POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 227

Un clérigo pasa junto a un mural de la antigua embajada de Estados Unidos, cuyo gobierno se ha sumado en junio al de Israel con ataques aéreos dirigidos contra el programa nuclear de Irán. (Teherán, 14 de febrero de 2007). GETTY

Irán en la encrucijada

Tras la humillación de la ofensiva de bombardeos por parte de Israel y Estados Unidos del pasado junio, los dirigentes de la República Islámica sopesan cómo asegurar su supervivencia.
Ángeles Espinosa
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Durante doce días del pasado junio, y tras décadas de advertencias, Israel ejecutó su amenaza de bombardear las instalaciones nucleares de Irán. La audacia y precisión de los ataques evidenció no solo la superioridad militar del agresor, sino que éste había logrado infiltrarse en las altas esferas de los servicios de seguridad de su enemigo. Una humillación en toda regla que ha revelado la debilidad de la República Islámica. Aun así, el régimen revolucionario sigue en pie y mantiene la retórica desafiante. Pero bajo las declaraciones de victoria, sus dirigentes sopesan cómo mantener a flote un sistema que ha perdido el respaldo mayoritario de los iraníes.

Desde el inicio del asalto israelí se ha especulado con los cambios que la operación iba a desencadenar en Irán y en Oriente Próximo. Tres meses después, las aguas parecen haber vuelto a su cauce. Para sorpresa de algunos observadores, el golpe al programa atómico iraní (con la participación final de Estados Unidos) no ha provocado ni un conflicto regional, ni un levantamiento popular dentro de la República Islámica. Para sus gobernantes la supervivencia ya es un triunfo: mantienen el control coercitivo del poder y su infraestructura nuclear y de misiles, aunque muy dañada, no ha sido destruida por completo. Sin embargo, nada volverá a ser igual. La guerra ha dejado a Irán más debilitado y aislado.

Antes de atacar las instalaciones atómicas, Israel redujo la capacidad de respuesta de Teherán bombardeando sus defensas antiaéreas y bases de misiles. Para entonces, hacía meses que había neutralizado el poder disuasorio de su principal aliado regional, la milicia libanesa de Hezbolá, y contribuido con ello a la caída de Bashar el Asad en Siria, otro de sus apoyos clave. Eliminados esos obstáculos, los israelíes decapitaron la cúpula militar y asesinaron a destacados científicos nucleares. Incluso desplegaron una base de drones dentro de territorio iraní, evidenciando que disponían de ayuda interna a alto nivel.

Ha sido un duro revés para un régimen que llevaba años desafiando a Israel mediante la técnica de tirar la piedra y esconder la mano a través de su red de peones regionales (proxies). Aunque el sistema no ha mostrado fisuras significativas, sus dirigentes están a la defensiva. Da la impresión de que con el recurso a la fuerza, Tel Aviv y Washington han conseguido justo lo que decían querer evitar: una República Islámica más autoritaria en el frente interno y más peligrosa hacia el exterior en su convicción de que solo la bomba atómica frenará futuros ataques.

 

Aumento de la represión

Tras la ofensiva israelí, se multiplicaron los puestos de control por todo el país y las organizaciones de derechos humanos han contabilizado 21.000 detenidos, muchos de ellos por espionaje. El poder judicial (en manos de los ultraconservadores) acelera los juicios contra aquellos acusados de complicidad con el enemigo y han aumentado las ejecuciones. La caza de brujas contra los colaboracionistas también ha alcanzado a los refugiados afganos, cuyas deportaciones se han intensificado desde junio. A pesar de que incluso disidentes –como la Nobel de la Paz (2023) Narges Mohammadi– criticaron a Israel, el régimen no quiere correr riesgos y los ha conminado al silencio.

Ese celo, rozando la paranoia, contrasta con el hecho de que las autoridades se han vanagloriado de la respuesta popular a la agresión. Aunque muchos iraníes desean un cambio político, como vienen expresando en las protestas que se suceden desde 2009 (la última hace tres años a raíz de la muerte de una joven detenida por llevar mal puesto el velo), su actitud patriótica durante los doce días de guerra mostró la desconfianza ante cualquier proyecto instigado desde el exterior. No en vano en lo que va de siglo han visto el caos desatado en Irak por la invasión estadounidense y en Siria por la sublevación contra El Asad. Los mayores también recuerdan los estragos de la Revolución de 1979. No quieren eso para su país.

