POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 28

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Las cumbres iberoamericanas

¿Será la cumbre iberoamericana de 1992 una buena oportunidad para establecer las nuevas estructuras de Iberoamérica o será pura retórica?
Ion de la Riva
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«El sueño ha aterrizado”. Con esta frase de connotaciones ambiguas se refería Julio María Sanguinetti a la necesidad de que los no­venta sean la década de: “administrar recursos, modernizar eco­nomías, gestionar… la retórica no convence, las ideologías ya no alimentan, los partidos están enfrentados a la necesidad de la eficiencia”.

La Conferencia Iberoamericana, creada en la I Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado el pasado año en México como mecanismo flexible de interlocución, intenta despegar desde esa misma pista de aterrizaje del pragmatismo. Se trata de una operación política arriesgada para los veintiún Gobiernos iberoamericanos, cuya memoria rebosa inacabados proyectos políticos y olvidadas empresas colectivas. Y las condiciones meteorológicas para ese despegue, a un año de Guadalajara, requerirán un pilotaje diplomá­tico diestro.

La I Cumbre de jefes de Estado se saldó en julio de 1991 con un éxito rotundo, pues la convocatoria mexicana fue atendida por la totalidad de Estados iberoamericanos convirtiéndose así en el único foro latinoame­ri­cano de alto nivel, sin exclusión de ninguna nación por motivos políticos, y con participación ibérica. La carta magna iberoamericana, aprobada como acta fundacional de la Conferencia Iberoamericana (primera plasmación de la harto retórica Comunidad Iberoamericana de Naciones) se conoce ya como Declaración de Guadalajara. Se trata de un documento fruto de un difícil consenso entre países tan distanciados en sus referentes políticos como en su desarrollo socio-económico. Su relativa confusión se ve de so­bra compensada por su flexibilidad y capacidad de transmitir una Weltans­chauung iberoamericana, hasta ahora coto privado de intelec­tua­les, y de dotarla de un instrumento diplomático, cuya consolidación está en juego. Los interrogantes ante la Cumbre de Madrid pondrán sobre todo de relieve la distancia entre los objetivos y los medios.

El año pasado, durante la reunión del Club de Roma, en Uruguay, se produjo, en presencia de S.A.R. el Príncipe Felipe, un interesante contraste de pareceres entre el economista mexicano Víctor Urquidi y el ex presidente colombiano, Belisario Betancur. Para el primero la Cumbre de Guadalajara fue nada más que retórica y la Declaración, un documento insulso; para el segundo, el proceso iniciado en el Estado de Jalisco marca precisamente el final de la retórica y recoge fundamentos y conclusiones concretos y funcionales. Es evidente que la Conferencia Iberoamericana puede ser, se­gún el punto de vista que adoptemos, un “gran encuentro sin proyecto” o, como afirma el ministro Fernández Ordóñez, la apertura de un “nuevo espacio político” que escape a la división Este-Oeste y Norte-Sur, en un momento internacional caracterizado por una fluida incertidumbre y por la superación en América Latina de la retórica del Movimiento de los No Alineados.

Importantes acontecimientos en otras zonas del planeta han eclipsado los acelerados cambios producidos últimamente en América Latina, reve­lando únicamente lo que ha podido ser incorporado a la selección mediática de catástrofes: Perú, Venezuela, Haití… Pero América Latina vive hoy una auténtica revolución de valores en aspectos tan significativos como las relaciones con EE.UU. (convergencia hacia una zona de libre cambio conti­nental, de la que NAFTA es exponente); la puesta en marcha de programas realistas de integración regional (MERCOSUR); y el abandono de las ideas­fuerza más arraigadas en el discurso político (reformas del PRI, trasmuta­ción del peronismo, etcétera). La eclosión de las tensiones sociales entre los agentes implicados en este proceso impresionante de “modernización”, con ra­mi­fica­ciones en la subversión y el narcotráfico, pueden llegar a com­prometer en algunos casos la legalidad democrática (Venezuela, Perú…).

 

«Una generación de políticos, cuyos referentes son Harvard y la transición política española, abandona definitivamente los comodines teóricos del Estado paternalista, del populismo económico y del reproche al vecino del Norte con los que justificar las incapacidades domésticas»

 

Este escenario pone de relieve un resuelto dinamismo que al parecer, quiere conjurar la “década perdida” mediante el recurso a radicales fórmu­las de competitividad que inserten a América Latina en el mercado mundial. Una generación de políticos, cuyos referentes son Harvard y la transición política española, abandona así definitivamente los comodines teóricos del Estado paternalista, del populismo económico y del reproche al vecino del Norte con los que justificar las incapacidades domésticas. En esta operación sin precedentes (no olvidemos que América Latina es el último “continente ideológico”) muchos países caminan sobre la cuerda floja de la involución o del estadillo social. Paradójicamente, algunas democracias, en situación límite, recurren a un cierto grado de “involución voluntaria” con el argu­men­to de que ciertas libertades recientemente adquiridas ponen en entredicho la viabilidad de las reformas.

