Autor: Edward Shawcross
Editorial: Basic Books
Fecha: 2021
Páginas: 324

Maximiliano en México, una tragicomedia imperial

'The Last Emperor of Mexico' aborda el esfuerzo europeo por exportar la monarquía a América Latina en el S.XIX a través de la figura de Maximiliano en México. Traza un fresco literario en el que se mezclan una corte errante de nobles europeos, generales franceses y un ejército republicano en una intriga política que se mueve entre las grandes capitales del Viejo y el Nuevo mundo.
Luis Esteban G. Manrique
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Tras la restauración de la democracia, en el plebiscito constitucional de abril de 1993 los brasileños pudieron escoger entre dos formas de Estado –monarquía o república– y de gobierno: presidencialista o parlamentarista. En un continente que, fuera de Canadá y algunas posesiones ultramarinas británicas y holandesas en el Caribe, es casi uniformemente republicano, el solo hecho de que Brasil se plantease como posible la opción monárquica era insólito pero explicable.

El gigante suramericano tuvo un régimen monárquico desde la creación del imperio en 1822 hasta su abolición en 1889. Aun hoy, la antigua casa imperial de Orleans y Braganza tiene aspirantes al trono. En el Congreso federal, Antônio H. Bittencourt dijo que restaurar la monarquía sería un acto de justicia porque su caída, dijo, fue producto del golpe de estado de una logia militar que trajo 100 años de revoluciones militares, dictaduras y siete constituciones.

La campaña que pidió “votar por el rey”, sin embargo, no sirvió de mucho a los nostálgicos de un imperio que abolió la esclavitud solo en mayo de 1888, un año antes de su desaparición. El 86% de los votantes eligieron la vía republicana y solo el 13% la restauración dinástica, entre ellos un joven diputado federal por Río de Janeiro y exoficial del ejército, Jair Bolsonaro.

 

Los últimos incas

Un siglo antes, en Londres, en una de las cuatro versiones de su plan de gobierno para la “América colombina”, Francisco de Miranda (1750-1816) –el único latinoamericano que figura en el Arco de Triunfo de París entre los héroes de la revolución– propuso restaurar la dinastía de los Incas en una monarquía constitucional continental cuya capital estaría en Cuzco.

No fue el único. En el Congreso de Tucumán de 1816, Manuel Belgrano, creador de la bandera argentina, propuso también restablecer “en el trono y antigua corte del Cusco” al legítimo sucesor de la corona incaica: Juan Bautista Túpac Amaru, medio hermano de José Gabriel Condorcanqui, líder de la gran rebelión de 1780.

El líder rebelde, curaca de Tinta y Tungasuca y miembro de la nobleza quechua cuzqueña, eligió el título de Túpac Amaru II para subrayar su descendencia directa del cuarto y último inca de Vilcabamba, ejecutado por órdenes del virrey Toledo en 1572. Según escribió el Garcilaso de la Vega inca en sus Comentarios reales (1609), cuando el aristócrata y militar regresó a la corte, Felipe II le espetó: “Podéis iros a vuestra casa, porque yo os envié a servir reyes, no a matarlos”.

Tras 38 años de presidio en Cádiz y Ceuta, Juan Bautista Túpac Amaru fue amnistiado en 1813 por las Cortes de Cádiz. En Buenos Aires, el gobierno de las provincias unidas le concedió una pensión vitalicia.

En México, ante la negativa de Fernando VII a nombrar un príncipe Borbón para que reinase en un México independiente y del archiduque Carlos de Habsburgo a asumir la corona mexicana, el líder independentista Agustín de Iturbide se proclamó emperador en julio de 1822. En marzo de 1823 abdicó y se exilió en Europa. A su regreso, en julio de 1824, fue arrestado y fusilado, la misma suerte que corrió el 19 de junio de 1867 el último emperador de México, el archiduque Maximiliano de Habsburgo.

 

El gran drama

En el Cerro de las Campanas de Querétaro, último bastión del imperio de Maximiliano, murieron a su lado Miguel de Miramón, el líder conservador, y el general Tomás Mejía, otomí de la Sierra Gorda, una zona tan dura y remota que solo quedó bajo el control de las autoridades coloniales en la década de los 1740. Los otomíes, fieles católicos, eran sólidos aliados de los conservadores.

