AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 30

Manifestación en Túnez. /AFP/GETTY

La UE, el Mediterráneo y la democracia

Devolver el protagonismo a las poblaciones es dar mayores oportunidades de éxito al Partenariado, sobre todo en cuanto a cambios democráticos.
Ahmed Driss
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No cabe duda de que la promoción de la democracia era una de las principales prioridades de la Unión Europea, además de uno de los objetivos de su política exterior y de su política de cooperación con sus socios internacionales. Para ello, desde los años noventa ha elaborado una serie de instrumentos. Ya en junio de 1991, el Consejo Europeo, reunido en Luxemburgo, adoptó una Declaración sobre Derechos Humanos en la que afirmaba que el respeto a estos derechos y al Estado de derecho, así como la existencia de instituciones políticas eficaces, responsables y que gozaran de legitimidad democrática, eran la base para un desarrollo equitativo. En otra reunión, celebrada el 28 de noviembre del mismo año, el Consejo Europeo adoptaba la famosa Resolución sobre los Derechos Humanos, la Democracia y el Desarrollo, que planteaba clara e inequívocamente el principio de condicionar la ayuda comunitaria a los esfuerzos invertidos por los países en vías de desarrollo en pro de los Derechos Humanos y de la democracia. Así, preveía la inclusión de una cláusula de “condicionalidad” en los acuerdos de cooperación futuros. Más tarde, en el tratado de Maastricht (1992), se introdujeron disposiciones para fijar los fundamentos jurídicos necesarios para desarrollar la noción de condicionalidad en las relaciones exteriores de la UE y en su cooperación al desarrollo. En efecto, en el apartado relativo a la política de ayuda al desarrollo, el tratado incluía, como objetivos, el despliegue y la consolidación de la democracia y del Estado de derecho, así como el respeto de los Derechos Humanos y las libertades fundamentales. En otro apartado, dedicado a la política europea de seguridad y defensa (PESD), añade a los objetivos de esta política el desarrollo y afianzamiento de la democracia y del Estado de derecho, así como el respeto de los Derechos Humanos y las libertades fundamentales.

A partir de ahí, esta inquietud por promocionar la democracia y el respeto de los Derechos Humanos fue constante en todos los textos de la UE, ya fuera el tratado de Niza en 2001 o el tratado constitucional de Lisboa, seis años después. Todo ello denota, sin ambages, que la democratización ocupa un lugar más que preponderante en la conciencia, políticas y estrategias europeas.

El interés europeo por esta cuestión se remonta a mucho antes de los años ochenta, en los tiempos de la Comunidad Europea. España, Portugal y Grecia no eran admitidas en el Club, entre otras cosas por la naturaleza de su sistema político; sin embargo, fue sobre todo la caída del comunismo en Europa del Este lo que abrió la era de la promoción de la democracia como instrumento de la política exterior de la UE. El éxito de esta política en el centro y el este del continente tiene que ver, sin duda, con la oferta de ampliación de la UE a esos países y con las amplias perspectivas que con ello se les abrían. Se sobreentiende que la ausencia de tales perspectivas no provoca que dicha política tenga necesariamente las mismas posibilidades de éxito en otros lugares. Asimismo, implica que la Unión persiga inevitablemente aplicar en todas partes su política de promoción de la democracia, con todos y de modo homogéneo. Sin embargo, la política europea en la materia no está unificada: a veces resulta coercitiva; otras, incitativa y más conciliadora. Hay diferencias según las regiones y los socios.

 

Europa y la aplicación de las disposiciones sobre democracia y Derechos Humanos

Por lo que respecta al Mediterráneo, puede decirse que la política europea de promoción de la democracia y el respeto a los Derechos Humanos no prosperó, no encontró el mejor terreno para ponerse en práctica, ya sea en el marco del Partenariado Euromediterráneo, en la política de vecindad o en la Unión por el Mediterráneo. Los motivos son varios.

Es cierto que la promoción de la democracia y el respeto de los derechos humanos y su dignidad representaba uno de los objetivos principales de la Declaración de Barcelona de 1995. También lo es que en los instrumentos jurídicos aplicados para poner en marcha este Partenariado –a saber, los acuerdos de asociación alcanzados por la UE con cada país socio– se introdujo una “cláusula democrática” que instituía una especie de condicionalidad política, según la política europea al respecto. En los acuerdos, se estipuló que “el respeto de los principios democráticos y de los Derechos Humanos fundamentales, tal como se enuncian en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, inspira las políticas internas e internacionales de las partes y constituye un elemento esencial del acuerdo”. Pero siempre ha costado hallar un terreno común sobre el tema: los valores que la parte europea defiende como universales no son tenidos por tales por el Mediterráneo sur; es más, este último los consideraba un argumento “neocolonialista” que permitía la injerencia en los asuntos internos de los Estados. Por otro lado, en ocasiones, frente a la presión europea, los Estados mediterráneos árabes acusaban también a la UE de practicar “la ley de doble rasero” en su posición respecto a la actitud de Israel en los Territorios Ocupados y hacia los palestinos. Una actitud del todo contraria a los principios democráticos y a los Derechos Humanos, que, en cualquier caso, no provocó la suspensión del acuerdo de asociación entre la UE e Israel.

