Poco tardó la Rusia de Vladímir Putin en adaptarse a la nueva situación creada en Siria tras el fulgurante avance de las fuerzas opositoras sirias dirigidas por el antiguo comandante yihadista Ahmed al Shara. Apenas unas horas después de la huida del dictador Bashar al Assad, consumada gracias al apoyo logístico del contingente militar ruso en el país árabe, en la sede de la embajada siria en Moscú, sita en el exclusivo y céntrico distrito de Khamovniki, ya ondeaba la bandera verde, negra y blanca de la revolución siria, ese movimiento al que el Kremlin había dedicado ingentes esfuerzos bélicos y logísticos durante la década anterior para eliminarla de la faz de la Tierra.
Retirando, sobre el papel, la legitimidad al sátrapa damasceno, su principal aliado en Oriente Próximo hasta ese momento, las autoridades rusas enviaban el mensaje al mundo de que oficialmente asumían la nueva realidad creada sobre el terreno por las tropas rebeldes, en un Estado en el que durante los años previos habían invertido miles de millones de dólares para apuntalar una presencia militar y política en Oriente Próximo que debía prolongarse durante al menos medio siglo. Un cambio de rumbo de 180 grados en su política hacia Siria, habida cuenta de que escasos días atrás, la aviación rusa con base en el aeródromo de Hamaimim, cerca de la ciudad costera de Latakia, aún combatía a las fuerzas rebeldes que lograron derrocar al régimen de Al Assad, atacando objetivos civiles en las ciudades que iban cayendo bajo su control, con la vana esperanza de frenar el avance rebelde y el desplome del régimen sirio.
El cambio de guardia en la legación siria de la capital rusa no fue el único gesto del Kremlin hacia los nuevos amos del país. Coincidiendo con el avance de las fuerzas de Al Shara, las agencias de noticias de Rusia comenzaron a reproducir declaraciones de responsables políticos rusos, en particular del portavoz presidencial, Dmitri Peskov, asegurando que su gobierno ya estaba hablando con las nuevas autoridades del país, unas declaraciones que sembraron el desconcierto entre los observadores y que incluso el Instituto de Estudios sobre la Guerra (ISW) recogió, cuestionándose la identidad del interlocutor de Moscú.
Con casi total seguridad, el vocero ruso se refería a Ahmad al Awda, comandante de la facción paramilitar Sala de Operaciones Sur, un hombre que en 2018 había aceptado abandonar la lucha armada contra Al Assad e integrarse en las filas gubernamentales, formando la 8º Brigada, una unidad militar que recibía órdenes directas de Rusia. Al observar el fulgurante avance de Hayat Tahrir al Sham, el líder paramilitar volvió a cambiar de bando y se unió a las filas rebeldes, convirtiéndose en decisivo en precipitar la caída de Damasco en escasas horas.
Todos estos hechos ponen sobre el tapete una inquietante realidad, con una gran capacidad desestabilizadora para la transición política que inicia ahora el país árabe: Rusia se resiste a perder su influencia en Siria. Y emite señales de que empleará todas las bazas que aún le quedan para impedir que su principal aliado en la zona cambie definitivamente de bando, agarrándose al país como un clavo ardiendo. Moscú incluso no descarta “revertir la situación” y propiciar el regreso de Bashar al Assad o de otro gobernante de perfil similar favorable a sus intereses, valora para la revista afkar/ideas, Pablo Medina, periodista que ha seguido con detalle desde el terreno la caída del régimen de Al Assad y la llegada al poder de los nuevos gobernantes.
La presencia rusa en Siria
¿Por qué Moscú se niega a abandonar, contra viento y marea, el país árabe? ¿Qué empuja a Putin a involucrarse de esta forma tan intensa en los asuntos de Siria, con todos los riesgos que ello conlleva?
Desde la época de la Guerra Fría, la cooperación entre ambos Estados, tanto en servicios de inteligencia como asesores militares, ha sido siempre muy estrecha, incrementándose sustancialmente con el arranque de las protestas en favor de la democracia en 2011. En 2015, el Kremlin decidió intervenir militarmente en el país árabe al comprobar que su aliado estaba punto de colapsar ante el empuje armado de la oposición.
