueblo palestino (antes de su anuncio sobre Gaza) y podría recuperarla si pivota hacia un plan viable que aporte estabilidad y desarrollo económico a la región.
Los cambios son siempre mal recibidos, y el fin definitivo del consenso transatlántico sobre Oriente Medio los será para los líderes europeos, exactamente igual que lo ha sido sobre Ucrania. Sin embargo, aunque supondrá un foco de tensión y un desafío en muchos sentidos, esta nueva situación representa una oportunidad clave para que todas las partes hagan un balance real de las políticas anteriores, de las prioridades nacionales y determinen el mejor camino a seguir para todos. Sin embargo, esto no es necesariamente negativo. Unas medidas audaces, si se estudian con detenimiento, podrían superar décadas de estancamiento, destrucción, violencia y desesperanza y liberar el potencial de Oriente Medio para que pueda unirse a Europa y EEUU como un contribuyente en igualdad de condiciones a la prosperidad mundial, en lugar de ser una fuente de tensión y conflictos. Esta evolución también podría sentar las bases de un nuevo consenso transatlántico radicalmente diferente en la región, basado en nuevos paradigmas y enfoques, y también podría ayudar a Europa y EEUU a recomponer lazos en otros contextos. Trump no parece estar interesado en tener una relación sólida con Europa, pero ha demostrado, en varias ocasiones, que está dispuesto a cambios radicales y a revisar sus decisiones anteriores. Por ello, los europeos deberían ser conscientes de que el consenso transatlántico no está necesariamente muerto para siempre, sino que puede revivir, sobre nuevas bases, si también están dispuestos a explorar nuevos enfoques, y a ser más audaces, en Oriente Medio./