idolos caidos
Autor: Alex von Tunselmann (Fallen idols) y Peio H. Riaño (Decapitados)
Editorial: Headline (Fallen idols) y Ediciones B (Decapitados)
Fecha: 2021
Páginas: 272 (Fallen idols) y 320 (Decapitados)
Lugar: Londres (Fallen idols) y Barcelona (Decapitados)

La caída de los ídolos

Ninguna versión de la historia puede ser petrificada para siempre. Las estatuas no tienen derechos, mientras que las sociedades tienen la responsabilidad de reconsiderar, una y otra vez, sus valores y la forma en la que recuerdan su historia.
Luis Esteban G. Manrique
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En septiembre de 2020, la escultura del fundador de Ibagué (Colombia), Andrés López de Galarza, fue quemada y embadurnada con pintura roja durante una protesta contra la discriminación racial. En mayo de este año, la efigie fue finalmente derribada y llevada a rastras después a la Universidad del Tolima para que fuese juzgada por genocidio. La prensa tolimense no aclaró si alguien la defendió o si tuvo garantías procesales.

Según su biógrafo, Álvaro Cuartas Coymat, fue Juan de Borja, presidente de la Real Audiencia de Santafé de Bogotá, y no Galarza quien entre 1605 y 1611 acabó con los guerreros de la tribu pijao que asolaban la ruta entre Santafé y Popayán. Cuando se produjeron las masacres, Galarza llevaba ya más de 30 años muerto, un detalle que no pareció importar mucho a los nuevos inquisidores.

Días después, un grupo de artistas erigió en el mismo lugar un monumento in memoriam de Manuel Quintín Lame (1880-1967), el líder indígena paez que En defensa de mi raza (1939) propuso la creación de una “República Chiquita de Indios” que pudiese enfrentarse a la “República Grande de los Blancos”.

El 29 de abril, en Popayán, miembros de la etnia misak derribaron por segunda vez la estatua de Sebastián de Belalcázar (1480-1551) que en julio de 1936 el entonces presidente, Eduardo Santos, encargó al escultor palentino Victorio Macho para situarla en el Morro de Tulcán, un antiguo lugar sagrado y ceremonial de los misak.

“Somos los herederos de los que no pudiste matar” increparon a la efigie mientras la derribaban. “Llevaba años mirándonos”, dijeron a los medios de prensa, como si estuviese viva. El senador Feliciano Valencia, de etnia nasa, comentó que tumbar una estatua es “descolonizar el pensamiento” para seguir resistiendo al “olvido, el despojo y el exterminio”.

La ministra de Cultura, Angélica Mayolo, prometió que la escultura no volvería al cerro para que al fin “se contara la historia que no se ha contado”. Las protestas de este año contra el gobierno conservador de Iván Duque han dejado pedestales vacíos en plazas y parques desde Cali a Barranquilla, en lo que Patrick Moralse, director de patrimonio cultural de Bogotá, llama una “interpelación masiva del espacio público como matriz estética del colonialismo”.

 

Vae victis

En Uses and abuses of history (2010) Margaret McMillan destacó la necesidad que tiene cada generación de replantearse su pasado y buscar nuevas perspectivas para interpretarlo. La iconoclasia (eίκονοκλάσμος), es una forma especialmente eficaz de hacerlo.

Cuando comenzaban sus reinados, los faraones egipcios y los emperadores romanos solían destrozar las estatuas de sus antecesores y enemigos. El Deuteronomio (12:3) ordena destruir sin contemplaciones las figuras idolátricas. Durante la Reforma, Calvino despojó de imágenes e iconos los altares y muros de la antigua catedral de Ginebra, que eligió como su iglesia madre. Las revoluciones francesa y rusa repitieron el ritual con los monumentos del antiguo régimen. Décadas después, las estatuas de Lenin desaparecieron desde Kaliningrado a Vladivostok mientras se desintegraba la Unión Soviética.

