AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 73

Hoda Zaher posa en una escuela de Beirut, donde vive como refugiada tras huir de los bombardeos israelíes. Con más de un millón de personas desplazadas del sur, Líbano se enfrenta a una de las peores crisis de refugiados de los últimos años. Beirut, octubre de 2024./ximena borrazas/sopa images/lightrocket via getty images

Líbano: impacto social de la guerra y opciones de reajuste institucional

Sea cual sea la forma que adopte el proceso de reconstrucción y la vuelta a la normalidad social y económica en la región cuando termine la guerra, el Estado libanés seguirá siendo el gran perdedor.
Aurélie Daher
 | 

El 7 de octubre de 2023, el grupo palestino Hamás y el ejército israelí se embarcaron en un nuevo episodio de violencia armada, que rápidamente alcanzó un nivel de brutalidad sin precedentes en la historia del conflicto árabe-israelí. La Resistencia Islámica en Líbano (RIL), organización paramilitar vinculada a Hezbolá, se unió a la refriega al día siguiente del inicio de las hostilidades. El objetivo, presentado en noviembre de 2023 por el secretario general de Hezbolá, Hasán Nasralá, era participar en un “frente de apoyo” a la causa palestina, en colaboración con una red de actores regionales (iraquíes y yemeníes) próximos a Irán. Más allá de este apoyo estratégico exocéntrico, Hezbolá espera matar dos pájaros de un tiro, con la esperanza de poner fin a las violaciones periódicas de la soberanía libanesa por parte de Israel. Según el gobierno libanés, estas violaciones casi diarias han ascendido a más de 35.000 infracciones de la Resolución 1701 desde el final de la Guerra de los 33 Días en 2006.

 

 

El hecho de que la acción israelí se haya reorientado, a partir de septiembre de 2024, hacia el bombardeo intensivo, diario y prolongado de Líbano plantea una serie de desafíos al Estado de este país y a las configuraciones de su escena política interna establecidas hasta ahora. Algunos observadores y actores nacionales advierten de que las condiciones sociales y políticas son propicias para el estallido de una nueva guerra civil como la que desgarró el país entre 1975 y 1990. Existe un gran temor a que las comunidades recurran a los llamados modi vivendi “federalistas”, que debilitarían a un Estado libanés ya gravemente puesto a prueba por sus disfunciones institucionales y, desde 2019, por una crisis socioeconómica que el Banco Mundial calificó de inédita en la historia desde 1850. En el lado opuesto del espectro de análisis, otros ven en la extrema violencia de la acción israelí una oportunidad para liberar “por fin” la dinámica del Estado libanés del factor Hezbolá, considerado como el último obstáculo para la existencia de un Estado de derecho.

Estos dos grandes escenarios, que a finales de 2024 estructuraban la mayoría de los debates libaneses en torno a la tragedia en curso, no resultan sorprendentes. De hecho, uno y otro se repiten desde hace décadas. No obstante, es necesario contrastarlos con dinámicas sociológicas e institucionales más profundas y menos evidentes. Esta confrontación empírica y analítica debería revelar las opciones reales que se perfilan para el Estado libanés y el tablero político interno.

 

La reforma de las instituciones libanesas frente al factor Hezbolá

Hezbolá participó por primera vez en la vida institucional nacional libanesa en 1992, cuando el final de la guerra civil permitió por fin celebrar elecciones legislativas, suspendidas desde 1972. Desde entonces, el partido nunca ha estado representado en el hemiciclo por más de 10 o 12 miembros electos, de un total de 128 escaños. Su presencia en el poder legislativo ha sido siempre inferior al 10%. Esta escasa representación se explica por el carácter asociativo del sistema político libanés, que distribuye los escaños del Parlamento entre las comunidades en función de cuotas definidas por la Constitución. Según esta fórmula, la cuota de los chiíes no puede superar los 27 escaños. Pero Hezbolá tiene que compartirlos con otro partido importante de la comunidad, AMAL. Por otra parte, Hezbolá no formó parte del gobierno hasta 2005, y nunca ha tenido más de dos ministros afiliados, un número que resulta todavía más modesto si se sitúa en un contexto de consejos que sistemáticamente tienen entre 24 y 30 carteras. Además, las carteras asignadas a Hezbolá corresponden a sectores de actividad insignificantes para la política pública y totalmente desprovistos de fondos.