Y lo hizo por tres razones: por un lado, para garantizar la continuidad de las dos principales bases con las que cuenta fuera de su territorio, es decir, el mencionado aeropuerto militar de Hamaimim, y la base naval de Tartús. La primera instalación, según el Instituto de Estudios sobre la Guerra, permite a Rusia garantizar las rotaciones de los mercenarios de Africa Corps, milicia conocida antes como Wagner, desplegados en los países de África subsahariana que se encuentran en estos momentos en la órbita de Moscú, tales como Mali, la vecina Níger o la República Centroafricana. La segunda infraestructura, de acuerdo con la misma fuente, permite a las Fuerzas Armadas de Rusia no solo amenazar el flanco sur de la OTAN, sino también mantener una presencia activa de sus buques en el Mediterráneo oriental sin necesidad de transitar por los estrechos de Turquía para repostar y reabastecerse.
Por otro lado, la presencia rusa en Siria tenía también objetivos económicos. El territorio del país árabe es el paso obligado de cualquier infraestructura de hidrocarburos que permita en el futuro unir los yacimientos de petróleo y gas de los países del golfo Pérsico con Europa, instalación que necesariamente, de construirse, haría la competencia al aprovisionamiento de estas fuentes de energía desde Rusia. Al Assad había reiterado, en varios momentos del largo conflicto civil en Siria, que bajo ningún concepto autorizaría su construcción.
Además, la explotación de los ricos yacimientos de gas que alberga el Mediterráneo oriental, parte de los cuales se hallan en aguas territoriales sirias, debía proporcionar pingües beneficios a las empresas rusas del sector. En 2021, el gobierno sirio firmó con Capital Oil, una empresa con base en la localidad rusa de Petrozhavosk, un contrato de cuatro años de duración para la exploración de yacimientos de petróleo y gas que generó gran indignación en la vecina Beirut. El gobierno libanés consideraba que los términos del pacto violaban su soberanía territorial.
Tres meses después del derrocamiento del régimen de Al Assad, el futuro de las bases militares rusas permanece aún en el alero, en medio de un ensordecedor silencio oficial, tanto por parte de las autoridades rusas como de los nuevos gobernantes de Siria. De acuerdo con las imágenes obtenidas por satélite, el ejército ruso ha retirado una parte importante del material desplegado desde 2015, un movimiento definido en la BBC por Frederik van Lokeren, analista de movimientos navales, como una “evacuación a gran escala”. El pasado 23 de enero, estas fotografías mostraban a dos mercantes, el Sparta y el Sparta II, ambos de 122 metros de eslora, amarrados en la sección militar del puerto de Tartús, prestos a cargar material militar.
En el aeródromo de Hamaimim, a un centenar de kilómetros al norte, se observaban escenas similares. Enormes aviones de carga Antonov An124 e Iliushin Il-76 vienen realizando, desde mediados de diciembre, una media de un vuelo diario con destino al este de Libia, uno de los lugares donde se especula que el Kremlin podría reacomodar parte de su contingente militar.
La entrevista que mantuvieron en Damasco el presidente interino Al Shara y el viceministro de Exteriores de Rusia, Mijaíl Bogdánov, se saldó con un estrepitoso fracaso para las aspiraciones de Moscú de mantenerse en Siria. La parte siria conminó a Moscú a “enmendar los errores del pasado” y a cooperar en la justicia transicional para “depurar responsabilidades de la guerra brutal del régimen de Al Assad contra la población civil”, lo que equivalía a demandar la entrega de Al Assad y su familia, refugiados en Moscú tras el hundimiento de su régimen. Damasco también exigió “reparaciones” económicas, y aunque se mostró dispuesto a continuar dialogando, dio a entender que aspiraba a establecer con Rusia un tipo de relación muy diferente a la desigual relación que mantenía con Al Assad. Las fotografías protocolarias durante el viaje del responsable ruso a Damasco confirmaron los escasos resultados del encuentro y lo gélido del ambiente: Bogdánov aparecía en las imágenes con el semblante serio y sin apenas esbozar siquiera una sonrisa.
