Manifestantes en las calles de París durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático en diciembre de 2015. ANDRE LARSSON/NURPHOTO/GETTY

Cambio climático acelerado: variable en la contienda política

Juan Carlos Cuadrado
 |  20 de febrero de 2019

Tras casi tres décadas de cumbres climáticas fracasadas, desde Río 92, y en vista de los insuficientes compromisos de reducción de emisiones alcanzados en la reunión de París de 2015, que no impedirían que la temperatura media del planeta se elevase por encima de los 2ºC con relación al periodo preindustrial, el cambio climático acelerado debe contemplarse como una variable que incidirá en las relaciones sociopolíticas, económicas e internacionales de las presentes y las futuras generaciones. Todo ello, al margen de que el impacto se limite a niveles de calentamiento catastrófico aunque relativamente moderado de 1,5ºC o que se llegue a los escenarios más extremos, que pueden suponer incrementos de incluso 6ºC, hacia el año 2100, en caso de colapso de los sumideros y depósitos naturales de carbono. Además, deben gestionarse los perjuicios que está provocando el grado centígrado de aumento de la temperatura media que ya se ha consolidado.

Estas perspectivas tan pesimistas se sustentan en la gran dependencia que se mantiene de los hidrocarburos para el desempeño económico (en torno al 80% del mix energético global) y a los intereses tanto geoestratégicos como corporativos que generan este tipo de energías contaminantes.

En el ámbito de la contienda política, es previsible que la fracción del desequilibrio climático que ya hemos transformado en inevitable, junto con todas las demás causas endémicas que están detrás de los actuales flujos migratorios, incremente las corrientes de refugiados y que esto eleve los sentimientos xenófobos en los países de tránsito y acogida. En consecuencia, la disputa electoral en las economías con mayor grado de desarrollo girará cada vez más en torno a este debate. El reciente proceso migratorio comenzó a intensificarse en Europa a finales del siglo XX y, desde entonces, el crecimiento del recelo hacia los recién llegados ha influido en la modificación del panorama político en gran parte de los países europeos y también en Estados Unidos. El discurso anti-inmigración sirvió para que algunos partidos de derechas consiguiesen restarle votos a las opciones de centro-izquierda entre su electorado tradicional y las propuestas más abiertamente xenófobas han comenzado a disputar amplios ámbitos de poder institucional. Este auge se evidenció con la llegada de Donald Trump a la presidencia de EEUU, en 2017, enarbolando un programa de férreo bloqueo fronterizo.

Los partidos políticos que pueden verse más beneficiados por esta dinámica son los que se ubican en el espacio de la extrema derecha, puesto que su posicionamiento negativo con relación a la migración, de menores recursos, conforma gran parte de su ideario político y suelen atraer a sus electores apelando al miedo hacia los recién llegados.

Las agrupaciones políticas de centro-derecha tienden a mantener un cierto pudor a la hora de expresar un argumentario decididamente xenófobo, pero en situaciones de percepción de avalancha de inmigrantes, ante el riesgo de perder votos por la derecha y la posibilidad de captarlos en lo que fueron los caladeros tradicionales de la izquierda, algunos partidos de centro-derecha han aprovechado el fenómeno en su propio beneficio. El desafío está alcanzando tamañas proporciones que, como en el caso de Alemania, el debate interno sobre el tema puede provocar importantes tensiones al interior de estas formaciones.

Este escenario se presenta sumamente complicado para los partidos de centro-izquierda, puesto que, con independencia de las políticas de mayor o menor apertura de fronteras que apliquen al ocupar el poder, su discurso debe intentar taponar las fugas en sus apoyos electorales. Hacia la derecha, se ven forzados a elaborar un posicionamiento que demuestre firmeza en la regulación migratoria y protección para con una población cada vez más envejecida que acostumbra, en general, a tender al conservadurismo. Hacia la izquierda, necesitan aparentar que mantienen sus postulados de solidaridad e integración, para que la izquierda radical no rentabilice las acusaciones que les puedan lanzar sobre supuestas derivas xenófobas.

En el caso de la izquierda radical la situación se hace todavía más compleja, siempre que se mantenga alguna esperanza de alcanzar el poder, puesto que cuanto más se acerquen dichos colectivos al gobierno más tendrán que asumir, en mayor o menor medida, los controles fronterizos, aunque éstos se puedan camuflar mediante eufemismos del tipo: “flujos de inmigración ordenados”.

El gobierno de Syriza en Grecia es una muestra de lo que debe ceder en muchos de sus postulados una formación inicialmente identificada con la izquierda radical, respecto al discurso de sus orígenes, para poder sostenerse en el poder en los países más desarrollados.