Por tanto, el peso de Hezbolá en el proceso de toma de decisiones del Estado no tiene que ver con su presunta usurpación de cargos de alto nivel. Hezbolá es un actor clave en la vida política del país sobre todo gracias a y a través de sus alianzas partidistas, tanto dentro como fuera de la comunidad chií. Esto significa que Hezbolá comparte con más de un actor partidista la responsabilidad de las disfunciones del Estado que se le atribuyen. No se puede culpar únicamente a Hezbolá de las debilidades del Estado libanés.

 

Y menos aún porque, paradójicamente, los agravios que tradicionalmente se achacan al sistema libanés, desde la falta de democracia causada por el consociativismo (que refleja una composición parlamentaria que no se corresponde con la distribución confesional de la sociedad) hasta la depredación de los recursos estatales con fines clientelares, son menos observables en el caso de Hezbolá. Sus recursos financieros (obtenidos principalmente de su propia comunidad, de actividades económicas tradicionales y de la recuperación de una parte de los impuestos religiosos chiíes) le permitieron no ser uno de los grupos políticos que pusieron en apuros las finanzas del Estado en 2019.

En segundo lugar, los principales partidos cristianos y suníes se oponen mucho más que Hezbolá o incluso AMAL a sustituir el consociativismo por un sistema de “un hombre, un voto”. Sobre la base de las proyecciones demográficas más serias, es razonable suponer que la comunidad chií representa ahora casi el 60% de la población libanesa. Una reforma de las instituciones para mejorar la representatividad democrática beneficiaría sobre todo a los chiíes. Las demás comunidades, ahora claramente minoritarias, consideran que les interesa conservar un reparto del poder basado en cuotas garantizadas por la Constitución. No es casualidad que, durante la oleada de manifestaciones populares de 2019, las fuerzas que impulsaron las protestas arremetieran en primer lugar contra la clase dirigente, y en mucha menor medida contra las instituciones en sí. En otras palabras, la reforma de las instituciones no está más impedida por Hezbolá que por los demás partidos del país, ya sean adversarios o aliados.

 

¿Tiene el estado el monopolio de la violencia política legítima?

Un desafío más serio a la consolidación de las instituciones libanesas que el que plantea Hezbolá es, de hecho, la RIL A través de su acción, se plantea la cuestión de la posible competencia con las fuerzas del orden del Estado. Tanto en 2006 como en 2023, la dispensa concedida a la RIL para solicitar el permiso del Estado para iniciar un conflicto con un país vecino con una fuerza de ataque considerable, o para colaborar con el Estado en el seguimiento del desarrollo de la guerra, coloca a las instituciones libanesas en una situación incómoda a más de un nivel.

En otoño de 2024, según ACNUR, el desbordamiento de la guerra en Gaza obligó a más de 1,3 millones de personas a desplazarse a Líbano. Al Estado se le ha situado ante el hecho consumado que supone la necesidad de organizar la acogida de personas y familias que han perdido o huido de sus hogares, y sin haber tenido la oportunidad de planificarlo con antelación. El acondicionamiento de un gran número de escuelas como refugios y espacios de vida colectiva en cada rincón de Líbano ha resultado ser una respuesta insuficiente y rudimentaria, que enseguida ha creado el problema adicional de tener que garantizar que el curso escolar se desarrolle sin problemas. La crisis de 2019 ya había provocado graves disfunciones en este sentido, que hacían temer un problemático descenso del nivel educativo de generaciones enteras de libaneses.

