El 26 de marzo de 2022, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, declaró la guerra al crimen, estableció el estado de emergencia, suspendió una serie de derechos constitucionales y ordenó al ejército salir a las calles. En las dos semanas siguientes, las autoridades llevaron a cabo más de 8.500 detenciones, una cifra que aumentaría hasta casi 80.000 –más del 1% de la población– en 2024.
La represión funcionó. A principios de 2023, las maras –poderosas bandas que en su día controlaron amplias zonas del territorio, extorsionaban a gran parte de la población y convirtieron a El Salvador en uno de los países más violentos del mundo– habían desaparecido prácticamente por completo. Las tasas oficiales de homicidios y extorsiones se redujeron a mínimos históricos. Y a pesar de las detenciones arbitrarias generalizadas y otros abusos del Estado, la popularidad de Bukele se disparó hasta el 90%. “Bukele ha logrado un milagro”, según la opinión del actual alcalde de Lima, Rafael López Aliaga.
De hecho, este es un resultado que desafía gran parte de lo que sabemos sobre la limitada efectividad de las medidas represivas. Bukele no es ni mucho menos el primer presidente latinoamericano en adoptar políticas de mano dura contra la delincuencia. A principios y mediados de la década de 2000, por ejemplo, los gobiernos de El Salvador, Guatemala y Honduras aplicaron duros programas de mano dura para hacer frente a la creciente inseguridad. En México, el presidente Felipe Calderón declaró la guerra a los cárteles de la droga a finales de 2006. Los gobiernos nacionales y subnacionales de Brasil y Colombia también han experimentado con políticas represivas contra la delincuencia. Y Ecuador y Honduras están actualmente inmersos en sus propias campañas de represión. Pero hasta Bukele, ninguna de estas campañas había eliminado los delitos violentos; de hecho,…