Pese a todo, la embajada resiste
Las embajadas, como pilares tradicionales de la diplomacia, enfrentan hoy diversos retos que pueden llegar a cuestionar su papel. El primero es una clara tendencia a la presidencialización de las relaciones internacionales, lo que otorga un protagonismo creciente a los sherpas de presidentes y primeros ministros. Además, las negociaciones internacionales son cada vez más técnicas, como muestran los casos del COVID-19, las conferencias climáticas o las relacionadas con la IA. Esto conlleva un mayor peso en la acción exterior de ministerios especializados.
A ello se suman las crecientes restricciones presupuestarias en un mundo más endeudado, lo que hace tentador recortar en el exterior, como ya está haciendo Estados Unidos y se ha planteado el Servicio Europeo de Acción Exterior con sus delegaciones. Más conflictividad a nivel global implica mayores costes en seguridad y obstaculiza la operativa diaria de muchas misiones.
Por último, pero no menos importante, la creciente animosidad entre Estados puede traducirse en restricciones a la actividad diplomática, como ha ocurrido tras la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia. Sin embargo, la embajada como institución resiste y goza de una mala salud de hierro.
Durante medio milenio se ha puesto en duda su utilidad y su coste, pero no han dejado de crecer tanto en número como en tamaño. Para explicar esta paradoja, Outposts of Diplomacy de G.R. Berridge, ofrece una historia de la embajada como institución central de la diplomacia y sus avatares. Desde sus raíces en el Renacimiento italiano hasta la actualidad, describe cómo la misión diplomática bilateral ha sabido adaptarse a todo tipo de cambios sin perder su relevancia.
Se trata de una obra muy recomendable para quienes se interesan por la diplomacia, disfrutan de las curiosidades y desean aproximarse a la historia desde una perspectiva de relaciones internacionales. Un libro de lectura amena, aunque no veloz, que combina erudición con una narrativa accesible. Destaca la profusión de ejemplos históricos y curiosidades con las que el autor ilustra múltiples aspectos de las embajadas: desde la localización, arquitectura y propiedad de las sedes diplomáticas, hasta las tareas, personal, seguridad o comunicaciones.
Así, el lector encuentra anécdotas como la del gobierno estadounidense adquiriendo su embajada en Constantinopla a raíz de una partida de póker, la reprimenda de Josep Borrell a los embajadores de la Unión Europea por verse obligado a seguir la actualidad internacional a través de la prensa y no por sus informes, o las penurias económicas de Rodrigo González de la Puebla, primer embajador de los Reyes Católicos ante la corte de Inglaterra. Estas curiosidades funcionan como ganchos eficaces para lectores ya familiarizados con la historia diplomática, aunque el criterio de selección es discutible, ya que se observa una clara preferencia por la diplomacia británica.
Berridge explica cómo el trabajo de las misiones diplomáticas permanentes evolucionó desde la mera recopilación de información hacia funciones más amplias, como la representación ceremonial y la negociación, y fueron desplazando a los enviados especiales que hasta entonces dominaban la escena. Tras las guerras religiosas de los siglos XVI-XVII, a finales del XVIII se extendieron desde Europa hacia otros continentes y fueron teniendo personal especializado, instalaciones estables y privilegios reconocidos internacionalmente.
Según el autor, el siglo XIX tardío marcó su apogeo, pero luego llegaron tres crisis de legitimidad: el telégrafo, que las hizo parecer gastos superfluos a ojos de muchos; la “diplomacia secreta” tras la Primera Guerra Mundial, que fue vista como causante del conflicto y dio paso a la diplomacia multilateral; y las telecomunicaciones modernas, que favorecieron el retorno de los enviados especiales, y propiciaron más cumbres y comunicaciones directas entre líderes.
No obstante, fortalecida por la Convención de Viena de 1961 y con adaptaciones estructurales, la embajada ha superado estos cuestionamientos. Berridge muestra que sigue siendo esencial para la representación, negociación bilateral, gestión de crisis y construcción de confianza entre Estados. Es una institución evolutiva que, paradójicamente, un diplomático veneciano del siglo XV reconocería sin demasiada dificultad.