A raíz de ello nacieron múltiples dudas con respecto a la sinceridad de la UE al aplicar su estrategia para la promoción de la democracia, que no deja de emitir declaraciones y condenas siempre que constata violaciones de los Derechos Humanos, pero defrauda a la hora de tomar nota de dichas violaciones y actuar con firmeza contra ellas. Este doble rasero perjudicó notablemente su acción frente a los países árabes mediterráneos, que aprovecharon para asentar mejor su carácter autoritario y antidemocrático.

De hecho, al actuar así, la UE se convertía casi en cómplice de esos regímenes: con su silencio, y a veces su apoyo directo, no hacía sino consolidar a los dirigentes de esos países en su postura. Paradójicamente, los líderes árabes cuyo único fin era perpetuar sus reinados, encontraban en los dirigentes europeos a su mejor aliado.

En realidad, esta paradoja se explica por la escala de prioridades establecida en la UE. Así, entre promover la democracia y garantizar la seguridad, esta última prevalece claramente. La securización es, pues, prioritaria, y pasa necesariamente por el afianzamiento de regímenes poco amigos de los Derechos Humanos, que así pueden contribuir mejor al blindaje de Europa, con una colaboración más eficaz en la lucha contra el terrorismo y la inmigración ilegal.

 

La UE y las revueltas árabes

L as revueltas árabes de los últimos meses han puesto en entredicho la percepción dominante en Europa de las poblaciones árabes: antes se consideraba que eran poco dadas al cambio, favorecían el despotismo y aceptaban la injusticia. Los debates sobre esta cuestión eran profundamente culturalistas. Parece ser, pues, que esas sociedades árabes tienen tanta sed de libertad, justicia y democracia como cualquier otra sociedad del mundo, y comparten con las demás todos los valores universales.

Además, la Primavera árabe, como se llama a la ola de revueltas que conoce la región desde diciembre de 2010, habrá demostrado, cuando menos, que es posible un cambio desde dentro y desde abajo; y por ende, que los “esfuerzos de democratización” propuestos desde el exterior han sido débiles y sin grandes efectos.

Por las distintas razones ya señaladas, la política europea de democratización se quedó por detrás de todas las esperanzas. En cierto modo, la UE ha primado la estabilidad, el desarrollo económico y el statu quo por encima de las exigencias de la democratización y los cambios inciertos. Ahora bien, aunque la prosperidad de la región sea uno de los propósitos esenciales de la cooperación euromediterránea, no nos hemos detenido lo suficiente en saber cómo unos regímenes autoritarios pueden garantizar un crecimiento económico capaz de generar esta prosperidad. Algunos miembros de la UE no han querido ver la falta de receptividad de esos mismos regímenes ante las necesidades de cambio y reforma política.

Se dio prioridad absoluta a los esfuerzos de securización. A la UE le interesaba más que nada protegerse frente a posibles flujos procedentes del Sur, encabezados por la inmigración y el extremismo. En este sentido, el eterno debate entre seguridad y democratización permanece abierto, y es posible que lo siga estando durante un tiempo. La ola de cambio en algunos países árabes ribereños va acompañada, por desgracia, de una ola de migración ilegal y de un aumento del riesgo de actos terroristas contra intereses occidentales, debido a la fragilidad de la situación securitaria posterior a la revolución y a la repentina permeabilidad de las fronteras. Esto no ha hecho más que acrecentar los temores europeos e incluso sembrar en algunos la sensación de que la llegada de la democracia al vecino del Sur no es sino una fuente adicional de inseguridad.

En efecto, esa inquietud por la seguridad europea se esgrime como argumento para explicar la reticencia de la UE y sus miembros a los cambios que se producen en sus vecinos del Sur, así como sus dudas a la hora de apoyar plenamente los procesos de transición actuales e invertir medios suficientes para garantizar su éxito. Estos acontecimientos, mundialmente aclamados, tuvieron en Europa una acogida más tibia y, sobre todo, por etapas. El miedo a que la desestabilización se instalara en la zona influyó en la postura europea, con el riesgo de que el extremismo, o simplemente el islamismo, se disparara, lo dominara todo y engendrara, como en el pasado en Argelia, olas de violencia. Por otro lado, la UE temía que la inestabilidad afectara a un número superior de países, lo que generaría un movimiento mayor de personas, refugiados o inmigrantes ilegales, en busca de seguridad en territorio europeo; por último, a la UE le preocupaba su seguridad energética. Temores indudablemente exagerados a nuestros ojos, pero muy objetivos para los dirigentes europeos.