Así pues, la crisis de 2024 pone de manifiesto más claramente que nunca los límites de la capacidad del Estado libanés para gestionar las necesidades humanitarias de su angustiada población. Al mismo tiempo, los destrozos masivos orquestados por un ejército israelí que, a diferencia de 2006, ya no duda en asaltar zonas no chiíes o incluso abiertamente hostiles a Hezbolá, ataca monumentos históricos y, a través de los desplazados, provoca un aumento repentino y rápido de la mezcla confesional, crean tensiones en la sociedad libanesa en torno a la definición de las prioridades colectivas. Una gran parte de la población es confesionalista y no está dispuesta a compartir su territorio con compatriotas de otra comunidad, sobre todo cuando la política israelí de erradicación de determinados municipios en el sur de Líbano o en los suburbios de Beirut hace pensar que esta mezcla forzada posiblemente dure mucho tiempo, o incluso para siempre. Los dirigentes de las comunidades se ven obligados a realizar esfuerzos adicionales para mantener la paz civil.

La posibilidad de que se produzca un giro hacia enfrentamientos graves entre comunidades, entre individuos y grupos a favor y en contra de Hezbolá, depende a priori de dos cosas. En primer lugar, de la fuerza del vínculo que une a Hezbolá con su gente; y, en segundo lugar, de las condiciones de reconstrucción e indemnización tras la guerra.

 

La ‘sociedad de resistencia’, una variable fundamental

Cuando nació la RIL en el verano de 1982, su dirección identificó rápidamente la necesidad de añadir a su estructura instituciones civiles dedicadas a apoyar el esfuerzo bélico. En los meses y años siguientes, se crearon La Fundación de los Mártires (que se ocupaba de las familias de los soldados caídos), la Fundación de los Heridos de Guerra (que atendía las necesidades sanitarias de las víctimas libanesas de los ataques y bombardeos israelíes), la Asociación para el Esfuerzo de Reconstrucción (que reparaba y reconstruía todo lo que Israel dañaba o demolía) y una docena más de fundaciones y programas. Aunque no funciona de la misma manera que los sistemas clientelares tradicionales libaneses, esta red de intervención de Hezbolá orientada a apoyar a las personas de todas las religiones víctimas de la capacidad destructiva de Israel, ha tenido como consecuencia la creación de fuertes relaciones interpersonales entre los beneficiarios y el partido. Hezbolá ha dado a estos espacios humanos que comparten el apoyo a su causa el nombre de “Sociedad de Resistencia”.

A lo largo de los años, este colectivo ha conseguido abarcar a la mayoría de la comunidad chií y extenderse, aunque en menor medida, a algunas de las demás comunidades libanesas. La reorganización de la escena interna a partir de 2005 entre las coaliciones del 14 de marzo y del 8 de marzo, que reúnen, respectivamente, a las fuerzas suníes y cristianas hostiles al régimen sirio, por una parte, y a los partidos chiíes y otras formaciones cristianas que prefieren mantener relaciones pacíficas con Damasco, por otra, ha redibujado las fronteras del colectivo pro-Hezbolá en el sentido de una comunitarización reforzada de su perímetro. El vínculo entre el partido y sus seguidores iba a resultar lo suficientemente fuerte como para mantener su popularidad dentro de su grupo confesional original, tanto tras la guerra de 2006 como en 2012-2013, cuando la RIL se implicó en Siria. La escalada de la brutalidad israelí contra el territorio libanés a partir de septiembre de 2024 representa una nueva prueba para la Sociedad de la Resistencia. El margen de maniobra de Hezbolá en la política libanesa y, por extensión, su influencia en la renegociación de la dinámica de coexistencia, dependerá de su capacidad para resistir una vez que cesen las hostilidades.

Una conexión sólida entre Hezbolá y su gente garantizará la continuidad de la legitimidad de la existencia de la RIL y, en consecuencia, la incapacidad del Estado para cuestionar el reparto actual de la violencia política legítima en Líbano. Por incómodo que pueda resultar para el Estado libanés, este escenario no está descartado, por dos razones.

