Jeanine Áñez, en el palancio presidencial de La Paz en noviembre de 2019. GASTON BRITO MISEROCCHI/GETTY

Bolivia: el relato de un golpe en perspectiva

Los meses en el poder de Jeanine Áñez han resuelto cualquier interpretación bienintencionada de considerar a su Gobierno como un actor neutral, sin más potestades que las de garantizar la continuidad institucional hasta la celebración de unas nuevas elecciones.
Jorge Resina
 |  5 de agosto de 2020

Dice el refrán que el tiempo pone a cada uno en su lugar. En el caso de Bolivia, al menos, parece que así está sucediendo. Los acontecimientos que se dieron en noviembre de 2019 resultan hoy más claros y permiten comprender mejor las causas e intereses en disputa de un golpe que no por imprevisto dejó de ser intencionado.

Bolivia es un país históricamente convulso que, como suele decirse. Cuenta con un Estado débil y una sociedad fuerte. Sin embargo, durante casi 15 años, el gobierno de Evo Morales consiguió equilibrar ambos planos, logrando una inusitada estabilidad institucional que fue acompañada además de profundos cambios políticos: una nueva Constitución, la declaración del Estado Plurinacional y un modelo económico cimentado sobre la soberanía estatal de recursos naturales.

Esta continuidad fue posible, en buena medida, gracias a la concurrencia de tres factores: el contexto geopolítico regional, el ciclo económico favorable y la conformación de un bloque de poder que consiguió llevar adelante las reformas. Cuando estos tres factores empezaron a decaer –fin del bolivarianismo, caída del precio de las materias primas y fracturas en el Movimiento al Socialismo (MAS)­–, el régimen comenzó también a mostrar sus limitaciones. Ello, junto al desgaste de tres lustros en el poder, avistaba por primera vez desde la elección de Morales en 2006 la posibilidad real de alternancia en el gobierno. Este cambio de escenario tuvo además otra pieza clave: la insistencia de Morales en optar a una nueva reelección, aun cuando en 2016 había perdido el referéndum para cambiar la Constitución (que sólo permitía dos mandatos consecutivos), y que finalmente fue posible debido a que el Tribunal Constitucional Plurinacional apeló en 2017 al “derecho político” que asistía a Morales como persona para presentarse, por encima incluso de la norma suprema del país. Un año después, el Tribunal Electoral de Bolivia confirmaba la decisión.

El punto de inflexión llegó con las Elecciones Generales de octubre de 2019. El MAS logró mejores resultados de los esperados pero, a pesar de ello, muy ajustados. La ley electoral boliviana establece que, en caso de que ningún candidato alcance el 50% de los votos válidos o, en su defecto, el 40% pero con una diferencia de 10 puntos con respecto al segundo, habrá de celebrase segunda vuelta. Con resultados tan ajustados, no se sabría si tenía que celebrarse o no una segunda vuelta hasta el recuento total de los votos.

Esta incertidumbre se acrecentó por la mala gestión y los problemas técnicos en la comunicación de los resultados, con apagón informativo incluido, que dio lugar a todo tipo de conjeturas. En el MAS confiaban que los últimos votos, provenientes de zonas rurales, les dieran la ventaja definitiva para proclamarse vencedores en primera vuelta. La oposición, por su parte, se aferraba al estrecho margen de diferencia para sembrar dudas sobre el recuento. Es en este momento cuando comienza a fraguarse por parte de algunos sectores extremistas la posibilidad de un golpe de Estado.

Los núcleos más duros de oposición se activaron, ya que vieron en la situación una oportunidad excepcional no sólo de forzar una segunda vuelta sino de expulsar a Morales del juego electoral. Esta posición estuvo liderada por los Comités Cívicos, organizaciones que agrupan a buena parte de las élites blancas orientales, con fuerte raigambre en Santa Cruz y que ya en 2007 estuvieron a punto de provocar la caída de Morales. Ideológicamente, se caracterizan sobre todo por su férrea defensa de la autonomía territorial (es una zona rica en recursos naturales), su rechazo a la cultura colla (indígena y predominante en la mitad occidental del país) y una postura próxima a la extrema derecha.

Los Comités se organizaron en lo que se denominó “La Resistencia”: una especie de fuerza de choque que comenzó a perseguir y hostigar a los seguidores de Morales. Uno de los ejemplos más sonados fueron los ataques a la alcaldesa de Vinto (Cochabamba), Patricia Arce, a quien cortaron el pelo, arrastraron por el suelo y pintaron de rojo para exigir su renuncia. Aún más importante, los Comités consiguieron imponer un relato en un momento lleno de incertidumbres. El argumento, simple pero efectista, dibujaba un escenario de fraude electoral, donde Morales buscaba perpetuarse en el poder. Había que derrocar al dictador.

Este discurso prevaleció y logró atraer pronto a otros sectores, sobre todo de clase media urbana, disconformes con las políticas de Morales, y que comenzaron a adoptar el relato sin cuestionarlo. Arrastró además a otros sectores de la oposición más moderados, como Carlos Mesa, o incluso a actores cercanos al MAS, como la Central Obrera Boliviana. En medio del caos, estalló también un motín de la policía, que se sentía agraviada económicamente por el gobierno de Morales frente a las mejoras del Ejército. Aunque, finalmente, fueron las Fuerzas Armadas quienes “invitaron” a Morales a salir del poder, en parte para evitar un enfrentamiento directo con la policía.