Anton Mardásov, investigador del programa para Siria adscrito al Middle East Institute de Washington, valoró entonces todos estos acontecimientos, en un email, como una señal de que en la nueva Siria “no habrá lugar para Rusia más allá de los contactos de cortesía”. El analista recordó que, antes de la visita de Bogdánov, el gobierno de Al Shara había recibido una gran cantidad de delegaciones oficiales, en particular de la Unión Europea, que habían vinculado directamente el levantamiento de las sanciones y la concesión de paquetes de ayuda financiera a la evacuación de las bases militares rusas. Las demandas de la nueva Siria eran para Moscú simplemente “inaceptables”, concluyó.
Al margen de los canales oficiales de gobierno a gobierno, Moscú cuenta con otras bazas con las que aspira a ejercer una influencia directa sobre los asuntos sirios en el futuro. La principal de ellas se llama Ahmad al Awda, el mencionado líder de la denominada Sala de Operaciones del Sur, una facción rebelde siria que en 2018 llegó a un acuerdo con Rusia para devolver la provincia de Deraa al control gubernamental, pero manteniendo intacta su fuerza armada. Ahora que ha vuelto a cambiar de bando y a unirse con sus antiguos compañeros de armas de los albores de la revolución siria, el comandante militar se ha negado a disolver su fuerza armada, entregar las armas y a integrarse en el futuro Ejército de Siria, tal y como demanda el gobierno de Al Shara.
“Tenemos armas y armamento pesado, podemos integrarnos en el Ministerio de Defensa, pero como una unidad”, ha declarado su portavoz, el coronel Nasim Abu Orra, a sabiendas de que sus palabras equivalían a una quiebra en la unidad del futuro Ejército sirio. Periodistas que han viajado recientemente a Deraa han confirmado que la milicia armada, que, según cálculos no corroborados, podría contar con hasta 10.000 hombres, sigue sin desmovilizarse. Al Awda, en opinión del periodista Medina, “se comporta como un señor de la guerra y lo único que le interesa es su poder”. Respecto a la presencia de las bases militares rusas, el cabecilla guerrillero no se ha pronunciado públicamente, pero todos los observadores dan por sentado que presionará en favor de su mantenimiento desde la trastienda.
En los años en que Al Awda ejerció de representante del régimen sirio en la gobernación de Deraa y los territorios adyacentes, se creó una suerte de “pequeña Rusia” en toda la región sureña bajo su control, en palabras del reportero Medina. Su sueldo y el de sus milicianos era pagado directamente por Moscú, cuyas autoridades le permitieron mantener armamento ligero. La munición también era sufragada por Rusia. Pese al pacto entre el antiguo rebelde y la potencia rusa, la región no recuperó la estabilidad ni la seguridad, sino todo lo contrario, tal como relató en eldiario.es el periodista sirio Okba Mohammad. Se hundió en una espiral de asesinatos selectivos de personas vinculadas en el pasado con la oposición, mediante armas con silenciador e incluso envenenamientos con sustancias radioactivas, un método tradicionalmente utilizado por el Kremlin. Era como si la presencia del padrino ruso hubiera traído los métodos que emplea el gobierno ruso con su propia oposición.
De acuerdo con la organización Free League y la publicación Syria Direct, entre 2018 y 2022 se han llegado a documentar los asesinatos de una veintena de líderes militares y políticos vinculados en el pasado a la oposición a Al Assad. Según declaró entonces a eldiario.es el general de brigada Abdulá al Asaad, el móvil de esta campaña no solo consistía en la venganza del régimen sirio y su aliado ruso contra la ciudad en que había nacido en 2011 la revolución contra Al Assad, sino también en extender “el caos para que los habitantes de la región se cansaran y creyeran que la única solución (de recuperar la paz y la estabilidad) era regresar al seno del régimen”.