Al sistema le beneficia el fervor nacionalista y ha intentado cooptarlo, algo que tal vez haya sido útil en un primer momento para acallar el malestar latente, pero que difícilmente va a servir como pegamento social a largo plazo. El problema de base es la economía. Ya antes de la guerra, las sanciones –reforzadas por la mala gestión y la corrupción– habían reducido a uno de los principales exportadores de petróleo a una sombra de lo que fue. Ahora, los iraníes cuestionan además los enormes recursos destinados a financiar las milicias en el exterior y los programas nuclear y de misiles, que no les han protegido de los bombardeos israelíes (aunque alguno de esos cohetes traspasara las defensas antiaéreas del agresor).

 

El sufrimiento diario de los iraníes

El dispendio resulta aún más sangrante a la vista del estado de las infraestructuras básicas. Millones de iraníes sufren a diario apagones y cortes de agua. Este verano la falta de electricidad mantuvo cerradas por la tarde numerosas oficinas públicas y llevó a declarar varias jornadas festivas en Teherán. Con un 40% de inflación media en los pasados cinco años, el poder adquisitivo se ha desplomado. La gente no sale a protestar porque, a la vista de las últimas experiencias, significa jugarse la vida.

 

«El régimen carece de solución para los problemas económicos de Irán y la situación empeorará si opta por un mayor aislamiento»

 

Hace ya tiempo que el régimen carece de solución para los problemas económicos y la situación empeorará si opta por un mayor aislamiento. Lo que Irán necesita, el fin de las sanciones para poder rehacerse y ocupar el papel de potencia regional al que aspira, solo puede obtenerlo de Estados Unidos. De ahí que el asunto clave que está debatiendo la oligarquía gobernante es si entablar o no nuevas negociaciones con quien su propaganda llama el Gran Satán.

A favor, quienes esperan que el alivio económico aplaque el malestar social y afiance la República Islámica. Quienes se oponen, lo consideran una pérdida de tiempo: recuerdan que el ataque de Israel se produjo dos días antes de una nueva cita entre diplomáticos de ambos países y la afrenta que supuso la retirada de Washington en 2018 del acuerdo nuclear alcanzado tres años antes (el Plan de Acción Integral Conjunto, conocido como JCPOA por sus siglas en inglés).

La última palabra la tiene el líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, un clérigo de 86 años, a quien muchos iraníes culpan de la reciente guerra por su empeño ideológico en la destrucción de Israel. Desde que asumió el poder en 1989, se ha apoyado en los sectores más ideológicamente inflexibles y ha diezmado a la oposición. Es en ese entorno de generales de la Guardia Revolucionaria (Pasdarán), veteranos de la guerra contra Irak y clérigos ultramontanos, donde Jamenei recluta a los asesores que escucha antes de tomar sus decisiones. Por ello resulta tentador deducir su oposición a volver a la diplomacia. Sin embargo, de las ambiguas declaraciones de sus adláteres se desprende que aún no ha cerrado la puerta.

 

La relación con Estados Unidos

En la República Islámica, las relaciones con Estados Unidos (que cortó lazos diplomáticos como consecuencia del asalto a su Embajada en Teherán poco después de la Revolución) siempre han sido una línea roja. Su fundador, el ayatolá Jomeini, hizo de esa enemistad uno de los pilares del nuevo régimen. Pero tras años de contactos directos e indirectos, el tabú está superado. Negociar o no con la superpotencia depende de algo más esencial: saber si quienes mandan están dispuestos a limitar las ambiciones nucleares que han convertido en el eje de su política de disuasión y de influencia. En la práctica, renunciar al enriquecimiento de uranio.

Ese proceso, que transforma el mineral en combustible atómico válido tanto para alimentar una central eléctrica como para fabricar una bomba en función del nivel de pureza alcanzado, está en el centro de la disputa con Irán desde el descubrimiento de su programa nuclear secreto en 2002. En el JCPOA se pactó un umbral máximo de enriquecimiento del 3,67% (suficiente para ese uso civil), lo que permitía a la República Islámica salvar la cara y a Estados Unidos (y el resto de los firmantes) retrasar la posibilidad de que aquella desarrollara una vertiente militar.