Además, la postura europea no era uniforme ni estaba correctamente concertada: varios miembros de la Unión tenían sus propias posturas, lo que contribuía a la imprecisión de la política exterior europea y, por tanto, dificultaba a la ciudadanía mediterránea meridional la interpretación de lo que acontecía en sus países. Una imprecisión que no mejora la imagen de una UE muy criticada por su doble rasero: su reacción apática frente a las revoluciones tunecina y egipcia se interpretó como una adhesión a los autócratas de la región. Es verdad que, hasta su caída, tanto Zine el Abidine Ben Ali en Túnez como Hosni Mubarak en Egipto eran considerados “amigos” por la UE, y en conjunto, dirigentes que obraban por el interés de Europa y su seguridad. Se tenía a dichos autócratas por garantes frente al ascenso del fundamentalismo religioso, un fundamentalismo islámico que –hay que decirlo– en ambas riberas del Mediterráneo se consideraba una fuente mayor de amenazas a la seguridad y la estabilidad. El fundamentalismo, factor de desestabilización política interna, fue combatido por los regímenes del Mediterráneo sur apoyados por Occidente, con Europa a la cabeza.

Sea como fuere, a medida que evolucionan las transiciones en nuestros países, el apoyo político europeo se vuelve más marcado y asertivo. Aunque este apoyo se queda mucho más en el campo retórico que en el de la acción efectiva que depende en gran medida de las aportaciones financieras que la UE se digne a poner sobre el tapete. Pero esas aportaciones han resultado muy decepcionantes, al estar muy por debajo de las necesidades.

 

La urgencia de replantear la política de la UE hacia la región

Los cambios políticos en el sur del Mediterráneo pesan sobre el conjunto de las relaciones euromediterráneas. Este espacio de cooperación no puede permanecer de brazos cruzados ante los vuelcos políticos por los que están pasando varios de sus miembros. Ello obliga a los distintos actores, tanto meridionales como septentrionales, a replantear los fundamentos de las relaciones y la cooperación.

La UE, en el contexto del Partenariado por la democracia y una prosperidad compartida con el sur del Mediterráneo” parece aportar distintos elementos de respuesta a varias expectativas de los países de la ribera sur en fase de transición, y trazar las líneas de una nueva era de cooperación para todos los socios árabes de la región. En efecto, este partenariado por la democracia, propuesto por la Comisión Europea el 8 de marzo de 2011, se articula en torno a tres ejes esenciales, a saber:

– Una transformación democrática y un fortalecimiento de las instituciones, haciendo hincapié en las libertades fundamentales, las reformas constitucionales, la reforma del sistema judicial y la lucha contra la corrupción.

– Un partenariado reforzado con las poblaciones, insistiendo sobre todo en el apoyo a la sociedad civil y el aumento de las posibilidades de intercambios y relaciones interpersonales, en especial entre los jóvenes.

– Un crecimiento y un desarrollo económico sostenibles e inclusivos, en particular gracias al apoyo a las pequeñas y medianas empresas, a la formación profesional y escolar, a la mejora de los sistemas sanitarios y educativos y al desarrollo de las regiones poco favorecidas.

Sí, ya es hora de reorientar el Partenariado Euromediterráneo hacia las poblaciones mediterráneas, especialmente las del Sur, tanto tiempo marginadas. Unas poblaciones que no se hallaban en el centro de la cooperación ni veían sus frutos, por lo que el Partenariado les daba igual y no le atribuían mérito alguno. Devolver el protagonismo a las poblaciones es dar mayores oportunidades de éxito al Partenariado, sobre todo en cuanto a transformaciones democráticas: los esfuerzos invertidos en este sentido ya no generarán dudas ni sospechas.

La idea propuesta por la Comisión de apoyar la acción de la sociedad civil y poner en marcha un mecanismo de vecindad especialmente dedicado ella, así como el apoyo al foro del diálogo social, puede considerarse una respuesta adecuada a las demandas incesantes de la sociedad civil del sur para participar en el proceso actual. Una vez garantizada esta premisa, el Partenariado podrá encargarse tranquilamente del resto de ámbitos de la cooperación, en especial el económico.

Actualmente se echa en falta en las relaciones euromediterráneas un acto sincero de solidaridad que vaya más allá de los discursos y las declaraciones de intenciones. La propuesta de la Comisión de reutilizar los fondos procedentes del rembolso de las operaciones anteriores, el llamamiento al Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo a ampliar sus actividades en la región, la reorientación de los programas bilaterales del Instrumento Europeo de Vecindad y Asociación, así como la aportación de financiación adicional, abren nuevas perspectivas, aunque no alcancen a cubrir las nuevas necesidades. Por otro lado, la voluntad de abordar de otro modo la cuestión de la migración es necesariamente positiva. En el caso de Túnez, por ejemplo, al tratar de modo excepcional la movilidad de personas, los responsables del país podrían gestionar mejor la presión derivada del desempleo y las demandas sociales asociadas. La ampliación a unos miembros de la Unión de los acuerdos migratorios alcanzados, así como el aumento del número de personas inmigradas admitidas, puede contemplarse como un abordaje inmediato de la cuestión migratoria con los países en fase de transición.

Queda claro, pues, que la transición hacia la democracia debe acompañarse de nuevos esfuerzos, distintos y más adaptados a las circunstancias actuales. Estos son indispensables para abrir nuevas perspectivas ante las relaciones euromediterráneas, basadas en compartir unos valores universales en los que han creído las fuerzas democráticas de los países de la ribera sur en transición y los actores de la UE. Cualquier decepción tendrá repercusiones nefastas para esos países y también para la nueva democracia naciente en la región.