La ola iconoclasta de 2020 que activó el asesinato de George Floyd en Minnesota fue, sin embargo, la primera realmente global. Sus reverberaciones llegaron hasta Hamilton (Nueva Zelanda), donde la estatua del capitán inglés John Hamilton, su fundador, fue retirada después de que un concejal maorí lo tildara de asesino.

Las de Leopoldo II –el rey de los belgas que creó el llamado Estado Libre del Congo, en el que la población se redujo a la mitad entre 1879 y 1919–, fue quemada en Amberes y rociada de pintura roja en Gante. El 8 de septiembre el alcalde de Richmond (Virginia), Levar Stoney, ordenó la remoción de la estatua ecuestre de 12 toneladas del general sureño Robert E. Lee del escultor francés Antonin Mercié y erigida en 1890 en la antigua capital de la Confederación, lo que la convirtió en un santuario de los supremacistas blancos del Deep South.

Según escribe su biógrafo, Allen C. Guelzo, para Lee las víctimas de la esclavitud eran “invisibles” pese a que las veía por todas partes. Stoney declaró que una ciudad que celebra su diversidad no podía seguir rindiendo homenaje a un esclavista. En octubre, el Congreso aprobó el retiro del Capitolio de las últimas estatuas y bustos que quedaban de los líderes confederados y juristas que apoyaron las políticas de segregación racial.

 

La caída de Colón

Ninguna caída en desgracia, sin embargo, ha sido tan notoria como la de Cristóbal Colón. Entre junio y julio de 2020, más de 30 de sus monumentos fueron destruidos, decapitados, incendiados o pintarrajeados en varias ciudades de Estados Unidos. El 12 de octubre en Quito y Ciudad de Guatemala, como todos los años, unas turbas intentaron derribar sus efigies con cuerdas y sogas.

Su imagen parece irredimible. Sus críticos recuerdan que en su segundo viaje al Nuevo Mundo, Colón llevó mastines para capturar a los arawaks y taínos fugitivos. Sus actos de crueldad, que Bartolomé De Las Casas calificó como “inhumanidades sin paralelo en ninguna época”, llevaron al gobernador Francisco De Bobadilla a arrestarlo y enviarlo encadenado a España para que fuese juzgado.

En una crónica de 1516, Pedro Mártir de Anglería, miembro del Consejo de Indias (1520-26), escribió que “un barco sin brújula, gráfico o guía, pero sólo siguiendo el rastro de los indios muertos que habían sido arrojados de los barcos, podía encontrar su camino desde las Bahamas hasta La Española”.

Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la capital mexicana, ha dicho que la estatua del navegante que desde 1877 se levantaba en una glorieta del Paseo de la Reforma, será sustituida por una réplica de la “Joven de Amajac”, una pieza arqueológica de dos metros del periodo posclásico tardío (1450-1521 d.C.) encontrada en enero en la región huasteca de Veracruz.

La iconografía colombina tradicional explica la inquina que suscita entre sus detractores en los países americanos. Sus efigies, como la de Lima, lo suelen representar solo y en lo alto y en la que América suele estar representada por una india desnuda y arrodillada a sus pies.

 

Quid est veritas?

En teoría, son los historiadores los quienes deben esclarecer el pasado, describiéndolo y aspirando a una cierta neutralidad. Pero la realidad es muy distinta. Según escribió Jorge Luis Borges en Otras inquisiciones (1960), las fechas esenciales de la verdadera historia pueden ser, durante largo tiempo, secretas. Según narran los Evangelios, Jesús de Nazaret mismo permaneció en silencio cuando Pilatos le preguntó qué es la verdad.

La selección de documentos y el silenciamiento de otros ya constituye en cierta forma una toma de postura. Desde la orilla ibérica, muchos quieren mantener el relato de Colón como el del héroe civilizador mientras que en la americana, otros reducen todo a una cuestión de sadismo y genocidio. Pero nada es tan simple.

