AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 62

Firma de los acuerdos de normalización de las relaciones entre Israel, Emiratos Árabes Unidos y Baréin en la Casa Blanca. Washington, 15 de septiembre de 2020. /photo by the white house/tia dufour /handout/anadolu agency via getty images PHOTO BY THE WHITE HOUSE/TIA DUFOUR /HANDOUT/ANADOLU AGENCY VIA GETTY IMAGES

Más allá del Proceso de Paz

La entente Israel-Emiratos Árabes Unidos-Baréin abre nuevos focos de tensión, mientras el conflicto palestino se desliza cada vez más hacia el anonimato.
Giuseppe Dentice
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El año 2020 fue importante para Oriente Medio y, en particular, para la evolución del proceso de paz israelí-palestino y todas las implicaciones reales (incluidas las geopolíticas) derivadas del mismo. La propuesta de paz de Estados Unidos, representada por el llamado “Acuerdo del Siglo”, el anuncio de un plan unilateral israelí para anexionar los territorios ocupados en Cisjordania y los acuerdos para la normalización de las relaciones diplomáticas entre Israel y las monarquías árabes del Golfo Pérsico, Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Baréin (conocidos también como Acuerdos de Abraham), representan elementos importantes que se reflejan en el marco del proceso de paz de Oriente Medio, pero también forman parte de una iniciativa diplomática y geopolítica más amplia promovida por EEUU para transformar el paradigma político y de seguridad contemporáneo de la región. Las claves para entender la entente entre Israel-EAU-Baréin están precisamente en el intento de EEUU de superar el conflicto israelí-palestino con el fin de crear un frente unido de nuevos socios (más que aliados) contra la amenaza (percibida) de Irán y Turquía. De hecho, asistimos a la idea de un nuevo Oriente Medio que intenta superar uno de sus temas más divisorios (como es la cuestión israelí-palestina) para construir un sistema regional original.

 

Origen y evolución de los Acuerdos de Abraham

Aunque inesperados, pero no del todo impredecibles en la dinámica siempre fluida de la política de Oriente Medio, los Acuerdos de Abraham entre Israel y EAU (13 de agosto de 2020) plantean la intención de abrir nuevos escenarios en la región de Oriente Medio y Norte de África (MENA), que ya lucha con múltiples líneas de ruptura. Un acuerdo muy importante que, además del intercambio de embajadores y la apertura de oficinas diplomáticas (EAU, sin embargo, ha abierto su embajada en Tel Aviv y no en Jerusalén), prevé la firma de protocolos bilaterales en comercio internacional y marítimo, seguridad, turismo, tecnología y telecomunicaciones, pero también en los sectores como agricultura, inteligencia, defensa, salud y energía. Menos de un mes después (11 de septiembre de 2020), Baréin siguió el ejemplo de Emiratos (probablemente Manama hará lo mismo con su embajada) y se convirtió en el segundo país del Golfo en normalizar las relaciones con Israel. El 15 de septiembre, Emiratos Árabes Unidos y Baréin normalizaron formalmente los lazos con Israel mediante la firma de una declaración oficial en Washington, durante la presidencia de Donald Trump.

Si bien se hace referencia al contexto del proceso de paz, los Acuerdos de Abraham son muy diferentes a otras iniciativas del pasado (por ejemplo, los acuerdos –esos sí de paz– con Egipto en 1979 y Jordania en 1994). De hecho, los acuerdos en cuestión ni acercan ni alejan las perspectivas de paz en Oriente Medio, pero representan un elemento novedoso en la medida en que están vinculados a múltiples factores que no son centrales para la cuestión palestina y, en cambio, son mucho más relevantes para la geopolítica y la geoestrategia regional de los agentes directamente implicados en estas dinámicas. En este sentido, los acuerdos entre Israel-EAU-Baréin parecen prefigurarse como multiplicadores de situaciones límite, con efectos visibles ya en el corto-medio plazo. En esencia, son entendimientos que se enredan y al mismo tiempo corren el riesgo de motivar nuevas tensiones en las que, sin embargo, el conflicto palestino se desliza cada vez más hacia una condición de anonimato, abriendo una etapa de “nueva normalidad” en Oriente Medio. Los acuerdos, en general, pueden dar un cierto impulso a los alineamientos regionales, especialmente en las relaciones entre Israel y los actores árabe-africanos, para adoptar soluciones parecidas. Por ejemplo, Sudán y Marruecos firmaron acuerdos similares con Israel, el 23 de octubre y el 12 de diciembre de 2020 respectivamente, contribuyendo a forjar un nuevo mapa de la política exterior israelí en la región.