Este proceso contó además con otro aliado inesperado: la Organización de Estados Americanos. El rol activo de la organización americana, que se apresuró a deslegitimar los resultados electorales y validar la idea del fraude –a pesar de que, como señaló un estudio posterior de investigadores en el Massachusetts Institute of Technology, las acusaciones fueron infundadas–, contribuyó a exacerbar los ánimos. A ojos de Estados Unidos, especialmente interesado en “recomponer” su relación con Bolivia, sobre todo en lo referente al mercado del litio, el movimiento tampoco estaba mal visto.

El ruido generado provocó que la demanda original planteada por los sectores moderados de la oposición de celebrar una segunda vuelta electoral se viese desbordada y derivase en un golpe de Estado. Los acontecimientos se aceleraron con la repentina marcha de Morales del país y el sorprendente acceso al poder de una fuerza política residual, con el nombramiento como Presidenta de la segunda vicepresidenta del Senado, Jeanine Áñez. Supuso además la irrupción pública de Luis Fernando Camacho, líder del Comité Cívico de Santa Cruz, quien dejó para el recuerdo su imagen de rodillas en el Palacio Presidencial, con una biblia sobre la bandera nacional.

Más allá de lo pintoresco de la estampa, Camacho –con una retórica muy en la línea de los nuevos populismos de derecha– supo aprovechar el descontento de muchos sectores. Logró adaptar el discurso con el que los Comités Cívicos se habían enfrentaron a Morales durante años, considerándolo una amenaza para la población blanca y cristiana del Oriente, a todo el país. Así, presentó a Morales como un peligro para la democracia y las libertades de Bolivia.

Lo más llamativo ha sido el proceso de “desindigenización” del país y la invocación a “pacificar” Bolivia que, además de dar continuidad al marco discursivo iniciado por Camacho, deja divisar de manera nítida la finalidad del golpe de noviembre: reinstaurar el viejo orden, con el dominio de la oligarquía blanca, el cristianismo más conservador como culto único y el control social de una población acostumbrada a movilizarse. Una vendetta dirigida no solo hacia Morales, sino también hacia lo indígena, tanto en lo simbólico como en su ascenso político y social.

Consumado el golpe, los meses en el poder de Áñez han resuelto cualquier interpretación bienintencionada de considerar a su Gobierno como un actor neutral, sin más potestades que las de garantizar la continuidad institucional hasta la celebración de unas nuevas elecciones. Más bien al contrario, la urgencia con la que Áñez ha impulsado reformas no parece lo más apropiado para un mandato excepcional. En tiempo récord, ha limpiado las instituciones estatales de cualquier cuadro vinculado al MAS, ha modificado drásticamente la posición del país en política exterior, y ha dado un notable giro al modelo económico vigente. Además de haber desconocido leyes aprobadas en la Asamblea (con mayoría masista) y gobernado en base a decretos presidenciales, algunos de ellos caracterizados por un preocupante tinte autoritario.

 

Sin respuesta ante la pandemia

Sin embargo, como ha sucedido en todo el mundo, la inesperada irrupción del Covid-19 ha trastocado los planes de este gobierno, prorrogando su mandato. La pandemia no solo está mostrando las limitaciones estructurales de Bolivia, sino también poniendo en evidencia la incompetencia del Ejecutivo en gestionar la crisis sanitaria. El alargamiento ha tenido ya varios efectos políticos: el desgaste –de nuevo en tiempo récord– de Áñez, el cuestionamiento del relato de Camacho y la recomposición orgánica del MAS.

Este tiempo extra ha dado la oportunidad al MAS de prepararse para una época post-Morales, mediante la presentación de una candidatura de consenso con especial significado, al sintetizar los dos grandes logros del gobierno masista: el del crecimiento económico, personificado en Luis Arce (ex Ministro de Economía y artífice del modelo productivo boliviano) como candidato a Presidente, y el del reconocimiento indígena, con David Choquehuanca (ex Canciller y dirigente aimara) como Vicepresidente. Los sondeos dibujan un escenario muy favorable para el MAS, incluso como vencedor en primera vuelta de los próximos comicios, frente a una oposición que se presenta dividida y cada vez más fragmentada, con distintas candidaturas, entre las que se encuentran las de Mesa, Camacho, Tuto Quiroga o la propia Áñez.

Ante el posible retorno del MAS, la respuesta de Áñez ha sido patear hacia delante la fecha electoral, ahora fijada para el 18 octubre. Camacho ya ha planteado postergar las elecciones indefinidamente. Sobre la mesa están también las demandas presentadas por ambos ante el Tribunal Electoral para inhabilitar al candidato del MAS que, de aceptarse, podría no solo consolidar el golpe en Bolivia sino encaminar al país a un laberinto de difícil salida, convirtiendo así la tragedia en farsa.

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