Si la democracia, conseguida en la pasada década, era el primer re­qui­sito para este proceso de convergencia con Occidente, no está sin embargo garantizado que ésta pueda, en todos los casos, soportar el malestar social inherente a la serie de ajustes económicos que dan el verdadero sentido al proceso iniciado en los ochenta. La receta neoliberal aplicada a América Latina podría implicar, como “efecto perverso”, el sacrificio de las políticas sociales y la restricción de libertades, cuando no se pueden contener las reivindicaciones o, como en el caso de Perú, se invoca un peligro para la vertebración institucional y aún territorial del Estado. Por otro lado resulta difícil solicitar sacrificios cuando se suceden las acusaciones de corrupción y no se vislumbra tras la “convergencia o ajuste” un horizonte de “cohesión social”.

Vista desde Estados Unidos, América Latina ha perdido considerable valor estratégico tras el fin de la bipolaridad. Esto se ha traducido en el cese de algunos conflictos regionales en Centroamérica y en un compás de espera ante la degradación político-económica de Cuba. El acento está aho­ra en una revitalización del discurso panamericano: en lo político, la OEA recobra protagonismo como instancia mediadora en Haití y Perú, mientras el BID, como instrumento financiero al servicio de los procesos de ajuste, anima al optimismo, que sólo en parte cuestiona la CEPAL.

En esta pax americana son ahora los propios latinoamericanos quienes deben llamar la atención de un Estados Unidos renuente, y quienes han de diversificar sus alianzas con otros socios comerciales en Europa y el Pacífico. La reubicación internacional de América Latina (aprovechando las divisiones del fin del enfrentamiento Este-Oeste y de la superación del No Alineamiento) se está indudablemente produciendo en esta década. La necesidad de obtener para el subcontinente un impulso comercial y político, implica a su vez un replanteamiento de orden doméstico y un impulso a la integración regional efectiva. Así, mientras MERCOSUR o NAFTA avanzan, con la mirada puesta en el Norte, en el sentido apuntado, otros procesos, como el Pacto Andino, languidecen en favor de acuerdos de libre comercio bilaterales. La retórica de la fraternidad bolivariana se bate en retirada ante el redoble pragmático, que empuja a un espacio MERCOSUR por un lado, y a un alineamiento en NAFTA por otro.

En este contexto internacional cobra todo su sentido la iniciativa diplomática pilotada por México y España para, a través de una “Conferen­cia Iberoamericana”, avanzar en la consolidación de una Comunidad Ibero­ame­ricana de Naciones. Los legítimos interrogantes sobre la solidez de los objetivos propuestos no pueden subestimar la constitución de este nuevo espacio de cooperación, que ha encontrado en los condicionamientos inter­nacionales anteriormente descritos su ventana de oportunidad. La Comu­nidad Iberoamericana se ha dotado de un instrumento político mediante un ejercicio de notable ingeniería diplomática, coincidiendo con intereses, más o menos coyunturales, a ambos lados del Atlántico. Así, la NAFTA implicaba para México un viraje que interesaba compensar con un reforzamiento ibero­americanista, mientras que 1992 representa para España una cita ine­xorable con América Latina. Este ejercicio de voluntarismo no resta, sino que suma valor a la operación, ya que coinciden, tal vez por primera vez, intereses reales que permiten el despegue de una Comunidad hasta la fecha más objeto de retórica que tarea de Gobierno. No es por tanto el análisis anecdótico sobre la oportunidad coyuntural de las cumbres lo que nos faci­lita la comprensión del proceso, sino el estudio de los intereses que cimentan la Conferencia.

 

«La Cumbre de Guadalajara fue un valioso ensayo general de concertación iberoamericana sin exclusiones y en el que se supo evitar la tradicional tentación de enfrentamiento con EEUU»

 

España culmina con la Conferencia Iberoamericana su principal obje­tivo diplomático en la región. Si en 1986 el proyecto europeísta culminó con la integración en la CE, en 1991 la constitución de la Conferencia dota del deseable marco institucional a una vertiente primordial de nuestra acción exterior. Más aún, desde nuestra pertenencia a la Alianza Atlántica y el consiguiente cambio de talante en las relaciones con EE.UU., la Conferencia Iberoamericana se enmarca en un diálogo e interacción con América Latina que no suscita ya los recelos de Washington. La mayor presencia de la acción diplomática española en América, acariciada por el presidente del Gobierno en su propuesta de unas “relaciones triangulares”, adquiere toda su dimensión en dichas cumbres. En este sentido, conviene subrayar que la Cumbre de Guadalajara fue un valioso ensayo general de concertación iberoamericana sin exclusiones y en el que se supo evitar la tradicional tentación de enfrentamiento con EE.UU.