La primera es la cuestión del refuerzo de las capacidades del ejército libanés en un grado suficiente para convertirlo en un actor capaz de defender el territorio nacional. Si no se le dota de medios para aumentar sus capacidades lo suficiente como para parecer creíble a la mayoría de los chiíes, estos, a pesar de la amplitud de los daños y de las pérdidas de vidas humanas, considerarán que la RIL sigue siendo el mal menor y podrían estar dispuestos a defender su existencia a costa de la violencia civil. Este requisito previo resulta todavía más incierto porque, en realidad, las autoridades israelíes, a pesar de su oposición visceral a Hezbolá, han impedido sistemáticamente en el pasado cualquier mejora de las capacidades defensivas del ejército libanés, y no han dudado en bloquear el desembolso de donaciones o créditos o la entrega de equipos y armas decentes por parte de los gobiernos occidentales.

 

El reto de la reconstrucción

Un segundo elemento clave para preservar la seguridad colectiva es el retorno de los desplazados a sus tierras y a sus hogares, en un plazo aceptable tanto para ellos como para las comunidades que los acogen actualmente. Tras la guerra del verano de 2006, el gobierno libanés gestionó la rehabilitación de los municipios afectados repartiendo las obras de reconstrucción entre una serie de gobiernos amigos dispuestos a ayudar a que la vida socioeconómica volviera a su cauce en Líbano. Muchos de estos proyectos se confiaron a los países árabes del Golfo, encabezados por Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Catar. Irán, en cambio, a pesar del compromiso oficial de las autoridades de “reconstruir todo lo que Israel destruya”, quedó relegado a obras relativamente modestas. Teherán sorteó este bloqueo redirigiendo su ayuda a las arcas de Jihad al-Bina, la asociación de Hezbolá que se encarga de los proyectos de construcción. En menos de cuatro años, la asociación logró restaurar las zonas chiíes dañadas.

Desde el fracaso en 2017 de la operación liderada por Arabia Saudí en Líbano para lograr un cambio de régimen que condenara a Hezbolá al ostracismo, Riad se ha distanciado repetida y explícitamente de su tradicional solidaridad con Líbano. Con toda probabilidad, los países árabes del Golfo participarán poco en la financiación de la reconstrucción de Líbano una vez que hayan cesado las hostilidades. Irán sigue siendo el país hacia el que un gran número de víctimas libanesas dirigen sus esperanzas en otoño de 2024. El Estado libanés no dispone de medios para asumir por sí mismo la tarea de rehabilitar las zonas afectadas, y la comunidad internacional no muestra ningún compromiso real en este sentido.

Por tanto, Teherán parece bien situado para tomar la iniciativa en la reconstrucción de Líbano. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en 2006, no se puede descartar que Tel Aviv haga todo lo que esté en su mano para impedirlo, aunque ello signifique destruir, mediante una serie de ataques puntuales, los esfuerzos iraníes o de Jihad al-Bina para ayudar a los desplazados a recuperar sus tierras. Por consiguiente, la perpetuación de la presencia de desplazados en municipios que no eran originalmente los suyos, como temen algunos libaneses, no es imposible.

 

Conclusión

Sea cual sea la forma que adopte el proceso de reconstrucción y la vuelta, en la medida de lo posible, a la normalidad social y económica al final de la guerra, el Estado libanés seguirá siendo el gran perdedor. Sin la ayuda firme y combativa de la comunidad internacional, sus dificultades financieras persistirán, y con ellas su incapacidad para impedir que las comunidades organicen por su cuenta su seguridad y su recuperación económica. Además de exacerbar las disfunciones del aparato estatal, la renuncia de la comunidad internacional a su deber de canalizar la amenaza israelí destruirá en una gran parte de la población libanesa cualquier esperanza de ver surgir a corto o medio plazo alternativas funcionales a las que les ofrecen sus respectivas comunidades y sus jefes regionales.