Teherán siempre ha insistido en el carácter pacífico de su proyecto y en su derecho a producir el combustible en su territorio. Sin embargo, desde el abandono del acuerdo por parte de la primera Administración Trump, ha enriquecido uranio al 60% de pureza, acercándose al 90% necesario para el armamento. Según el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), la agencia de la ONU encargada de vigilar el cumplimiento del JCPOA, logró (y conserva) 408 kilogramos de ese uranio altamente enriquecido, suficiente para media docena de bombas. Esa posibilidad sirvió de pretexto a Israel para su ataque. Pero ya antes de la guerra, el inquilino de la Casa Blanca dejó claro que no iba a permitir que Irán siguiera enriqueciendo.

 

La vuelta a las sanciones

Desde el conflicto, Reino Unido, Alemania y Francia (los tres países europeos que junto a Estados Unidos, China y Rusia firmaron el JCPOA con Irán) intentan sin éxito que Teherán se avenga a cumplir los compromisos pactados para hacer posible el diálogo con Washington.
A falta de avances, a finales de agosto solicitaron a la ONU que le reimponga las sanciones suspendidas tras aquel acuerdo, antes de que expire su vigencia el próximo 18 de octubre. Eso reforzaría el aislamiento del país (al dificultar aún más intercambios comerciales y transacciones financieras). Aun así, la respuesta iraní ha sido negar que tengan derecho a invocar dicho mecanismo de respuesta (llamado snapback) y amenazar con retirarse del Tratado de No Proliferación y suspender toda colaboración con el OIEA.

Es una postura maximalista que los europeos esperan superar antes de los 30 días de plazo hasta que la penalización sea efectiva. Pero ni tienen el respaldo de Rusia y China, ni el ambiente en Teherán es el mismo que rodeó la firma del JCPOA. En el entierro del último científico nuclear asesinado en la operación israelí, su hermano se mostró convencido de que aquel “estaría vivo si Irán hubiera tenido la bomba”. Es un sentir que comparten destacados miembros de la élite dirigente. Renunciar al enriquecimiento cierra esa posibilidad y les restaría apoyos en el sector social más conservador que constituye su base. Está por ver si el régimen asumirá el riesgo de proseguir el programa atómico en la clandestinidad, algo mucho más difícil ahora debido a que Israel está al quite y Estados Unidos parece poco dispuesto a frenarlo.

El presidente iraní, Masud Pezeshkian, ha admitido la difícil tesitura al criticar a quienes se oponen a las negociaciones. “¿Qué quieren hacer, construir otras plantas nucleares para que nos las destruyan de nuevo?”, se preguntaba en una reunión con responsables de medios de comunicación locales, en la que también reconoció su falta de autoridad para emprenderlas sin el visto bueno del líder supremo.

 

La encrucijada

De ahí la encrucijada en la que se halla la República Islámica. Tras haberse asomado al precipicio, los gobernantes tienen que elegir entre empecinarse en los valores revolucionarios y ahondar en su ensimismamiento, o decantarse por la vía diplomática en aras de su supervivencia. Algunos analistas ven en esta segunda opción la posibilidad de un Irán menos ideológico, en el que tal vez se reduzca un poco la presión social. Pero incluso esa vía más pragmática genera escasas esperanzas entre los iraníes, cuyos llamamientos tras la guerra para una reforma política que limite la influencia del ala dura han caído en saco roto.

 

«Renunciar al enriquecimiento del uranio les restaría apoyos en el sector social más conservador que constituye su base»

 

Ni que la policía de la moral haya dejado de molestar (por ahora) a las mujeres que no se cubren el pelo, ni algunos nombramientos de conservadores moderados constituyen cambios de enjundia. “Si el sistema quisiera dar un giro significativo, sería Jamenei quien debiera ofrecer un discurso público para acallar a los ultras”, defiende un analista iraní que desconfía de los gestos. Muchos ciudadanos están convencidos de que la crisis con Israel se ha cerrado en falso y que la guerra no ha terminado. Temen que sus dirigentes intenten vengar la humillación y eso les acarree nuevos bombardeos. Sospechan que mientras no se alcance la paz entre ambos países, algo que consideran alto improbable ante la rigidez del régimen islamista, no desaparecerá ese peligro.