En otras palabras, estos acuerdos se presentan como dos iniciativas capaces de dar un cierto punto de inflexión en los alineamientos en Oriente Medio, sin alterar el marco político de relaciones ya surgidas en la región tras el acuerdo nuclear iraní entre los líderes del P5+1 y Teherán, el 14 de julio de 2015. No es casualidad que los primeros intentos de convergencia y colaboración extraoficiales entre israelíes y agentes del Golfo se remonten a esos años. De hecho, algunos analistas políticos se quedaron atónitos cuando en una reunión pública organizada por el Council on Foreign Relations en Washington (15 de junio ​​de 2015) encontraron al general saudí, Anwar Eshki, y al embajador israelí, Dore Gold –figuras relevantes e influyentes en sus respectivos lugares de origen–, discutiendo sobre los desafíos y amenazas del futuro de Oriente Medio. Desde ese encuentro y siguiendo esta perspectiva, por tanto, el acuerdo entre Israel y Emiratos Árabes Unidos no representa un factor de novedad absoluta, ya que las relaciones bilaterales entre los dos países han sido extraoficialmente sólidas durante al menos una década y las convergencias tácticas y estratégicas son igualmente evidentes en varios expedientes regionales (frentes anti-iraní y anti-turco, y contra los regímenes sensibles al islam político). No obstante, el acuerdo presenta una secuencia de efectos y consecuencias que se ramifican y afectan ae múltiples dimensiones simultáneas, en particular, al principal invitado de piedra de estas discusiones, el proceso de paz de Oriente Medio.

 

Impactos regionales de los Acuerdos de Abraham

Aunque la cuestión israelí-palestina sea un tema muy vivo y sentido por la opinión pública de Oriente Medio –incluso en los años posteriores a los acuerdos de Oslo (1993), como el fracaso de los acuerdos de Camp David II (2000)–, desde la década de los 2000, el dosier ha influido poco en las agendas políticas de las principales cancillerías de Oriente Medio, resultando en ocasiones un deber demasiado gravoso de sostener, a pesar de la retórica oficial que sugiere una gran atención y apego a las condiciones de los palestinos. También en virtud de esto, el proceso de paz siempre se ha presentado como funcional a las ambiciones y aspiraciones de la potencia regional del momento: en el pasado lo fue para Egipto, mientras que hoy es un ganador en las visiones de la diarquía de los saudí-emiratíes. El proceso de paz no es solo la pieza pendiente del acuerdo del 15 de septiembre; aunque no se mencione directamente en el texto, los signatarios lo convierten en instrumento y “moneda de cambio” para definir otros debates y aspectos mucho más destacados en sus respectivas agendas de política exterior. En esencia, el proceso de paz ha vuelto a ser un instrumento de legitimidad política más que un objetivo final para garantizar y proteger las justas ambiciones palestinas. Para Israel, estaba en juego un tablero diplomático más amplio que involucrara directamente a la segunda economía árabe y a un actor árabe principal en el apoyo a las estrategias de Tel Aviv en Oriente Medio. Además, el acuerdo también fue instrumental para la “pequeña Esparta”, que garantizaba el acceso privilegiado a determinados activos (seguridad, tecnología y telecomunicaciones) en los que Israel es la auténtica potencia regional. En ambos casos, el uso funcional del conflicto palestino era necesario para el propósito común: para Emiratos Árabes Unidos, el acuerdo tenía que mostrar la imagen de un país fuerte y capaz de no sucumbir al enemigo histórico israelí, mostrándose como una potencia resuelta capaz de construir una narrativa positiva (nacional y regional) del acuerdo mismo, también a favor de las supuestas aspiraciones palestinas. Para Israel, el acuerdo es un éxito total porque representa su aceptación definitiva como actor y parte integral de Oriente Medio. Esto también ha sido claramente un éxito diplomático que ha contribuido a fortalecer la imagen interna de Benjamín Netanyahu en Israel.