La importancia de este primer instrumento político de la Comunidad Iberoamericana no ofrece dudas, aunque todavía debe superar en Madrid los interrogantes que sobre su continuidad y objetivos tiene planteados. La continuidad estará condicionada por la inclinación a hacer uso de la Confe­rencia para someter a un juicio moral los procesos políticos de los países miembros. Si nuestro interés primordial respecto a Iberoamérica es la nego­ciación de un sólido espacio de cooperación, debemos reflexionar seria­mente acerca de las consecuencias de convertir las cumbres en rehenes de una “cláusula democrática”. O planteado de otra forma: ¿Cuánta política puede aguantar la Conferencia Iberoamericana? Es evidente que si las cumbres tratan de fomentar la cohesión del sistema iberoamericano me­diante una acción común, el énfasis tiene, por el momento, que recaer en la cooperación técnica en detrimento de la armonización política. Esta última sería una meta a alcanzar y no un requisito de partida.

Las relaciones entre España y América Latina comportan intereses de largo alcance que no conviene enfocar únicamente a través de evaluaciones coyunturales. Estas no se aplican más que simbólicamente respecto a otros ámbitos geográficos en los que estamos cooperando activamente a través de la CE (países ACP) o de forma bilateral (Guinea). La discusión sobre una cooperación condicionada al respeto a los derechos humanos está apenas iniciándose en la Comunidad Europea, y es más que improbable que pueda cuestionar los esquemas de cooperación vigentes, que afectan a conside­raciones de Realpolitik para el Reino Unido o Francia. La diplomacia sigue, hoy por hoy, más aferrada a la defensa de intereses que a la construcción de un código ético en las relaciones internacionales. El propio sistema de las Naciones Unidas no se asienta exclusivamente en criterios democráticos, sino que los conjuga con el mantenimiento del statu quo, tras las lecciones heredadas del proceso de la Sociedad de Naciones. La propia Comunidad Europea ha aplicado en sus acuerdos de tercera generación con América Latina cláusulas democráticas de manera discriminatoria: sí en el caso de Argentina pero no en el de México1.

En consecuencia, el recién entablado diálogo iberoamericano no podrá construirse sobre una consenso político interno como denominador común aunque ese deba ser su norte. El referente más cercano para entender la Conferencia sería –salvando todas las distancias– la CSCE, proceso que admitía avances desiguales en determinados “cestos” de cooperación, privi­le­giando aquellos más susceptibles de ser armonizados. Tengamos en cuen­ta que, con anterioridad a la caída del muro de Berlín, la CSCE trataba de derechos humanos, cuidando que su interpretación por parte de los Estados no pusiera en entredicho otros cestos. En el actual pathos de fin de siglo, en que asistimos a la sorpresiva emergencia y reconstrucción de los “espacios vitales” (Jacques Attali), la Comunidad Iberoamericana responde a un imaginario colectivo de gran virtualidad… No es por ello irrelevante cons­tatar que este colectivo trató de confirmar en Guadalajara su per­tenen­cia a un “espacio vital”, y que la I Cumbre estuvo determinada más bien por la firmeza de una “cosmovisión” común, que por un proyecto político. Ello explica el papel que en las Cumbres representaron las Jefa­turas de Estado auténtico motor de la Conferencia y particularmente en el caso de España, el papel que a la Corona atribuye la Constitución con las naciones de nuestra “Comunidad histórica”.

Esta dimensión “representativa” de la Conferencia Iberoamericana de­be­­ría dar paso en la Cumbre de Madrid a otra complementaria en la que se evidencie la competencia de los Gobiernos. Así se afianzará, a través de pro­yectos concretos, para una diplomacia de cooperación, diálogo e interac­ción interregional. La Comunidad Iberoamericana ha sorteado importantes obstáculos políticos en su primera convocatoria, pero no es seguro, en absoluto, que se haya consolidado un sentimiento compartido respecto al interés del proceso iniciado que evite futuras interferencias. Por el momen­to, las declaraciones del presidente del Gobierno ante las preguntas de la prensa sobre Cuba o Perú hacen pensar que la Conferencia llegará indemne a la Cumbre de Madrid. Pero interesaría saber si otros Gobiernos iberoame­ricanos comparten el análisis español sobre la inoportunidad de someter el foro iberoamericano a una tensión irresistible; o lo que es lo mismo, si se va a aplicar la doctrina Estrada en la Conferencia.

En cuanto a los programas, la Conferencia puede establecer en Madrid aquellos de transferencia de tecnología, y de desarrollo de las comunica­ciones, que reflejen el nuevo tipo de “comunidad abierta a la globalización” que prefigura su heterogénea composición. Esta composición la diferencia de otras comunidades históricas dotadas de un factor colonial predomi­nante, como son las comunidades británica o francófana, cuya actual razón de ser aparece íntimamente ligada a las ventajas que ofrece una “ayuda al desarrollo” (bilateral y a través de los convenios ACP) más que a una ver­dadera “cultura de cooperación”. Iberoamérica tiene el propósito de recuperar el tiempo perdido (en retórica) estableciendo la Conferencia como una “red de redes” de cooperación, que fomente la interrelación de los procesos de integración regionales y estimule la participación de la llamada sociedad civil (empresas, partidos, sindicatos, organizaciones, medios de comunicación). A su carácter de comunidad abierta, cabe pues añadir su voluntad de simultaneidad con otros procesos de integración y su compa­tibilidad con iniciativas no gubernamentales. La experiencia de los dos países ibéricos en la Comunidad Europea es especialmente válida para la integración latinoamericana. Si la inserción de Portugal y España en un mer­ca­do más amplio ha conllevado un importante esfuerzo de “convergencia”, América Latina está en pleno “ajuste” con un objetivo último de competi­tividad similar. La cooperación CE-América Latina a través de Portugal y España está llamada pues a ser un importante pilar de la Conferencia.