La emperatriz, Carlota –hija de Leopoldo I, primer rey de los belgas–, murió a los 86 años en 1927 en el palacio de Bouchout, al norte de Bruselas. En sus breves momentos de lucidez, cuando su mente escapaba de los sentimientos de culpa que la llevaron a la locura, tocaba en el piano las notas el himno de México.

Con ese escenario y protagonistas, la historia del único rey del segundo imperio mexicano ha fascinado a generaciones de historiadores, el último de ellos, Edward Shawcross. En su opera prima, traza un fresco en el que se mezclan una corte errante de nobles europeos, generales franceses y un ejército republicano dirigido por un descendiente de zapotecas, en una intriga política que se mueve entre las grandes capitales del Viejo y el Nuevo mundo.

 

‘Hybris’ napoleónica

En Europa, la tragicómica aventura mexicana de Maximiliano y Carlota casi se ha olvidado, confundida entre otros muchos episodios de la historia colonial europea. En México, en cambio, nadie la ha olvidado. Uno de los soldados que integró el pelotón de fusilamiento, todavía vivía en 1952, a los 111 años.

El 5 de mayo, que conmemora la batalla de Puebla de 1862 entre las tropas republicanas y el ejército francés que llevó al trono al archiduque austriaco, es con el 16 de septiembre, día de la independencia, una de las fechas cumbre del calendario patriótico mexicano.

En Washington, el presidente Ulysses Grant consideró la aventura colonialista que patrocinó Napoleón III en México como un intento europeo de restaurar el antiguo régimen en las Américas republicanas, violando la doctrina que James Monroe enunció 40 años antes. Napoleón “el pequeño”, como lo llamaba Víctor Hugo, quiso crear en el antiguo virreinato un imperio “católico y latino” bajo égida francesa para frenar el imparable ascenso del emergente imperio anglosajón y protestante de Washington. La hybris napoleónica no era gratuita.

Con los británicos, Francia acababa de vencer a Rusia en la guerra de Crimea (1853-1856) y a China en la segunda guerra del opio. Sus tropas habían ocupado Saigón, incorporando un buen trozo de la península Indochina al imperio francés.

 

Seductores de serpientes

La costumbre de nombrar reyes en países ajenos era aún habitual en Europa. En 1832, la conferencia de Londres nombró rey de Grecia a un príncipe bávaro; pero hasta entonces ninguna potencia europea se había atrevido a hollar con sus tropas suelo americano para restaurar la monarquía. La oportunidad llegaría en 1858.

Ese año, los conservadores mexicanos, que acababan de perder una guerra civil ante liberales que expropiaron y repartieron las tierras de la Iglesia, enviaron a Biarritz como emisario a Manuel Hidalgo y Esnaurrízar para que convenciera a la emperatriz, Eugenia de Montijo, de que la única manera de salvar a México era restableciendo la monarquía con un príncipe europeo en el trono.

El estallido de la guerra de Secesión en Estados Unidos y la suspensión del pago por el gobierno mexicano de su deuda externa, brindaron a Napoleón la ocasión que había estado esperando, eligiendo al hermano menor del emperador austriaco Francisco José para llevar a cabo sus planes. El problema para Napoleón y Eugenia es que Maximiliano estaba más dotado para las aventuras galantes y la construcción de palacios que para el imperialismo.

 

Fantasmas medievales

Según Shawcross, el archiduque nunca llegó a distinguir la realidad de la fantasía. Cuando en una corrida de toros en Sevilla el matador le dedicó la faena, Maximiliano tuvo, cuenta el autor, “una epifanía” sobre los viejos tiempos, cuando los Habsburgo gobernaban el imperio más grande que el mundo hubiese visto.

En su visita al Pedro II en Petrópolis, se maravilló de que él fuese el primer descendiente directo de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón que pisaba el Nuevo Mundo. Durante su viaje en el barco que lo llevaba a México, escribió un largo manual de etiqueta para su nueva corte, que formarían las familias de la antigua nobleza criolla y nuevos barones, condes y marqueses. Los miembros de la guardia real, prescribió, debían medir como mínimo 1,80 metros.

