“Con la propaganda pasa como con el arte de la pintura, la imagen más valiosa no es la que más se asemeja a la realidad, sino la que genera más emociones”. Se lo podríamos escuchar a cualquier spin doctor contemporáneo, a esos que presumen de haber trabajado en las campañas de Barack Obama o quizá en las de Donald Trump. Pero esto, y mucho más, lo dice ahora Robert Stadlober cuando encarna a Joseph Goebbels en la nueva obra de Joachim Lang, El ministro de propaganda (2024).
El ministro de propaganda (2024)
Dirección: Joachim Lang, Alemania
135 minutos
La película, centrada en el genio inmortal, tenebroso y fanático de la propaganda política, que terminó suicidándose con Hitler en el búnker de la Cancillería después de asesinar a sus hijos, recorre la figura de Goebbels dentro del círculo íntimo de Hitler como clave de bóveda del proyecto totalitario nazi.
Hoy sabemos que la propaganda que desplegó el régimen nazi fue tan efectiva como los tanques. Y sabemos también que, de todos los jerarcas nazis, fue seguramente Goebbels el que más legado dejó. No dejó seguidores, en términos estrictos, pero sí nos enseñó el poder infinito que tienen las emociones en las masas. Su tesis es tan espeluznante como contemporánea: avivar e inculcar el odio funciona. La búsqueda de un enemigo exterior ayuda a tapar las miserias propias y moviliza. Que se lo digan a la colección de mandatarios internacionales que miran desde sus fronteras hacia fuera para encontrar a sus malos. Eso sí: la ira se despierta fácil, pero se apaga difícil. Y las masas, expuestas a discursos de odio, viran fácilmente hacia tesis que siempre acaban en violencia.
«La tesis de Goebbels es tan espeluznante como contemporánea: avivar e inculcar el odio funciona»
Hoy, casi un siglo después, la propaganda sigue en auge y está en uno de sus momentos más dulces, democratizada gracias a las redes sociales. Hay más, y no menos, discursos de odio y su práctica política da más opciones, y no menos, de llegar al poder. No hay ninguna opción política extremista que no traiga de vuelta estas tesis. Lo hacen de manera más o menos burda, en consonancia con el proyecto más o menos autoritario al que se apela.
Entonces fue Goebbels. Como él mismo recuerda en la película, nadie sabe quién fue el propagandist-in-chief de los británicos, de franceses o de los estadounidenses, pero todo el mundo sabe quién es él. La reflexión, salvando todas las distancias, nos pone sobre aviso de esos gurús que merodean en muchos de los despachos del poder y que, en lugar de hacer su trabajo, convierten a su propia persona en el producto final.
El gremio de la comunicación política sufre, de manera habitual, de nombres que aspiran a ser protagonistas. Esta práctica suele envilecer el trabajo, e invierte los factores de la medición del éxito. Si el incentivo es darse a conocer, y no la mejora de la sociedad a través de una opción política inclusiva, los escrúpulos serán menores.
«El gremio de la comunicación política sufre, de manera habitual, de nombres que aspiran a ser protagonistas»
No hay momentos de empatía con Goebbels en esta película. Ni cuando se enamora de una actriz checa por la que quiere dejar toda su vida atrás, ni cuando nos presentan momentos familiares. Sí los hay, aunque breves, con Adolf Hitler, interpretado por un Fritz Karl que destaca en alguna de las escenas cotidianas del film. En todo caso, lo mejor de la película es que muestra la trastienda de la propaganda. El laboratorio fanático de pruebas que convierte a un personaje siniestro en Führer, a un pueblo en seguidor acrítico de una conducta criminal y a un engranaje que se centra en cómo lograr que la opinión pública abrace la guerra y deje atrás la paz. Y lo aterrador es que funciona.