Un árbol solitario en medio de una zona deforestada del Amazonas (14 de octubre de 2014). GETTY

Biodiversidad, pueblos originarios y la agenda de Kunming

Hoy solo el 15,3% de las tierras y el 7,45% de los océanos tienen algún tipo de protección. El plan de la ONU es declarar zonas protegidas el 30% de la superficie terrestre y marina en 2030. Tiempo y planeta se nos agotan.
Luis Esteban G. Manrique
 |  25 de agosto de 2021

 “Vista desde el aire, la selva se ondula bajo las nubes, pacífica en apariencia, pero es solo una ilusión. En su ser más íntimo, la naturaleza nunca es pacífica. Incluso cuando se la domestica, sabe devolver el golpe, degradando al nivel de animales a sus supuestos domadores”.

Werner Herzog, La conquista de lo inútil (2010)

 

Este otoño (11-24 de octubre), en la ciudad china de Kunming, la 15ª reunión de la Conferencia de las Partes del Convenio sobre Diversidad Biológica de Naciones Unidas (CBD) va a plantear una solución radical a la degradación de los ecosistemas provocada por el Antropoceno: declarar zonas protegidas el 30% de la superficie terrestre y marina en 2030 (objetivo 30×30), una iniciativa que impulsan Reino Unido, Francia y Costa Rica.

Actualmente, solo el 15,3% de las tierras y el 7,45% de los océanos tienen algún tipo de protección. Como resultado, solo el 3% de los mares pueden considerarse prístinos. La actividad humana ha alterado severamente el 40%, según la UNEP, la agencia de la ONU para el medioambiente. La FAO calcula, por su parte, que las especies de peces explotadas a niveles biológicamente insostenibles han pasado del 10% al 34% en los últimos 30 años. En el Mediterráneo son el 80%.

El CBD entró en vigor en diciembre de 1993, un año después de que lo aprobara la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro. Joe Biden ha dicho que Estados Unidos cumplirá el objetivo 30×30. China, por su parte, ya protege el 30% de sus costas siguiendo los lineamientos del XVII Congreso del Partido Comunista Chino de 2007 de convertir la “civilización ecológica” en una prioridad estratégica.

 

«En la actualidad, no existe tecnología que restaure del todo hábitats dañados por derrames masivos de petróleo o envenenados por cadmio, cianuro o  plomo, de uso intensivo en minas a cielo abierto»

 

No hay tiempo que perder. En la actualidad, no existe tecnología que restaure del todo hábitats dañados por derrames masivos de petróleo o envenenados por cadmio, cianuro o  plomo, de uso intensivo en minas a cielo abierto. En 1989, el choque del Exxon Valdez contra un arrecife en Alaska derramó 40 millones de litros de petróleo, contaminando 2.000 kilómetros de costas. El petróleo que queda va a tardar un siglo en disiparse.

Los ecosistemas del Golfo de México van a necesitar también décadas para recuperarse del derrame de 700 millones de litros de petróleo que provocó en 2010 el hundimiento de una plataforma de BP. En 2020 se vertieron 20.000 toneladas de combustible en aguas del Ártico ruso por el derrumbe de un depósito de combustible en Norilsk, un desastre de escala similar al del Exxon Valdez.

El 7 de abril de este año, la ruptura de tres oleoductos derramó 15.000 galones de crudo en los ríos Napo y Coca, en el peor desastre ambiental en 15 años en Ecuador, afectando a 35.000 personas, la mayoría de etnia kichwa.

En cuanto a los riesgos terrestres, uno de los principales es la deforestación. Tumbar un árbol grande en la selva amazónica –caoba, copaiba, catahua, moena, cashimo, ishpingo…– produce unos tres metros cúbicos de madera. Por uno de caoba, por ejemplo, se pagan en Pucallpa (Perú) unos 1.300 dólares, un precio que se triplica en EEUU.

Un 30% de la madera se comercializa ilegalmente en el mundo, un negocio que mueve unos 152.000 millones de dólares al año, más de lo que Apple, Google y Facebook ganaron juntas en 2017. En Brasil, Filipinas, Indonesia y México la probabilidad de que la tala ilegal sea castigada es del 0.084%, según las estimaciones de Global Land Analysis & Discovery.

 

Responsabilidades mutuas

Un estudio de la UNEP muestra que los mayores sectores industriales consumen 7,2 billones de dólares anuales (13% del PIB global de 2009) de “capital natural”, es decir, materiales y servicios ecológicos por los que no pagan, como el aire o el agua. Zurich Insurance calcula que solo el 3% de las multinacionales tienen estrategias sobre biodiversidad, pese a que el 82% de sus directivos son conscientes de que su pérdida reduce, entre otras cosas, su acceso a materias primas.

En The Ecology of Commerce (1993), un texto de referencia en escuelas de negocios, Paul Hawken sostuvo que ese modelo “roba el futuro, lo vende al presente y lo llama PIB”. Cuando surgió la teoría económica moderna en el siglo XVIII, los recursos naturales se consideraban ilimitados. Por entonces, lo eran. Esa presunción es hoy falsa. Kenneth Boulding, teórico de sistemas, sospecha que quienes siguen creyendo en el crecimiento exponencial son “o locos o economistas”.

