aguila condor
Autor: Hugo Neira
Editorial: Universidad de Ricardo Palma
Fecha: 2019
Páginas: 511

Las dos grandes civilizaciones del Nuevo Mundo

En la literatura política latinoamericanista no abundan estudios comparativos como el escrito por Hugo Neira. Su sólida formación interdisciplinar le ha dado una perspectiva privilegiada para analizar las trayectorias, paralelas y divergentes, de las civilizaciones que se desarrollaron en el mundo mesoamericano y el mundo andino prehispánicos, México y Perú.
Luis Esteban G. Manrique
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“No puedo olvidar lo que debo al Perú en los días en que yo arribé allá sin más título que el de ser un mexicano que había sido perseguido por todos los dictadores de su patria; y eso me abrió todas las puertas () Como una visión de una vida aparte guardo el recuerdo de aquel viaje () Veo los desfiles militares acompañados de músicas tristes, monótonas, que me hinchan el pecho de patriotismo peruano; un patriotismo que yo interpretaba como la afirmación del derecho divino que asiste a las razas nobles y dulces para perpetuarse en un sitio y hacer un oasis de bondad en el vasto mundo perverso…

José Vasconcelos, Mensaje a los estudiantes peruanos (1924)

 

En una iniciativa política con pocos precedentes en la historia reciente de México, el 8 de diciembre de 2021, el presidente, Andrés Manuel López Obrador, envió a Lima a su secretario de Hacienda, Rogelio Ramírez de la O. Este encabezaba una misión diplomática para brindar apoyo político al presidente peruano, Pedro Castillo, que lo necesitaba más que nunca. Acababa de sobrevivir a un intento de moción de censura en el Congreso. Desde 2017, el fujimorismo y sus ocasionales aliados parlamentarios han recurrido cinco veces a la figura de la llamada “vacancia por incapacidad moral” para deshacerse de sus adversarios políticos.

Desde que comenzó su mandato, López Obrador no ha dejado de decir que “la mejor política exterior es la interior”, siguiendo la vieja tradición aislacionista que se remonta a la llamada doctrina Estrada. Esta debe su nombre a Genaro Estrada Félix, que era el secretario de Relaciones Exteriores en 1930, cuando la formuló y publicó para convertir el principio de no injerencia en la piedra angular de la política exterior mexicana y propiciar así una visión estrecha de la soberanía nacional. Fiel a ese predicamento, López Obrador solo ha salido tres veces al exterior. En los tres casos viajó a Estados Unidos, uno a Nueva York y dos a Washington. Pero en el segundo tramo de su sexenio, el presidente mexicano parece decidido a dar un giro a su política exterior y ha anunciado que este año tiene previsto visitar varios países centroamericanos, entre ellos Honduras.

El 6 de diciembre, su secretario de Exteriores, Marcelo Ebrard, pasó por Santiago de Chile para reunirse con el presidente electo, Gabriel Boric, antes de viajar a Buenos Aires para la cumbre de la CELAC, donde dijo que la llegada de nuevos gobiernos progresistas a la región daría una “nueva intensidad” a la lucha latinoamericana y caribeña por tener “una voz común”.

 

La guerra de los dioses

En la literatura política latinoamericanista no abundan estudios comparativos como el que ha dedicado en dos volúmenes Hugo Neira –exdirector de la Biblioteca Nacional del Perú– a México y Perú. Neira es discípulo de Raúl Porras Barrenechea en la Universidad de San Marcos y de Claude Lévi-Straus y Raymond Aron en la Sorbona, y tiene una sólida formación interdisciplinar en historia, sociología y antropología. Gracias a ello, tiene una perspectiva privilegiada para acometer la tarea de analizar las trayectorias –paralelas y divergentes– de dos grandes civilizaciones del Nuevo Mundo, las que se desarrollaron en el mundo mesoamericano y el mundo andino prehispánicos.

Los imperios azteca e inca fueron los únicos que encontraron los europeos desde Alaska a la Tierra del Fuego, una extensión que abarcaba desde desiertos a densos asentamientos urbanos y albergaba desde pueblos nómadas, cazadores y recolectores, a culturas avanzadas que habían creado complejas estructuras políticas en el Anáhuac y los Andes centrales.

Y eso es solo el principio. El autor va siguiendo sus sucesivos avatares –del sánscrito avatâra, descenso o encarnación de un dios– políticos, primero coloniales –los virreinatos de la Nueva España y el Perú– y luego republicanos, tras la desintegración de la Monarquía Hispánica a principios del siglo XIX.

