Autor: Enrique Krauze
Editorial: Debate
Fecha: 2018
Páginas: 296
Lugar: Barcelona

Las raíces de la autocracia

Luis Esteban G. Manrique
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“¿Quién puede dudar de que la pólvora para los infieles es incienso para el Señor?”. Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias (1537).

 

En 1620, 41 ingleses que llegaron con sus familias a lo que hoy es el Estado de Massachusetts suscribieron en el Mayflower, el barco en el que viajaban, un pacto de menos de 200 palabras donde se concedían el derecho de autogobernarse hasta que lograran el permiso de Inglaterra para establecerse en el nuevo territorio. El fin del acuerdo era “constituir un cuerpo político civil para nuestro mejor ordenamiento y preservación” y, en virtud de ello, “promulgar, constituir y enmarcar leyes, ordenanzas, actos, constituciones y cargos justos e iguales (…) como se considere más conveniente para el bien general de la colonia; a la cual prometemos toda la debida sumisión y obediencia”.

Casi un siglo antes, en 1527, Francisco Pizarro lanzó una consigna a los 12 últimos hombres que le quedaron tras un naufragio que sería igualmente determinante para el futuro del reino que estaba a punto de conquistar. Luego de trazar con su espada una línea en las arenas de la Isla del Gallo, les conminó: “Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, por este otro al Perú, a ser ricos”.

El hecho de que hayan perdurado durante siglos frases como “vale un Perú” o “esto es Jauja”, una de las primeras ciudades españolas fundadas en el antiguo Tahuantinsuyu, dan testimonio de ese deslumbramiento. Tras la independencia, la inclusión en el escudo republicano de una cornucopia rebosante de monedas perpetuó el mito de esas abundantes riquezas: el “mendigo sentado en un banco de oro”, como sentenció el peruanista italiano Antonio Raimondi.

Sin embargo, la renta per cápita de país andino es de 6.500 dólares, frente a los 30.000 de España o los casi 60.000 de Estados Unidos. La contradicción entre riquezas ficticias y miserias reales alimentan expectativas imposibles que los demagogos explotan sin escrúpulos: si mi país es rico, ¿por qué soy pobre?

 

El reino de los caudillos

El recurrente encumbramiento de caudillos con pretensiones mesiánicas e imaginarias dotes milagrosas para corregir las injusticias sociales no es ajeno a ese momento fundacional de la historia de América Latina, donde el pasado está tan presente que ni siquiera es pasado.

Un reciente artículo del Esquire dedicado al Perú comenzaba diciendo: “Lima es una ciudad fea, pero no es un feo antihigiénico como el de Nueva Delhi, no es un feo industrial como el de Pittsburgh…”. Y así fue mencionado una serie de fealdades hasta concluir: “Lima es fea porque se puede oler en el aire lo feamente que se han portado los peruanos unos con otros a lo largo del tiempo”.

En 1604, un virrey, el marqués de Mancera, escribió en un informe al Consejo de Indias: “Tienen por enemigo los indios la codicia de los corregidores que arrebatan sus tierras y vienen esos pobres a ser esclavos”. En Nueva Inglaterra, el primer colono, Chistopher Newport, fue un comerciante. La colonización dependía de una compañía privada de asociación voluntaria. No había órdenes religiosas ni misión evangelizadora ni monopolios o unidad de la fe. Pero tampoco matrimonios interraciales y los indios fueron víctima de repudio, exclusión y exterminio.

Los conquistadores ibéricos, en cambio, buscaban riquezas terrenales y la gloria celestial que lograrían difundiendo la verdadera fe, según el catolicismo de cruzada forjado en los largos siglos de la reconquista.

 

Una anatomía del poder

La divergente evolución de las dos Américas es el núcleo temático sobre el que giran los ensayos del último libro del historiador mexicano Enrique Krauze, hijo de judíos ashkenasis polacos que llegaron a México huyendo del nazismo. Su autor describe El pueblo soy yo como “una anatomía del poder en América Latina y un testimonio personal de lo visto, oído, leído, conversado y aprendido sobre el poder personal absoluto”.