Nuestro talón de Aquiles radica en afirmar que ya se ha constituido un nuevo espacio político cuando, por el momento, sólo es reflejo de una vo­lun­tad de plasmar, en un referente diplomático, la existencia de un potente imaginario común. Ese potencial tiene que impulsarse a través de una diplomacia selectiva, que se concentre en aquello que fortalece los vínculos y esquive las interferencias. Por ello, la supervivencia de la Conferencia dependerá en sus próximas cumbres, en gran medida, de su presentación como un club democrático o como ámbito de la diplomacia de la coope­ración. En cuanto al tipo de programas de cooperación prioritarios, se trata de primar la integración y la modernización del Estado en sectores donde se ha detectado ya un interés común. Fundamentalmente, como señala Helio Jaguaribe, en educación al servicio del sistema productivo, promoción de la investigación, transferencia de tecnologías, cultura y telecomunicaciones: el manejo del poder del conocimiento y de la información.

 

«Es peligroso afirmar que ya se ha constituido un nuevo espacio político cuando, por el momento, sólo es reflejo de una vo­lun­tad de plasmar, en un referente diplomático, la existencia de un potente imaginario común»

 

Otro campo interesante, desde el punto de vista del peso específico de Iberoamérica en el mundo, es el de la concertación de la acción exterior mediante mecanismos de consulta en organismos internacionales. La Confe­rencia Iberoamericana ya ha decidido dotarse, con posterioridad a Guadala­jara, de una reunión anual de cancilleres. Este foro asegurará la continuidad de los trabajos de la Conferencia y servirá de mecanismo de concertación de la Comunidad en su importante vertiente exterior, especialmente en el diálogo CE-América Latina.

Como mecanismo de articulación diplomático iberoamericano, la Confe­ren­cia ha adoptado ya un cierto perfil:

– Culta de cooperación. Plasmar en programas viables esa manifesta­ción de la voluntad de cooperar de los Gobiernos. Primar la educación y las telecomunicaciones a través del recurso a las nuevas tecnologías de la información para fomentar un mayor conocimiento mutuo. Evitar, sin em­bar­go, una Comunidad de “dos velocidades” (países ibéricos, México y Cono Sur versus andinos y centroamericanos). Para ello, cooperar también en sectores que padecen marginación y son, a veces, mayoritarios: sanidad, analfabetismo, etcétera.

– Comunidad compatible con integraciones regionales. Articular la co­ne­xión entre los procesos de integración regional respectivos: los de la Comunidad Europea con los subsistemas de integración latinoamericanos (Pacto Andino, Grupo de San José y Grupo de Río:MERCOSUR). Las relaciones internacionales son hoy más que nunca relaciones poligámicas y se debe aprovechar la operatividad múltiple de la Conferencia.

– Comunidad abierta. Mantener el talante de la Declaración de Guada­lajara respecto a Estados Unidos, no planteando las cumbres como una plataforma en actitud defensiva hacia la primera potencia, sino insistiendo en que el incipiente sistema iberoamericano, no sólo es compatible con el interamericano, sino que aspira a establecer una “comunidad abierta” en consonancia con el momento mundial. Sería deseable que el documento de Madrid, a diferencia del de Guadalajara, se hiciera eco de las últimas iniciativas diplomáticas norteamericanas (NAFTA, Iniciativa de las Amé­ricas). Evitar asimismo que nuestros socios comunitarios perciban la Confe­rencia como un esquema particularista, y entiendan que cumple una función en las relaciones CE-América Latina.

– Comunidad societal. Ofrecer al sector privado y organizaciones no gubernamentales estímulos para cuantos encuentros empresariales y profe­sionales puedan articularse en torno a las cumbres (la Conferencia como red de redes).

– Conferencia como proceso. Afianzar y consolidar la Conferencia con los encuentros ministeriales que sean precisos, empezando por el de canci­lleres, y estableciendo las funciones de la Secretaría para asegurar el seguimiento de los programas de cooperación y la concertación política. O lo que es lo mismo, desbrozar el sistema iberoamericano actualmente sola­pado al latinoamericano e interamericano.

La superación de algunos de estos retos y el establecimiento de objeti­vos para posteriores cumbres no están garantizados de antemano. En el caso de la Conferencia Iberoamericana, la definición de un objetivo debe ser resultado de un intercambio dialéctico, y no punto de partida. Nuestra co­mu­nidad se basa fundamentalmente en lo que Ortega denominaba “un conjun­to de actitudes ante la vida”, 460 millones de personas y dos lenguas universales. Incluye regímenes marxistas, y políticos de la Escuela de Chicago. En Iberoamérica como en el Aleph de Borges, se encuentran, “sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Por lo tanto cualquier empeño por exigir desde un principio definiciones y objetivos a corto plazo revela, en quienes desean desacreditar lo conseguido hasta el momento, un reduccionismo y una miopía preocupantes. Pero, por otro lado, no profundizar en el debate sobre el espacio propio de la Con­ferencia es condenarla de antemano a una operación de prestigio, que puede hipotecar la política exterior española con el área en su conjunto.