En El estudiante de la mesa redonda (1952), el ensayista colombiano Germán Arciniegas escribe que Cortés entró a México más como un caudillo indígena que como un capitán español: “Él confederaba a las tribus y en las batallas parecía el caballero venido del Sol que esperaban recibir los pueblos sometidos a los tlatoanis [literalmente “los que hablan” en náhuatl] de Tenochtitlán”.

En Crítica y ficción (1985) Ricardo Piglia sostuvo que el material con el que trabajan los historiadores son esencialmente un tejido de “ficciones, historias privadas, relatos criminales, testamentos, informes confidenciales, cartas secretas, delaciones, documentos apócrifos…”

En cambio, las discusiones públicas sobre cuestiones históricas suelen girar sobre asuntos maniqueos, como si una nación debe sentirse orgullosa o avergonzada de su pasado. Ese tipo cuestiones exasperan a los historiadores, que por lo general se ven incapaces de vencer las manipulaciones de políticos profesionales para los que la verdad histórica, en el supuesto de que exista, importa poco.

Las estatuas no son un registro histórico sino de una memoria histórica específica. De ahí que erigir –o derribar– estatuas sean actos políticos tan significativos. En Pedestales y prontuarios (2019), Marcelo Valko sostiene que nada es más peligroso que una estatua porque, en su aparente inmovilidad, en ningún momento “cesan de decir”.  Desde lo alto de sus pedestales, los héroes representados en mármol aseguran que las cosas sucedieron de un modo y no de otro. Ese tipo de arte puede ser muchas cosas, pero no inocente.

 

Petrificar la historia

En dos libros publicados casi simultáneamente en Londres y Barcelona, Alex von Tunselmann y Peio h. Riaño describen con minuciosidad y perspicacia la actual furia iconoclasta centrándose en algunas de sus víctimas –Sadam Husein, Stalin, Lee, Edward Colston y Mao, entre ellos– para explorar las relaciones entre arte y política y espacios públicos y propaganda.

Si algo tienen en común los personajes elegidos por ambos es la megalomanía. Las efigies de Mao se hicieron tan omnipresentes en China que parecían escrutarlo todo como un dios omnisciente. En 1961, cuando lo asesinaron, Rafael Leónidas Trujillo había desperdigado por toda República Dominicana unos 1.800 monumentos y bustos suyos, uno por cada 27 kilómetros cuadrados.

Von Tunselmann comienza su recuento con el derribo de la de George III en Bowling Green, Manhattan, en el verano de 1776, poco después de que el Congreso aprobara la declaración de Independencia. Su estatua fue decapitada y cortada en trozos que luego se fundieron para hacer balas que se usarían contra los regimientos coloniales británicos.

Ambos autores, al coincidir en que el acto de levantar y derribar estatuas contribuye a definir el modo en el que las sociedades interpretan su pasado y diseñan su futuro, confirman la tesis que George Orwell expuso en 1984: quien controla el pasado controla el futuro y quien controla el presente controla el pasado.

Pero las distorsiones han comenzado a resquebrajarse tanto como las estatuas derribadas. En 1990 Dakota del Sur, donde los sioux suponen el 10% de la población, fue el primer Estado de la Unión en rebautizar el 12 de octubre como Native Americans’ day. Este año, Joe Biden lo ha declarado oficialmente a escala nacional. Toda conmemoración, al fin y al cabo, es hacer política por otros medios.

Ninguna versión de la historia, sostiene Von Tunselmann, puede ser “petrificada para siempre”. Las estatuas, escribe, no tienen derechos mientras que las sociedades tienen la responsabilidad de reconsiderar, una y otra vez, sus valores y la forma en la que recuerdan su historia. Al reescribirla, los historiadores incorporan a sus estudios nuevas evidencias e interpretaciones, añadiendo que lo que debe preocupar es que la gente deje de hacer preguntas sobre las historias que se les cuentan.