Relaciones con Israel
Oriente Próximo es, tradicionalmente, una región donde las alianzas militares y políticas son fluidas, por no decir efímeras. El enemigo del pasado puede convertirse en aliado en cuestión de días u horas, dependiendo de los movimientos de los diferentes actores, y viceversa. Y precisamente, al cierre de este artículo, Israel, cuya campaña militar contra la presencia militar iraní en Siria y contra la milicia chií libanesa Hezbolá, aliada indispensable de Al Assad, tuvo el efecto colateral de debilitar irremisiblemente los cimientos del régimen sirio, se está perfilando, en este arranque de la transición en Damasco, como uno de los principales abogados de la presencia militar rusa en Siria.
A finales de febrero, la agencia Reuters difundió la noticia de que el país hebreo estaba presionando a Washington para que el Kremlin pudiera mantener sus bases en Siria, citando a cuatro fuentes coincidentes, con el ánimo de contener la penetración de Turquía y apostando por una Siria descentralizada y debilitada. “El gran temor de Israel es que Turquía venga y proteja este nuevo orden islamista”, ha asegurado a este medio de comunicación el experto Aron Lund, del laboratorio de ideas Century International.
Las relaciones entre el Israel presidido por Benjamín Netanyahu y la Rusia de Putin, aunque han experimentado altibajos, siempre han sido cercanas y han estado presididas por la buena sintonía personal y la comprensión hacia sus intereses mutuos. Durante la guerra civil en Siria, Moscú no se opuso militarmente a que la aviación israelí bombardeara objetivos iraníes en el país árabe, ni ordenó actuar a sus defensas antiaéreas. Todo ello, además, acordado por dos presidentes con personalidades afines que parecían conectar y manifestar un elevado grado de complicidad en público, con gestos de Putin hacia Netanyahu no vistos con otros dirigentes políticos. En 2016 incluso le invitó al teatro Bolshói a ver una representación de ballet, algo que no suele hacer con dirigente foráneos.
Las relaciones entre Moscú e Israel nada tienen que ver con las existentes durante la Guerra Fría, cuando el liderazgo y la propaganda soviética consideraban que el sionismo no era más que la expresión de un “racismo imperialista” impulsado por Washington y el lobby judío estadounidense, y por sistema apoyaba a las naciones árabes durante el conflicto árabe-israelí. De hecho, las relaciones diplomáticas entre Moscú y Tel Aviv estuvieron interrumpidas hasta 1991.
Como última baza, consideran muchos analistas, Moscú puede apostar por la desestabilización de las nuevas autoridades a través del impulso de combatientes radicales dentro de las mismas filas de las actuales fuerzas gubernamentales, formadas en algunos casos por antiguas facciones yihadistas que incluso llegaron a combatir en las filas de Estado Islámico. Con el paso del tiempo, muchos analistas han podido documentar el relevante papel que ejercieron tanto el régimen sirio como su principal padrino, el Kremlin, en la génesis del grupo ultrarradical EI en los primeros años de la guerra civil en Siria.
En el caso de Damasco, en 2011, liberando a decenas de presos extremistas de la cárcel de Sednaya, la principal prisión del régimen de Al Assad, con el objetivo de que radicalizaran a la oposición democrática y la deslegitimaran, tanto en el interior como en el exterior del país. Y posteriormente, comerciando con hidrocarburos extraídos de los yacimientos de Deir Ezzor. En el caso de Moscú, según documentó la agencia Reuters en su día, entregando en 2013 pasaportes a militantes extremistas en situación de busca y captura que se habían levantado en armas contra Rusia, sacándose de encima y exportando el problema a Oriente Próximo.
Aunque aún es pronto para extraer conclusiones, los sucesos de inicios de marzo en las provincias costeras mediterráneas, en los que cientos de civiles alauiés han sido masacrados por milicias paramilitares sobre el papel aliadas del gobierno del presidente interino Al Shara, podrían obedecer a este perverso patrón de actuación de radicalizar a los enemigos para restarles legitimidad. Según ha informado Javier Espinosa en las páginas de El Mundo, un grupo independiente sirio ha asegurado que las masacres fueron llevadas a cabo por yihadistas extranjeros fuera del control del gobierno al tiempo que recordó que la debilidad de las nuevas autoridades sirias permite las injerencias de todo tipo de potencias extranjeras con intereses en Siria. Entre las cuales, sin ninguna duda, se halla la Rusia de Putin./