La Conferencia nace en un momento de profunda y fluida reflexión sobre la naturaleza de las relaciones internacionales. La Comunidad que se desea construir surge en una situación excepcionalmente incierta. Las relaciones entre los Estados resultan harto delicadas por cuanto está en liti­gio el papel de las Naciones Unidas y los principios que sustentan: nociones como soberanía o no intervención se han visto cuestionadas tras la guerra del golfo Pérsico y sus secuelas (intervención de humanidad en favor de los kurdos) y la desmembración de algunos Estados en Europa (la URSS con las repúblicas bálticas primero, Yugoslavia después). La interdependencia y globalización crecientes debilitan la soberanía de los Estados. Susan Stran­ge habla incluso de la existencia de una comunidad de negocios interna­cional que está reclamando la creación de un Gobierno supranacional. Por otro lado, la volatilización de las amenazas del mundo bipolar ha acabado con la estabilidad y con los alineamientos anteriormente existentes, lo cual ha provocado la prosecución de nuevos intereses y la creación de megablo­ques económicos sin enfrentamientos sistemáticos. Esta tendencia a la homogeneización económica y política, tras la superación de la primacía del Estado y de su soberanía, plantea la necesidad de una consecuente revisión de principios en la sociedad internacional.

 

«La iniciativa diplomática iberoamericana aparece justamente en un contexto de relaciones internacionales en el cual se manejan conceptos afines a los de ‘espacio vital’, ajustes de ‘Realpolitik’ y replanteamiento del sistema de la ONU»

 

En el último encuentro del World Economic Forum, en Davos, Kissin­ger afirmaba abiertamente que el sistema actual, en que ningún país puede ejercer su dominio sobre el resto, va hacia un liderazgo por sectores o áreas de influencia. La CE tendría que buscar, en el espacio dejado por la URSS, una orientación similar a la de EE.UU. en Latinoamérica, y a la de Japón en la cuenca del Pacífico.

La iniciativa diplomática iberoamericana aparece justamente en un contexto de relaciones internacionales en el cual se manejan conceptos afines a los de “espacio vital”, ajustes de Realpolitik, y replanteamiento del sistema de las Naciones Unidas. El “nuevo orden mundial”, formulado por el presidente Bush, es una fórmula que hace compatible el statu quo hege­mó­nico de Estados Unidos con los ajustes necesarios resultantes de la desapa­rición de la Unión Soviética, y las perspectivas globalistas que consecuente­mente se han franqueado.

En este sentido la Iniciativa de las Américas ha sido considerada como una nueva lectura de la doctrina Monroe, tras años de tensión bipolar, y como respuesta refleja a la “Europa fortaleza” que pondría en marcha el Mercado Único en 1993. Sin embargo, no parece que el valor estratégico que EE.UU. concede a América Latina haya crecido con el fin de la guerra fría; más bien resulta todo lo contrario, siendo prueba de ello el que haya convo­cado a Japón y a la CE para la cooperación económica con dicha Iniciativa. Si bien la integración de América Latina en la economía mundial, se realiza de forma creciente a través de la armonización con Estados Unidos (NAFTA, acuerdos de libre comercio) no tienen éstos interés, ni capacidad, para monopolizar unas relaciones con un subcontinente, cuya relevancia para Washington dista ya de responder a los clichés acuñados durante las décadas de intervencionismo en el marco de una lectura predo­minante­mente estratégica de la región. Para bien o para mal, América Latina va a tener que revisar sus nociones de dependencia con el vecino del Norte; va a tener que dejar de lado, tanto el recurso a la “culpa externa”, como las expectativas de una fulgurante conversión en partner, gracias a la adopción de recetas neoliberales. Las dificultades internas de EE.UU., el impacto del Mercado Único Europeo, y la marcha de las negociaciones del GATT, no son factores demasiado promisorios para una inserción y adaptación no trauma­tica de América Latina al “nuevo orden”. El éxito de la operación no está asegurado; la convergencia con EE.UU. conlleva serios ajustes econó­mi­cos, y es problemática la asunción de los paradigmas norteamericanos en cuestión de narcotráfico. Las tensiones sociales que tales ajustes comportan pueden además hacer saltar a los Gobiernos constreñidos a llevarlos a cabo. Entre los análisis económicos recientemente publicados por el BID y la CEPAL no hay pues más que una contradicción aparente. Los primeros ponen de relieve la recuperación del crecimiento del área (2,7 por cien en 1991); los segundos, el aumento de la desigualdad, el crecimiento de la indigencia urbana y de la dualidad (183 millones hoy en la indigencia y una previsión de 60 por cien de la población en el año 2000). No resulta en absoluto paradójico que algunos de los países con mejores resultados eco­nó­micos, como México y Venezuela, sean simultáneamente aquellos en que la CEPAL detecta un mayor aumento de la desigualdad. De ahí que la pregunta ¿cuánta desigualdad aguantarán las democracias? se esté respon­diendo por sí sola en muchos países atentos a las fórmulas del FMI.