Los Acuerdos de Abraham, en cierto sentido, suponen una continuidad de todas las demás experiencias del pasado, en las que son los agentes regionales e internacionales los que hacen sopesar los intereses partidistas, decidiendo también el destino de los palestinos, cada vez más divididos entre ellos. Claramente, el acuerdo israelí-emiratí fue percibido por los palestinos como una traición en la que ven desaparecer no solo las oportunidades de paz real en la región, sino también, y, sobre todo, la posibilidad de tener el establecimiento de un auténtico Estado independiente en Cisjordania, sin que Israel lleve a cabo los proyectos de anexión previstos por el “Acuerdo del Siglo” (o plan Trump). En otras palabras, este acuerdo reconoce y determina inequívocamente una normalización del statu quo, que es la ocupación militar israelí de Cisjordania, aunque en la retórica del acuerdo, los israelíes y los emiratíes expresan una relectura sesgada sobre el tema de la anexión. De hecho, según los emiratíes, Israel no llevará a cabo más anexiones, reconociendo de facto como legítimas las realizadas hasta ahora (en este sentido, ¿deben entenderse como tales tanto el Golán como Jerusalén Oriental?) y favoreciendo indirectamente una reedición del plan Abdallah de 2002. Por el contrario, desde el punto de vista de Tel Aviv, el acuerdo con Abu Dabi no cuestiona el proyecto de anexión del 30-40% de Cisjordania, como también contempla el plan Trump. También a la luz de esto, la hipótesis de que el acuerdo firmado entre Israel y Emiratos Árabes Unidos pueda presentarse como un acuerdo sobre un modelo binacional o federal (también mencionado en los primeros borradores del plan Trump), en el pasado se habría descartado y rechazado en el mundo árabe, pero hoy se presenta una opción.
Impacto internacional de los Acuerdos de Abraham

En este sentido, el acuerdo del 15 de septiembre incorpora plenamente las pruebas indirectas del proyecto estadounidense: dividir al frente árabe; fomentar la interdependencia entre los países socios de Washington y Tel Aviv, incluso mediante una serie de acuerdos económicos y de seguridad; y crear un nuevo contexto regional con el “frente pragmático árabe”, el primer escudo militar contra los enemigos de Estados Unidos e Israel (la referencia a la Alianza Estratégica de Oriente Medio, más conocida como la “OTAN Árabe”, se hace evidente aquí). Si la referencia principal es Irán y sus representantes regionales (Hezbolá in primis), las referencias subyacentes a las fuerzas del islam político y a los Estados que han apoyado estas opciones a lo largo de los años (Catar y Turquía) no son menos importantes. Aunque Doha y Ankara son aliados de Estados Unidos y tienen relaciones fluctuantes con Tel Aviv, sus respectivas posiciones geopolíticas e intereses corren el riesgo de entrar en conflicto con Israel y EEUU. También por este motivo es muy importante que Washington y Tel Aviv creen un nuevo escenario favorable de alineaciones regionales, en el que los principales países árabes (Egipto, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos) apoyen las iniciativas israelíes dividiendo aún más a los no alineados (como en el caso de la delicada posición jordana, contraria al plan Trump e, indirectamente, al acuerdo entre Abu Dabi y Tel Aviv), pero también apoyando las inusuales sinergias israelí-emiratíes en el Mediterráneo, entre Líbano y la Franja de Gaza. Con esto en mente, Israel apunta cada vez más a vincularse a Emiratos también para contener las influencias turco-cataríes e iraníes en la Franja de Gaza, donde a lo largo de los años Ankara, Doha y Teherán han forjado fuertes lazos con Hamás. De hecho, Israel ve en Emiratos la posibilidad de influenciar en Hamás de una manera instrumental para sus intereses de seguridad, dividiendo aún más el campo palestino y permitiendo que Abu Dabi desempeñe un papel importante en la cuenca del Mediterráneo-Oriente Medio.