 

«La elección de Neira es lógica: los imperios azteca e inca fueron los únicos que encontraron los europeos desde Alaska a la Tierra del Fuego, una extensión que albergaba desde pueblos nómadas, cazadores y recolectores a culturas avanzadas que habían creado complejas estructuras políticas»

 

Según escribió Arnold Toynbee en su Study of History, el desenlace natural de toda civilización dispersa entre diversos pueblos de rasgos culturales básicamente indiferenciados es el surgimiento de un gran Estado imperial-unificador. En las Américas, esa eclosión se produjo en dos núcleos geográficos, donde surgió un nuevo tipo de Estado –imperial, militarista y expansionista– cuyo dominio duró poco más de un siglo. Su contribución fundamental fue dar dimensiones de Estado universal a lo que ya existía.

Mexicas y quechuas se sentían portadores de un encargo divino para gobernar a chichimecas y aucas, como se referían en sus lenguas a los pueblos que consideraban bárbaros. Por lo general, no eran muy caritativos con los vencidos.  El dios tribal de los aztecas, Huitzilopochtli, dios de la guerra y la sangre, exigía inconmensurables sacrificios humanos para poder subsistir en sus batallas cósmicas. Debido a la escasez de especies salvajes y proteínas de origen animal, Marvin Harris sostiene en Good to Eat (1998) que los aztecas preferían a sus prisioneros muertos como carne que vivos como siervos y esclavos.

Según los cronistas, en el Tahuyantinsuyo los vencedores llevaban a los caciques vencidos al Cusco, donde los arrojaban a los pies del Inca, los decapitaban y con el cráneo de los vencidos hacían vasijas para beber chicha. Con la piel hacían tambores y con los huesos, flautas.

La victoria en una guerra representaba la victoria tanto de un pueblo como del dios que lo protegía. Esa cosmovisión fue determinante en el momento de la conquista: la derrota de sus dioses exigió la sumisión al nuevo dios victorioso. El enfrentamiento terreno se desdobló en una implacable batalla divina paralela: el nuevo dios vencedor debía ser incorporado al panteón del pueblo derrotado.

Así, mientras mapuches y pehuenches en la Araucanía y apaches y comanches en las grandes llanuras de América del Norte, entre otras tribus periféricas, se unieron en confederaciones militares contra los colonizadores europeos y sus sucesores criollos, en los virreinatos mexicano y peruano los grupos indígenas mayoritarios se integraron en el sistema colonial mediante las alianzas con las autoridades virreinales de sus élites, descendientes de los antiguos señores naturales.

 

Blasones y privilegios

En la etapa colonial, novohispanos y peruanos compartieron virreyes, oidores, corregidores, caciques –curacas en el mundo andino– y valores sociales. Tras sus hazañas militares, los conquistadores buscaron blasones y privilegios nobiliarios: “la renta del señor ganada por la espada”, apunta Neira. El decreto real que en 1977 expulsa a los jesuitas, educadores de las elites criollas y en gran medida sus portavoces, es célebre: “Deben saber los súbditos del gran monarca que nacieron para callar y obedecer” (El Rey de puño y letra).

En Sor Juana Inés de la Cruz y las trampas del fe (1982), Octavio Paz observa que el poder político y militar era peninsular; el económico, criollo; y que el religioso tendía a repartirse entre unos y otros. Según el historiador peruano Jorge Basadre, en el virreinato peruano, donde la población de criollos y peninsulares era sobrepasada largamente por negros y castas –las mezclas raciales–, llegó haber 58 marqueses, 45 condes y un vizconde. En ninguna otra colonia se extendió tanto la nobleza española. Un virrey, recuerda Neira, tenía palacio, guardia imperial, salones y cenáculos cortesanos. Gran parte de ese sistema, de donde proviene la inclinación a la intriga palaciega, señala, se desliza bajo el manto republicano en los siglos XIX y XX.

 

Repúblicas feudales

Al optar por la República, los nuevos países se embarcaron en un experimento político sin precedentes modernos, fuera de los recién fundados Estados Unidos. El orden republicano atravesó fronteras, cruzó culturas, se afianzó y perduró, integrando a la América hispánica en una historia más amplia: la de las revoluciones atlánticas, con sus nuevas formas de legitimación de la autoridad.

Del lado mexicano, por el libro desfilan Miguel Hidalgo, Iturbide, las guerras de Santa Anna, Benito Juárez, el “porfiriato”, la revolución de 1910 y el largo régimen del PRI. Del peruano, caudillos como Ramón Castilla, el periodo del guano, la Guerra del Pacífico, el civilismo, el militarismo, el “oncenio” de Augusto B. Leguía y lo que Neira llama el “feroz siglo XX”.

En América Latina, el siglo comenzó políticamente en 1910, con la revolución agrarista mexicana, que extendería sus llamas por todo el continente, anticipando el nacimiento de los partidos de masas y el nacional-populismo. Debido a que, para recompensar a sus adláteres, Porfirio Díaz les concedía tierras, supremo símbolo de estatus social, el expolio de las tierras comunitarias indígenas fue inevitable. La declaración de igualdad jurídica republicana había dejado a los indios acostumbrados a un régimen de tutela, a merced de los criollos, ávidos por hacerse con sus tierras. En 1910, unos 78 millones de hectáreas estaban en manos del 4% de los grandes terratenientes. Cada una de 15 haciendas poseía 100.000 hectáreas. Los jornaleros de campo, es decir, campesinos sin tierras, sumaban más de tres millones. Más de la mitad de los mexicanos vivía en haciendas y el 75% dependía de ellas, directa o indirectamente.