A la aparente inevitabilidad de este difícil proceso se añade la sensación de que no caminar, en el sentido marcado, puede resultar en una parálisis explosiva: el deterioro de la situación en Cuba por razones político-económicas por una parte, y el impasse en Brasil (conjunción del fracaso del ajuste y del aumento de la miseria) actúan como semáforos en rojo para los indecisos.

La solución de “doble integración complementaria” propugnada por Enrique Iglesias (hacia adentro reconstruyendo la trama social y hacia afuera abandonando la vieja doctrina cepalista por el libre comercio hemis­férico) tiene su punto débil en que, el propio agente llamado a efectuar el cambio propuesto, el Estado paternalista, populista u oligárquico, debe ceder su lugar preponderante al mercado, mercado con el que mantiene un duelo secular. El narcotráfico –como epifenómeno revelador de gran parte de las tensiones en juego– moviliza, con reglas distintas, a un gran número de fichas irreconciliables: guerrillas, burguesías especuladoras, Fuerzas Armadas y sectores corruptos de la Administración. Cualquier intento por romper el círculo vicioso puede acarrear, como se ha visto en Perú, la invo­cación a una ruptura de otro orden, sujeta a su vez a condenas y sanciones.

La habilidad del presidente Salinas en conjurar estos riesgos para el nuevo rumbo mexicano, puede, sólo en parte, desmentir el cuadro descrito. En México el avance neoliberal y el desarme del Estado ha precedido a las reformas políticas que se irán efectuando sin poner en entredicho la estabilidad del sistema. México ha preferido jugar una “baza china” para la que está bien capacitado. Así, un modelo político que contiene las impa­ciencias y amortigua las demandas sociales, se pliega favorablemente a un mercado interno de por sí enorme (y ampliable ahora mediante el NAFTA). El “espléndido aislamiento” chileno con respecto a MERCOSUR tiene hoy por hoy un fundamento, pero las reglas de la integración en mercados más amplios terminarán por imponerse.

El credo neoliberal del desarrollo integrado parece, en cualquier caso, haber supeditado definitivamente el énfasis por el “desarrollo humano” a una integración en la economía mundial que asegure prioritariamente la “gobernabilidad”. Consecuentemente, la crisis de la izquierda iberoameri­cana, y su falta de discurso frente a la asimilación automática de la “modernidad”, posibilita fenómenos insólitos de protesta, que conjugan iz­quier­dismo con golpismo (bolivarismo venezolano) o desmovilización (e incluso apoyo) frente a un golpe de Estado. Intrínsecamente relacionados, los procesos de “doble integración”, cuestionamiento de modelos de desa­rrollo y trasmutaciones políticas (peronismo, priismo…) nos ofrecen un panorama difícil de interpretar desde patrones eurocéntricos con los que nos solemos empeñar en juzgar la realidad latinoamericana.

Sin embargo, ningún fenómeno latinoamericano escapa a esta crisis de certidumbres universal. Tampoco Europa está al margen de las sacudidas políticas y sociales que caracterizan el alumbramiento de un nuevo equili­brio de la sociedad internacional. La relativización de los fundamentos del Estado del bienestar, de la soberanía nacional y de los elementos de convi­ven­cia en democracia han transformado profundamente la orientación de las sociedades del Viejo Continente. Pero a diferencia de la CE, cuya cohe­sión social es defendida por poderosos sectores y opinión pública, América Latina vive un ajuste duro, con un tejido social vulnerable y muy expuesto ante las convulsiones económicas.

En su brillante estudio sobre la simbólica literaria hispanoamericana, Waldo Ross pone de relieve que “toda filiación es imaginaria y, por tanto, una alfiliación: filiación simbólica, que no procede de la carne y de la sangre del varón como dice la Biblia, sino de un imaginario trascendental”. La Declaración de Guadalajara ha plasmado, además de una cosmología común (matizada por la “unidad en la diversidad”) un ideal abstracto de pertenen­cia a una matriz familiar sobre el que conviene tratar.

 

«A pesar de los vínculos ‘familiares’, en España, fuera de los tópicos de rigor, es general el desconocimiento de América Latina»

 

Cuando en un reciente viaje a Colombia el presidente del Gobierno español afirmaba que la historia “ha creado entre los países iberoameri­canos un entramado familiar, más que un entramado de intereses, que siempre hemos descuidado”, estaba verificando la dificultad en identificar los aspectos funcionales de una Comunidad que puede ser, como señala” el ministro Fernández Ordóñez “la más verdadera del mundo” (El País, 16 de julio, 1991) pero que, en un momento de acendrado pragmatismo, resulta imposible articular sin identificar intereses que aseguren su continuidad. La Comunidad Europea –muchos de cuyos miembros han sido enemigos seculares– partía de un espectacular ejercicio inverso: construir una comu­nidad de intereses como medio para, tras dos guerras mundiales, acabar con la división del Continente y lograr, por fin, la unión política.

