En 1901, Francisco Silvela escribió la necrología de su hermano Manuel que le había encargado la Real Academia Española y en la que, al referirse al último puesto público desempeñado por el biografiado –embajador de España en París en 1884–, lo describió como “resignado a la inofensiva literatura de notas y despachos, y al amable comercio de visitas, condecoraciones y banquetes”, que el autor consideraba objetivo fundamental de nuestra representación diplomática en la capital francesa.
La incisiva y elegante pluma de Francisco Silvela resulta en este caso notoriamente injusta hacia la actividad diplomática en general y, en especial, hacia la desarrollada en dicha embajada por su hermano mayor. La representación española en París, siempre importante, tenía a finales del siglo pasado una dificultad y una responsabilidad singulares que Manuel Silvela asumió con notable entrega y acierto. Nada extraño, por otro lado, en el político que fue el mejor ministro de España en el último tercio del siglo XIX.
He recordado esta poco conocida anécdota de los hermanos Silvela, porque nos sitúa rápidamente en el contexto en el que se enmarcaban los juicios sobre las actividades diplomáticas en ese principio de siglo en el que se forma el diplomático británico Harold G. Nicolson (1886-1968), autor de la obra que nos ocupa. Sin olvidar la utilidad de las actividades sociales en las embajadas, Nicolson aparece como el prototipo del jefe de misión que emplea prioritariamente su tiempo en informarse e informar a su gobierno, en gestionar y negociar ante el que está acreditado y en atender cuantas reclamaciones de sus compatriotas llegan a su conocimiento. Todo ello con una dedicación sin límites horarios.
Nicolson se ocupa, como todos los tratadistas de la diplomacia, de las cualidades que debe tener el diplomático ideal, para lo que acumula un conjunto de virtudes –veracidad, autocontrol,…

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