 

«La observación de Furet según la cual una revolución destruye lo que en cierto modo ya no existe tuvo en el México de 1910 una confirmación abrumadora»

 

La observación de Francois Furet según la cual una revolución destruye lo que en cierto modo ya no existe tuvo en el México de 1910 una confirmación abrumadora: el carcomido edificio del porfiriato se desmoronó ante el primer envite popular.

En medio de un pueblo mayoritariamente analfabeto, el filósofo y educador José Vasconcelos (Oaxaca, 1882-1959) se convirtió en el mayor animador de la cultura latinoamericana como secretario de Educación Pública de Álvaro Obregón. Vasconcelos utilizó los edificios públicos del mismo modo que la Iglesia usó las catedrales en la Edad Media para evangelizar: entregando sus muros a Rivera, Orozco y Siqueiros para que contaran visualmente la historia mexicana y predicaran el gran mito del mestizaje como síntesis creativa de su identidad.

La revolución, anota Paz en El laberinto de la soledad, apenas si tiene ideas, salvo hacer de México una nación fiel a sí misma, sin traicionarse. No era factible una construcción nacional sin la nacionalizar a la sociedad y al Estado.

 

Indoamérica

Los ecos del vuelo del águila mexicana llegaron pronto a los Andes, donde etnias de piel oscura formaban parte de una sociedad que los excluía mediante diversos modos de voto censitario. El gran líder del nacional-populismo peruano del siglo pasado, Víctor Raúl Haya de la Torre, fundó en México, en mayo de 1924, su partido: el APRA, concebido como un frente de clases panlatinoamericano.

Haya –que conoció en la capital mexicana a la pléyade de la inteligentzia revolucionaria (Vasconcelos, Henríquez Ureña, Villaurrutia, Rivera…)– se convenció de que la revolución mexicana era un producto más fiel a la historia continental que cualquier derivación política del marxismo. La bandera “indoamericana” aprista mostraba un mapa dorado del continente, desde el río Grande al Cabo de Hornos, sobre un fondo rojo.

Desde sus orígenes, el aprismo preconizó la reforma agraria como única forma de acabar con el arcaico sistema social que perpetuaba la encomienda y el repartimiento coloniales y mantenía en las serranías andinas un orden feudal de amos y siervos. Pero Haya nunca pudo cumplir el programa aprista por el veto militar que le persiguió durante toda su carrera política.

 

«En Perú, el latifundio era ‘cruel y opresivo’ porque ponía a campesinos indígenas y peones de hacienda fuera de la vida política y económica»

 

Paradójicamente, fueron sus antiguos enemigos los que hicieron la reforma agraria en 1969, cuando la junta militar presidida por el general Juan Velasco Alvarado decidió liquidar el latifundismo. El 0,4% de los propietarios concentraba el 75,9 % de las tierras cultivables. Todos los demás se repartían el 5,5% restante. En 1956, Jacques Lambert, americanista de la Universidad de Lyon, ya había señalado que el latifundio era cruel y opresivo porque ponía a campesinos indígenas y peones de hacienda –pongos, en quechua– fuera de la vida política y económica.

En los años sesenta, las masas rurales comenzaron a invadir tierras en un movimiento masivo de desobediencia civil, lo que terminó por empujar a los militares a acabar con un orden ya insostenible. Desde la Federación Departamental de Campesinos del Cusco, líderes campesinos como Saturnino Huillca, biografiado por Neira en 1969, organizaron las invasiones de haciendas, sin uso de armas ni violencia, movilizando a miles de campesinos entre 1960 y 1965. Cuando la reforma agraria terminó en 1979, se habían distribuido siete millones de hectáreas.

 

Versiones plurales

El autor incluye un capítulo final sobre los primeros dos decenios de este siglo, con sus migraciones internas, cambios de costumbres y mentalidades y mutación de identidades, étnicas y nacionales. En México y Perú el éxito de las reivindicaciones de los pueblos originarios tiene una explicación: como meros campesinos de lenguas autóctonas, solo habían cosechado derrotas. Es como indígenas –aymaras, shipibos, yaquis, zapotecos…– cuando obtienen victorias y reconocimiento político.

La historia, recuerda Neira, se asemeja a un caleidoscopio: es suficiente que se descubra un documento del pasado que había permanecido oculto o cambie la perspectiva de los observadores para que se modifique la interpretación global de una época, una nación o un personaje. El águila y el cóndor es una demostración palmaria de esa paradoja.