Al final, resultó el nuevo emperador fue demasiado conservador para los liberales y demasiado liberal para los conservadores reaccionarios que creyeron que les ayudaría a recuperar sus antiguos privilegios. Carlota describió a uno de ellos, José María Gutiérrez de Estrada, como un personaje que parecía salido de un “cuadro medieval”. En una ocasión, le explicó que México solo compartía “cronológicamente” el siglo XIX con el resto del mundo, recordándole que Pio IX había denunciado en el syllabus errorum el carácter pecaminoso del progreso, el liberalismo y la civilización moderna.

 

Dioses tribales

En el discurso que pronunció en la ceremonia en la que Maximiliano aceptó la corona mexicana en su palacio de Miramar, en la costa dálmata, Gutiérrez señaló que México siempre había sido católico y monárquico, los dos grandes principios que habían arrancado de México “los errores y tinieblas de la idolatría”.

Los conservadores mexicanos creían que todos los problemas de su país tenían su origen en 1775, cuando los colonos de Nueva Inglaterra se rebelaron contra su legítimo rey, llenando el continente de francmasones, ateos y radicales que creían en “el absurdo y blasfemo” principio de la igualdad entre los hombres.

Napoleón obligó a Maximiliano a firmar acuerdos por los que México pagaría por el privilegio de su propia ocupación. Ninguna de sus reformas, entre ellas la abolición del tributo indígena y los castigos corporales, salieron nunca del papel en las que se escribían y él mismo se autoasignó un salario que cuadruplicaba el de Juárez cuando como presidente declaró el impago de la deuda exterior mexicana.

 

Sic transeunt imperia mundi

En cuanto los Estados unionistas derrotaron a la Confederación en 1865 y Washington fue capaz de enviar armas y voluntarios a los republicanos mexicanos, tan solo un mes después de la batalla de Appomattox, los días del segundo imperio mexicano estaban contados. Un emisario del secretario de Estado, Henry Seward, advirtió a Napoleón en París que, si no retiraba sus tropas, habría guerra.

En febrero de 1867, los soldados franceses y los voluntarios europeos que lucharon con ellos comenzaron a embarcar en Veracruz, donde habían llegado cinco años antes. Al principio, Maximiliano se rehusó a abdicar. Cuando se decidió a hacerlo era ya demasiado tarde. Las tropas de Juárez, implacable como un dios pagano, se enroscaron como una boa en torno a Querétaro.

De nada sirvieron las peticiones de clemencia de Víctor Hugo, Pío IX y la reina Victoria para que Juárez perdonara la vida del emperador derrocado. Según escribió Jasper Ridley en Maximilan & Juárez (1993), como antes los jacobinos franceses con Luis XVI, los liberales mexicanos necesitaban mostrar que los reyes podían también ser juzgados y castigados si cometían crímenes contra sus pueblos.

Para los imperialistas franceses, lo peor de todo fue que tras la victoria de Estados Unidos y los republicanos mexicanos, la monarquía nunca volvería a levantar cabeza en América. Y algo aún más ominoso: lo ocurrido en México sería solo el primer paso de un proceso que haría del Viejo Continente un vasallo del Nuevo.

En el Capitolio, Thaddeus Stevens elogió la “heroica ejecución” de “asesinos y piratas” que habían recibido un justo castigo por sus felonías. Cuando en septiembre de 1870 Juárez envió un mensaje de felicitación a la III República proclamada tras la derrota de Napoleón III en la batalla de Sedán ante el ejército prusiano. Su ministro de Exteriores, Jules Favre, en respuesta le envió unas botellas de vino que el destronado emperador guardaba en el palacio de las Tullerías.

‘The Last Emperor of Mexico’ aborda el esfuerzo europeo por devolver la monarquía a América Latina en el S.XIX a través de la figura de Maximiliano en México. Traza un fresco literario en el que se mezclan una corte errante de nobles europeos, generales franceses y un ejército republicano en una intriga política que se mueve entre las grandes capitales del Viejo y el Nuevo mundo.