Al mismo tiempo, no es de extrañar que los Acuerdos de Abraham se vinculen también a los proyectos geopolíticos de Estados Unidos en Oriente Medio, proporcionando así el trasfondo ideológico sobre el que se implantaron otras iniciativas, como por ejemplo la Alianza Estratégica de Oriente Medio (MESA), el proyecto de cooperación político-militar de Oriente Medio patrocinado abiertamente por la presidencia Trump y perseguido a través de la combinación “Acuerdos de Abraham-Acuerdo del Siglo”. Este proyecto multidimensional ha sido ampliamente apoyado por Israel, Arabia Saudí y EAU y representa un importante factor de cambio en un futuro de Oriente Medio pos-americano. También a la luz de esto, los rivales internacionales (como Rusia y China) y las potencias regionales (como Irán y Turquía) podrían, de alguna manera, intentar llenar la brecha política y de seguridad dejada por Washington, proponiéndose como nuevos actores indispensables en Oriente Medio. Ante esta perspectiva, la presidencia de Joe Biden podría confirmar el planteamiento de su antecesor, delegando en parte a los socios regionales tareas precisas en los campos de gestión, seguridad y defensa de sus intereses políticos, energéticos y comerciales. En esencia, la Casa Blanca podría intentar convencer a los socios de la necesidad, así como de la conveniencia, de invertir más recursos en sus defensas nacionales que, en un futuro próximo, serán fundamentales en el desarrollo de un dispositivo de seguridad colectiva mutua. Un mayor reparto de la carga y una mejor capacidad militar de los socios de Oriente Medio permitirían a Washington concentrar su atención en otras zonas estratégicas (como la región del Indo-Pacífico), como también se expresa en la Estrategia de Seguridad Nacional 2017.
Por tanto, la Administración Biden podría confirmar esta tendencia, fomentando una mayor cooperación e interdependencia entre los actores de Oriente Medio, incluso a nivel oficial. El objetivo final es impulsar un cambio global en la relación Golfo-Israel, pasando de una simple y limitada convergencia de intereses a un verdadero diálogo estratégico de seguridad regional, que quizás también incluya a algunos socios europeos (Francia en primer lugar), y que garantice mayores perspectivas de estabilidad a favor de una desconexión militar y política ordenada de Estados Unidos en la zona.

 

Conclusiones y perspectivas

Si los acontecimientos en curso apuntan a lanzar un proceso general de transformaciones políticas en toda la región, involucrando directamente a Irán y Turquía en un contexto competitivo, pero menos polarizado, esto conducirá casi definitivamente a dejar de lado la cuestión israelí-palestina en favor de la estabilidad del sistema de Oriente Medio. Por el contrario, si las iniciativas descritas hasta ahora apuntan a un relanzamiento de las negociaciones israelí-palestinas, es difícil entender cómo podrían suceder, teniendo en cuenta la pérdida de autoridad y el descrédito sufrido por la parte negociadora palestina ante una situación cada vez más compleja y en un entorno positivo para Israel. Más allá de cualquier hipótesis, hay una certeza: la solución de dos Estados es cada vez menos aplicable.

En conclusión, los Acuerdos de Abraham son algo diferente que no tiene comparación con el pasado y que experimenta los efectos de la contemporaneidad, ligado a factores no directamente centrados en la cuestión palestina, sino mucho más relevantes, como son elementos de geopolítica, estrategia regional o, en definitiva, de orientación de la política exterior por parte de los actores de Oriente Medio. En este sentido, el acuerdo parece verse a sí mismo como un multiplicador y amplificador de situaciones extremas, con efectos visibles ya en el corto y medio plazo. Básicamente, un acuerdo que enreda y al mismo tiempo abre nuevas tensiones, en las que, sin embargo, el conflicto palestino se desliza cada vez más hacia una condición de anonimato, abriendo una etapa de nueva normalidad.