En su Biografía del Poder (1997), una serie de semblanzas de presidentes mexicanos, Krauze ya revelaba un secular patrón autoritario con apoyo popular: una nostalgia, al fin y al cabo, de tiempos en los que mandaban hacendados y terratenientes, despóticos pero paternalistas.

La obsesión por el poder autocrático es común en la región. Escribiendo una biografía de Pedro II, último emperador de Brasil, la antropóloga y escritora brasileña Lilia Schwarcz descubrió que los brasileños tienden a ver a los gobernantes como un gran padre: “Alguien que tiene más idea que nosotros, que gobierna en nuestro lugar, que ejerce nuestros derechos, que es severo pero también comprensivo con nuestras debilidades”.

Loris Zanatta, historiador argentino de la Universidad de Bolonia, sostiene que el relato que legitima el sistema es simple: hubo una vez un pueblo inocente y puro que vivía en armonía y libre de pecado. Pero de repente la tentación demoniaca destrozó una inocencia que solo puede ser restaurada por un salvador.

En último término, la inspiración del caudillo es religiosa porque su misión política es salvífica. Fidel Castro, educado por jesuitas del colegio Belén de La Habana que habían sobrevivido a la guerra civil española, dijo en una ocasión que su ideal era que todos “tengamos la misma mentalidad, la misma educación, la misma cultura, el mismo ideal político”.

Es decir, el caudillo como instrumento de Dios, una sublimación materialista de la noción católica del Estado como intrumentum regni.

Chile, la más exitosa democracia latinoamericana, tuvo, en cambio, según recuerda Krauze, como arquitecto de su institucionalidad republicana al venezolano Andrés Bello, enciclopedista formado en Inglaterra y por ello gran conocedor de su filosofía política: “Su exilio fue una pérdida irreparable para Venezuela pero una bendición perdurable para Chile”.

 

El espejo de Próspero

En El espejo de Próspero (1982), su célebre ensayo sobre la “prehistoria” de las ideas políticas en las Américas, Richard Morse, maestro y amigo personal de Krauze, sostiene que la piedra angular filosófica del sistema colonial ibérico fue la concepción tomista del bien común defendida por escolásticos del Siglo de Oro como el dominico Francisco de Vitoria (1483-1546) y los jesuitas Juan de Mariana (1536-1624) y Francisco Suárez (1548-1617).

Así, la escolástica tomista dominó durante tres siglos con indiscutida e indisputada legitimidad las colonias españolas y portuguesas de ultramar: un molde que según Morse comprometía la vida política, religiosa, jurídica, económica, social, académica e intelectual.

Mientras que en Inglaterra Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704) apartaban al Estado de sus bases teológicas mediante una racionalidad utilitaria del cuerpo político, Suárez defendía una noción del Estado como “arquitectura orgánica” o “cuerpo místico” a cuya cabeza se encuentra un padre que ejerce a plenitud la patria potestad sobre sus súbditos. Es decir, un absolutismo templado por el derecho natural en el predominio de la inmutable ley natural sobre las falibles leyes humanas.

En esa visión, el Estado otorga los derechos, incluida la propiedad privada, mientras que la Carta Magna inglesa es un contrato entre los propietarios y el príncipe. Los propietarios son, por ello, anteriores al Estado y la soberanía es una delegación, no una transferencia. El horizonte del populismo latinoamericano –de derechas o izquierdas–, por el contrario, es la tierra prometida: el retorno del pueblo a la pureza original, lo que alimenta la épica maniquea de eterna lucha del bien contra el mal.

El problema es que esa visión del mundo es incompatible con la democracia. Al final, Morse, Krauze y Zanatta concuerdan en un punto fundamental: si la política es religión y la historia es escatología, la conversión forzada del hereje –o su eliminación– es inevitable.