Autor: Unai Sordo
Editorial: Catarata
Fecha: 2019
Páginas: 112
Lugar: Madrid

Las ideas no viven sin organización

Jorge Tamames
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¿Para qué sirven hoy los sindicatos? La pregunta se resuelve examinando qué pasa cuando desaparecen. Aunque la erosión de su poder tiene su origen en las transformaciones económicas y políticas de finales de los 70, los sindicatos en Estados Unidos vieron su influencia cercenada tras la crisis de 2008, cuando se desplomaron hasta representar a tan solo un 7% de la fuerza laboral.

Al perder la capacidad transformadora que ejercían en el pasado –cuando, entre otras cosas, resultaban clave para apoyo de políticas como la ley de derechos civiles–, los sindicatos comenzaron a ser percibidos, en una dinámica de círculo vicioso, como grupos de interés sectoriales, no muy diferentes a los lobbies a los que la opinión pública estadounidense desprecia. Es por eso que en diferentes Estados del país se han convertido en el blanco favorito de gobernadores republicanos, volcados en limitar la escasa fuerza que les queda.

Como detallan Jacob S. Hacker y Paul Pierson en Winner-Take-All Politics, el debilitamiento de los sindicatos ha resultado clave en la reconfiguración del sistema político estadounidense. El Partido Republicano, aupado por los nuevos lobbies financieros y comerciales, se encontró en una situación de ventaja electoral. El Partido Demócrata, cada vez más desprovisto de un apoyo sindical que proporcionaba votos, fondos y músculo electoral, entró en un periodo de crisis, del que saldría adaptándose a las tácticas de su rival. Hacker y Pierson señalan que el debilitamiento de los sindicatos permitió a los republicanos gravitar hacia posiciones cada vez más radicales. También los demócratas emprendieron un giro conservador, al no encontrar contrapesos internos en su coalición electoral que les emplazasen a resistir esta deriva. El resultado ha sido una espectacular redistribución de la riqueza en EEUU, en beneficio de –a lo sumo– el 6% más pudiente de la sociedad. Los principales damnificados son las clases medias y trabajadoras estadounidenses, que sufren las fracturas de la desigualdad.

Recientemente, la dinámica se ha empezado a revertir. El sindicato de enfermas National Nurses United, por ejemplo, se ha convertido en un apoyo esencial para el senador socialista y candidato presencial Bernie Sanders. En Nevada, el sindicato de trabajadores de casinos –con una alta presencia de mujeres latinas– se está consolidando como actor clave a la hora de decantar las primarias demócratas. Varios Estados sureños, con leyes draconianas contra la formación de sindicatos, han presenciado huelgas espontáneas con gran seguimiento a lo largo de 2018. Incluso sectores que tradicionalmente no estaban representados por sindicatos, como los estudiantes de posgrado, están empezando a organizarse para reclamar derechos laborales.

Este empuje llega en un momento decisivo. Como advierten Hacker y Pierson en el último número de la revista Foreign Affairs, el Partido Republicano, desprovisto de contrapesos institucionales y con una oposición hasta ahora moderada, ha continuado su deriva radical. La descomposición política en EEUU debe mucho a una sociedad civil cada vez más socavada. Visto en perspectiva, esta historia puede entenderse como una advertencia para el resto de países que sigan en la estela estadounidense.

 

¿Y en España?

En ¿Un futuro sin sindicatos?, el secretario general de Comisiones Obreras, Unai Sordo, conversa con el economista Bruno Estrada sobre el mundo laboral español y la situación de sus sindicatos. Parte de los problemas que afrontan, como es natural, son propios del país. Entre ellos destacan un sistema de negociación colectiva que extiende los convenios al conjunto de trabajadores en un sector, pero desincentiva la afiliación sindical; una estructura laboral dominada por PYMES, en las que la acción sindical es más difícil de realizar; un envejecimiento en la afiliación de los grande sindicatos; y un modelo de desarrollo económico en el que prima la exportación (y, con ella, la contención salarial) o abunda la temporalidad, la precariedad laboral y los trabajos basura.
Gran parte de los retos a los que los trabajadores en España hacen frente, por otra parte, son similares a los que acechan a los estadounidenses. Entre ellos se cuentan la automatización; la dificultad de organizar a precarios en las nuevas empresas-plataforma; y la pérdida de legitimidad social (así como peso político) de los sindicatos en sociedades cada vez más polarizadas y desencantadas. Por eso resulta sugerente que Sordo enfatice repetidas veces el papel de los sindicatos como actores capaces de organizar a la sociedad, más allá de su relevancia en el ámbito laboral. Lo que se echa en falta es que no especifique mejor hasta qué punto los sindicatos son importantes en esta labor. El papel de CCOO durante las movilizaciones y huelgas que precedieron a la transición fue instrumental para asegurar que el franquismo desembocase en una democracia parlamentaria y no una dictablanda. La historia es de sobra conocida, pero tal vez merezca la pena insistir en su importancia –más aún en un contexto en que, para la mayor parte de los españoles nacidos desde los 90, la propia idea de militar en un sindicato puede parecer una extravagancia.

El libro, por lo demás, oscila entre reflexiones críticas –Sordo admite que, pese a la importancia de la coordinación para abordar procesos económicos globales, el papel del sindicalismo internacional es “testimonial”– con otros más indulgentes. Del movimiento feminista, por ejemplo, opina que CCOO siempre ha estado “a la vanguardia” –una aseveración que choca con la moderación de los grandes sindicatos cada 8-M, en los que se limitan a convocar paros parciales. También incluye propuestas útiles para reforzar los sindicatos y la cohesión social a escala europea: dotar a los sindicatos de mayor representación en los consejos directivos de las empresas (siguiendo la ley de cogestión alemana de 1976, las reformas suecas de 1984 o, más recientemente, las propuestas del equipo económico de Jeremy Corbyn y la senadora estadounidense Elizabeth Warren), establecer un Semestre Social Europeo en el que se evalué el progreso de cada Estado miembro mediante indicadores de bienestar.

El resultado es una lectura algo breve, pero útil. “Las ideas no viven sin organización”, señala Sordo a mitad del libro. Es una observación que las fuerzas políticas progresistas –nuevas y viejas; socialdemócratas o radicales; verdes, moradas y rojas– tal vez no hayan tenido lo suficientemente presente durante los últimos años.