La pandemia ha dejado claro, además, que el deterioro ecológico multiplica las posibilidades de transmisión de virus zoonóticos, pero también cómo las cuarentenas ayudaron a regenerar ecosistemas que se creían ya perdidos. Aún hoy en Indonesia, Myanmar y Papúa Nueva Guinea se descubren continuamente nuevas especies de monos, reptiles, tortugas y aves.

 

«Las cuarentenas a raíz del Covid-19 ayudaron a regenerar ecosistemas que se creían ya perdidos»

 

Las soluciones van desde construir puentes y túneles que interconecten ecosistemas fragmentados hasta drones que siembren árboles desde el aire. Los gobernadores de los nueve Estados amazónicos brasileños han sugerido al embajador de Washington en Brasilia compromisos más explícitos en la defensa de los bosques a cambio de vacunas.

Aunque no hay fórmulas mágicas, una es segura: la participación de los pueblos originarios, que pese a tener algún tipo de derechos sobre casi 38 millones kilómetros cuadrados, el 25% de la superficie terrestre, no son parte de la CBD. A sus reuniones solo pueden asistir como observadores.

Donde estos pueblos controlan sus tierras, sea en Brasil, Canadá o Australia, la biodiversidad es mayor que en zonas protegidas por el Estado. Unos 500 pueblos nativos con 45 millones de personas viven en 404 millones de hectáreas boscosas, el 20% de su superficie, en América Latina y el Caribe. Los más de 90 países en los que viven concentran el 80% de la biodiversidad que aún queda, entre otras cosas, por la simbiosis de sus poblaciones originales con los ecosistemas de los que depende su mutuo sustento.

Muchas veces, sus reclamos catalizan grandes movimientos sociales donde el respeto significa la vida misma. En El Salvador, una amplia coalición de ecologistas, sindicatos y líderes religiosos lograron que en 2017 el Congreso prohibiera la minería metálica tras las protestas de comunidades rurales contra una mina de oro. En 2019 en Canadá, First Nations logró la creación de un parque natural, el Thaidene Nëné (tierra de los ancestros), donde la minería está prohibida.

 

«La clave es encontrar un punto de equilibrio que combine áreas protegidas, que se han quintuplicado desde 1950, con santuarios naturales cogestionados por comunidades locales»

 

Los desastres ambientales no afectan a todos por igual. Sus consecuencias son proporcionales a la vulnerabilidad de las comunidades y territorios. En Brasil, los uru eu wau wau y yanomami tienen derechos legales sobre sus tierras en  Rondonia, pero constantemente las tienen que defender de intrusos armados. 

Survival International denuncia que si la extensión de las reservas naturales significa expulsar a sus habitantes, ello implicaría la “mayor captura ilegal de terrenos desde la era colonial europea” al despojar de sus medios de vida a la gente menos responsable de la crisis. La clave, por ello, es encontrar un punto de equilibrio que combine áreas protegidas, que se han quintuplicado desde 1950, con santuarios naturales cogestionados por comunidades locales. En la guatemalteca Reserva de Biosfera Maya, de dos millones de hectáreas y que desde hace 30 años gestionan comunidades maya-quiché, abundan los jaguares, monos araña y 535 especies de mariposas y árboles exóticos que se explotan racionalmente.

 

Juego de vida o muerte

Defender un bosque no es un juego. Cada semana son asesinados cuatro ambientalistas desde Java al Chocó colombiano, a veces solo porque son testigos incómodos. La lista de herederos del brasileño Chico Mendes es interminable. En 2003, el ecuatoriano Ángel Shingre fue secuestrado y acribillado por enjuiciar a una petrolera. En 2009, el mexicano Mariano Abarca fue baleado en la puerta de su casa por protestar contra una minera. En 2011, el congolés Fréderic Moloma murió apaleado por unos policías durante una protesta contra la deforestación.

Según escribe Joseph Zárate Guerras del interior (2018), más de 600 comunidades indígenas peruanas, la mitad de todas las que existen, no son dueñas legales de sus tierras. World Resources Institute denuncia que en 15 países de Asia, África y América Latina, el proceso de legalizar un territorio indígena puede tardar más de 30 años, mientras que las empresas que piden concesiones en esas mismas tierras suelen obtenerlas en 30 días.

En Perú, casi el 70% por ciento del territorio está cubierto de selva, pero tiene 17,6 millones de hectáreas de ecosistemas degradados. Desde 1962, la superficie glaciar se ha reducido un 51,1 %. Las regiones amazónicas están divididas en lotes rectangulares: las zonas cedidas a madereras, petroleras y mineras. Un mapa, recuerda Zárate, nunca es inocente: concentra un mensaje político. Los pueblos que no aparecen en los mapas son los que más sufren la tala ilegal. 

Según el Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales de la Universitat Autònoma de Barcelona, los proyectos ambientales que surgen desde las comunidades locales son casi siempre los más exitosos y sostenibles. En The Patterning Instinct (2017), Jeremy Lent escribe que para la biología de sistemas, las conexiones entre las cosas son frecuentemente más importantes que las cosas mismas, por lo que es imprescindible dejar de creer que “conquistar la naturaleza” es una vía de progreso. El Tao Te Chin, recuerda Lent, aconseja que quienes deseen vivir en armonía deben ser “reverentes, como los invitados”. Un eslogan del Acuerdo de París lo dijo de otro modo: “No defendemos la naturaleza. Somos la naturaleza que se defiende a sí misma”.

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