A pesar de los vínculos “familiares”, en España, fuera de los tópicos de rigor, es general el desconocimiento de América Latina. La situación es similar entre los propios países latinoamericanos. Como afirma J. Manchal “los mismos españoles desconocen la historia latinoamericana y siguen viéndola como una sucesión interminable de figuras y episodios esperpén­ticos”. Desde el otro lado del Atlántico el célebre historiador Tulio Haperin replica: “con todo lo que tenemos en común, nuestros destinos son sepa­rados. El malentendido entre España y América no desaparecerá jamás”. Relaciones familiares, interés ambiguo o sin identificar, falta de auténtica comunicación y malentendidos… En cierto modo, la principal tarea de una Comunidad Iberoamericana debería ser la de sentar las bases de una comunicación eficaz como paso previo a la identificación de unos intereses que, en un conjunto de 460 millones de personas, no pueden faltar. El “proyecto común iberoamericano” es esa vagarosa trama de intereses singu­lares en torno a una identidad compartida. Esos intereses singulares deben ahora articular la Conferencia Iberoamericana como una “red de redes sectoriales”. Conviene dejar sentado que esa trama de intereses, y hasta esa red sectorial, ya existen entre los países iberoamericanos y que la Conferen­cia viene a rematar y dar “visibilidad política” a una comunidad de facto, cuyas cotas de cooperación en los últimos diez años son muy significativas.

Las legítimas dudas que, sin embargo, manifiestan acerca del proyecto común iberoamericano intelectuales como Ignacio Sotelo (El País, 12 de octubre, 1991) cuando afirma que los pueblos de este y aquel lado del Atlántico no parecen tener muy claro en qué pueda consistir el objetivo de una comunidad iberoamericana, merecen un comentario. Si por “objetivo” se entiende que esta comunidad tiene, como otras, que movilizarse hacia la consecución de una unión aduanera o una estructura defensiva, es más que evidente que, afortunadamente, no existe tal objetivo. Si, por el contrario, partimos de la base de que la Conferencia es una manifestación de la voluntad compartida de los países miembros en colaborar más estrecha­mente en programas de cooperación, y de actuar, como foro de interacción y diálogo, el sentido del encuentro de Guadalajara queda aclarado. Se trata en definitiva de aprovechar el colosal potencial de semejanzas para, en términos prestados a Fernando Savater, “instituir el asemejamiento”. Y ése es el objetivo de la Cumbre de Madrid, mediante programas de cooperación que doten de credibilidad al sistema.

La pertenencia de Iberoamérica a Occidente es reforzada por otra semejanza singular: si Portugal y España, en el extremo occidental de Euro­pa, han vivido décadas de periferia política y económica (siendo una suerte de “paleoccidente” en palabras de Fernández Retamar), América Latina (l’extreme Occident, según Alain Rouquié), aún no ha logrado su plena participación en el mismo. La traducción práctica de este fenómeno admite ciertas actitudes reflejas: así las transiciones políticas de la Península Ibérica ejercieron en los setenta un claro magnetismo, similar al que en los noventa produce nuestra integración económica. Ambos fenómenos revelan un común anhelo de modernización y de internacionalización sentido, a ambos lados del Atlántico, de acuerdo con parámetros diferentes pero complementarios.

“Somos un continente en búsqueda separada de su modernidad escribe Carlos Fuentes; y afirma: “La pareja de ese debate sobre la modernidad es el debate sobre la tradición”. fusionan en el encuentro de jefes de Estado que en Guadalajara alumbró la Conferencia Iberoamericana. En ella se trató, en primer término, de una construcción inspirada por el deseo de conjurar nuestros fantasmas familiares que, con anhelo de futuro, sienten las bases de un trabajo común en pos de esa modernidad inalcanzable a lo largo de siglos. Pero se trató asimismo de un encuentro con nuestra tradición, en especial la que arranca de dos grandes proyectos truncados: el de Simón Bolívar y el del Conde de Aranda, consejero de Carlos III, que propuso mantener una suerte de unión flexible entre las ya centrífugas partes de un conjunto imposible de mantener bajo una corona.

A esta tradición común, se ha superpuesto durante siglos la hojarasca de proclamas nacionalistas que han tendido a separar y a negar los elemen­tos que la constituyen. Según Octavio Paz, las independencias americanas se basan más en una negación de España que en una separación y así la Cumbre de Guadalajara no sería tanto un “reencuentro”, como una “afirma­ción” (la repetición del “somos” en la Carta Magna iberoamericana parece darnos razón). Carlos Fuentes va más lejos, al señalar como el error más costoso de la independencia decimonónica su fondo cultural anti-español, anti-indio y anti-negro.

