En unos pocos meses la Comunidad Europea ha pasado de una fase de “euro-optimismo” a otra de “euro-pesimismo”. Por mi parte, preferiría situarme entre los “euro-lúcidos”, porque con frecuencia he visto cernerse el pesimismo más negro sobre la gran empresa inaugurada en los años cincuenta y en trance de continuarse, y después renacer el optimismo y dar nuevos pasos cuando, poco tiempo antes, se podía pensar que el horizonte estaba cerrado. Así, en las circunstancias actuales, me alegro de poder hablar del desafío político que plantea la moneda única.
Aunque es cierto que, en comparación con lo que ocurría hace unos meses, afrontamos dificultades cuya gravedad no debemos disimular, no lo es menos que, tras todos los esfuerzos llevados a cabo en la Comunidad, existe la voluntad profunda de no sacrificar lo que ha sido la obra más importante que los países europeos han ejecutado desde los años cincuenta. Existe también la voluntad de proseguir la obra emprendida, porque ésta corresponde no solamente a las aspiraciones de los miembros de la Comunidad desde 1950, sino también a las de todos nuestros amigos de Europa central y oriental que se han lanzado con mucho valor por el camino del pluralismo político, de la economía de mercado y de la apertura al comercio internacional, y que desean poder unirse a la Comunidad en los años venideros. Así pues, es necesario que esta Comunidad exista y sea sólida.
Los acontecimientos negativos que pueden producirse en tal o cual momento no deberían separarnos de lo que es el objetivo a largo plazo: la creación de la Unión Europea, que queda claramente expresada en el Tratado de Maastricht. La gran novedad de este tratado es que no habla ya sólo de la Comunidad Europea, o de las Comunidades Europeas, o de la Comunidad Económica Europea….

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