A este lado del Atlántico, también los españoles tenemos que saldar cuentas pendientes con nuestra idea de América. Desde las Cortes de Cádiz a la Cumbre de Guadalajara, la política iberoamericana de España ha adole­cido de un “complejo especulador” que nos ha impedido acercarnos a América sin ver algo distinto a nuestro propio reflejo. Pasados los irreden­tis­mos de la época isabelina, y tras el corto período durante el cual la Restauración festeja el IV Centenario del Descubrimiento, y finalmente acep­ta a las repúblicas hermanas, empezamos el siglo XX con el “desastre de Cuba”. A partir de ese momento, el “problema de España” estará indiso­lu­blemente ligado a la frustración y derrota que deja la conclusión de la epopeya americana. Del ejercicio amargo de revisión e introspección, que provoca el Desastre del 98, emerge la idea de modernizar España a través de Europa, desespañolizarla incluso y por ende, optar por un discurrir que nos aleja de América, espejo de nuestras frustraciones.

La Unión Iberoamericana, que había servido de punto de encuentro a lo largo del siglo XIX entre el pensamiento conservador y el progresista en lo que a América se refiere, pierde sentido a medida que el conservadurismo articula la “Hispanidad” y la izquierda se decanta por Europa. En América Latina se produce, debido a este “complejo especulador, un fenómeno refle­jo: Europa –y sobre todo Francia y el Reino Unido– representarán en adelan­te la opción modernizadora, y España pasará poco a poco a integrar el patrimonio del pensamiento nostálgico conservador. La guerra civil marca un punto álgido en esta separación. El “Grupo de la Rábida” adopta las tesis hispanistas de Ramiro de Maeztu, y la Unión Iberoamericana se extingue. Los países hispanoamericanos vuelven a reflejar esta escisión española: la Argentina de Perón se vuelca hacia una España famélica y aislada, y México hacia el exilio republicano2.

Con la instauración de la democracia, se sientan las bases de un pro­yecto de convivencia que fusiona las dos Españas y que, por consiguiente, rompe el encantamiento reflejo en América, haciendo posible el proyecto de Comunidad Iberoamericana. Los símbolos de esta normalización son pro­fun­dos: el Rey recibe el Premio Simón Bolívar, su discurso oficial recupera el legado iberoamericanista en menoscabo de la Hispanidad, y se comienza a pergeñar el proyecto de la Comunidad Iberoamericana de Naciones.

La I Cumbre Iberoamericana tuvo, pues, un carácter de catarsis: los latinoamericanos “negaron la negación” (siguiendo a Paz) y los españoles recuperaron “Iberoamérica”, así como en 1986 habían ganado “Europa”. Así, se supera la falsa dicotomía entre una Hispanidad retórica y un discurso europeísta acrítico y monopolizador de la modernidad.

Todos hemos vuelto sobre los pasos perdidos, y hemos colmado el enorme vacío abierto “entre la promesa utópica y la realidad épica” (Fuen­tes). Tanto en el terreno del discurso como en el de las realizaciones políticas, la Cumbre Iberoamericana marca un punto de inflexión.

Ahora el mayor obstáculo proviene de nuestra tendencia a desacredi­tarnos, o a interrogarnos permanentemente sobre la naturaleza o identidad de una comunidad a todas luces evidente desde el exterior. En esta primera etapa, perseguir a través de la Conferencia un nuevo espacio político, tiene sus riesgos. Es primordial centrarse en la cooperación técnica y en una mayor comunicación. Sin un ingente esfuerzo en este campo no estaremos en condiciones de articular el deseable referente político. Julio María San­gui­netti advierte ya este riesgo, cuando afirma que “a veces le exigimos al Nuevo Mundo que haga en cincuenta años lo que a Europa le costó siglos”. No hay pues que establecer comparaciones entre procesos esencialmente distintos, por mucho que nosotros pertenezcamos a ambos mundos por derecho propio.

La Conferencia Iberoamericana, que se reunirá en Madrid a nivel de cumbre el próximo mes de julio, tiene por delante un difícil ejercicio de consolidación. Debe, en primer lugar, manifestar con hechos su capacidad de generar una “cultura de cooperación” en Iberoamérica; avanzar en la conformación de un “nuevo espacio político”, sin caer en la tentación de pasar juicio a sus miembros esgrimiendo una arriesgada “cláusula demo­crática”; y, por último, en un momento particularmente fluido e incierto del panorama internacional, definir la naturaleza de una Comunidad de nuevo cuño. En suma, pasar de una Comunidad de facto a una Comunidad de iure, alcanzando con ello una visibilidad y presencia política externa que se corres­ponda a los cambios y a la modernización emprendidos por las nacio­nes iberoamericanas en esta década.

Podríamos concluir, parafraseando a Mario Soares, que el significado de la I Cumbre en Guadalajara es haber conjurado los antiguos fantasmas del hegemonismo mediante el establecimiento de un diálogo concertado, en igualdad, reciprocidad de ventajas y espíritu solidario. El significado de la Cumbre de Madrid está en convertir ese diálogo en un verdadero inter­cambio, conjurando ahora los riesgos pirandellianos de un encuentro más a la búsqueda de proyecto.