 

Política, migración y calentamiento global

Las opciones políticas que más pueden beneficiarse de la inquietud ante la migración y que, en consecuencia, son las que más promueven el discurso del miedo, suelen registrar mayor grado de escepticismo ante el calentamiento global. Además, son proclives a identificarse con las ideas que defienden el mantenimiento del uso masivo de los combustibles fósiles, precisamente cuando el cambio climático es uno de los fenómenos que cuenta con mayor capacidad, a futuro, para espolear los flujos de refugiados.

Por la propia inercia de la contienda electoral, en el momento en que las medidas más drásticas de regulación de emisiones amenacen con perjudicar la economía de los ciudadanos, es probable que más formaciones políticas que tradicionalmente han sentido desapego por los temas ambientales instrumentalicen ese factor para recabar apoyos electorales. Un claro ejemplo es el de Trump en EEUU, que tomó como una de sus banderas políticas el negacionismo climático en clave de defensa de los intereses de sus potenciales votantes y de sus principales donantes, aunque el obstruccionismo de Washington a los recortes vinculantes de gases de efecto invernadero (GEI) se remonta al año 2005, cuando se produjo su deserción del Protocolo de Kioto.

En las últimas décadas, en Europa se ha conseguido articular un consenso bastante amplio en torno a las propuestas de reducción de emisiones. Sin embargo, el incremento en la ambición de las restricciones y el acortamiento de los plazos para ponerlas en práctica ya está comenzando a chocar con los intereses de colectivos profesionales que pueden ver en ese tipo de políticas una forma de sacrificio discriminatorio e inútil, ya sea por poner en duda que la gravedad de la situación amerite la ejecución de esta clase de medidas o porque interpreten que serviría de bien poco que Europa en solitario liderase ese combate. Un caso representativo de este tipo de reacciones se ha podido observar en Francia con las protestas de los llamados “chalecos amarillos” contra los incrementos impositivos a los carburantes. De hecho, en el fragor de la contienda electoral, voces identificadas con la izquierda, pero comprometidas con algunos sectores directamente perjudicados por los objetivos de disminución de GEI, empiezan a cuestionar la urgencia de las medidas a tomar.

La gran paradoja que puede producirse en un futuro no demasiado lejano es que las formaciones de derechas que más han criticado las propuestas de lucha contra el cambio climático, por considerarlas como excusas de las izquierdas para implantar programas ocultos de estatalización de los recursos naturales o de control social totalitarios, pueden ser las que se vean obligadas a ponerlas en práctica a raíz de una emergencia ambiental masiva. La diferencia entre ese tipo de políticas de excepción y las que deberían haberse implementado durante los casi 30 años que siguieron a la Cumbre de Río 92 reside en que estas medidas se podrían haber aplicado de forma relativamente progresiva y sin que tuvieran que haberse impuesto de manera demasiado drástica. Por el contrario, después de las décadas desperdiciadas, los protocolos que se ejecuten en el contexto de los futuros shocks climáticos serán necesariamente traumáticos. Además, es muy probable que en esos momentos se haya perdido la oportunidad para actuar sobre los orígenes del proceso y que las operaciones de estabilización ya solo sirvan para intentar mitigar parte de los efectos.

En el escenario alternativo, en el año 2020 se tendrían que aplicar recortes de emisiones mucho más contundentes que los planteados en el acuerdo de París y los Estados más desarrollados deberían desembolsar ingentes cantidades de recursos para dotar de condiciones de vida medianamente dignas a los países generadores de refugiados, a la vez que se financia su adaptación y resiliencia a los progresivos deterioros climáticos. Una rebaja ostensible de las altas tasas de natalidad que aún mantienen algunas regiones, junto con un proceso de avance del Estado de Derecho y de control por parte de los gobiernos de las zonas que escapan a su soberanía, ayudaría a estabilizar los territorios. Así mismo, programas ambiciosos de lucha contra la corrupción y de moderación de las desigualdades favorecerían el desarrollo de sociedades con capacidades para fijar a las poblaciones en sus lugares de origen, con lo que se podría observar una merma en los procesos migratorios inicialmente previstos.

Lamentablemente, como demuestran los insuficientes acuerdos de París, no existe la voluntad política para realizar las restricciones radicales de emisiones que se necesitan para revertir el calentamiento acelerado y los fondos compensatorios que deberían aportar los Estados más desarrollados distan mucho de ser los requeridos. En este sentido, la postura actual de Washington, que por su potencia económica es uno de los mayores donantes internacionales, se enfoca en reducir sus aportaciones a las agencias de cooperación. En consecuencia, es factible que el estrés hídrico, alimenticio, social y de violencia que sufren amplias zonas del sur de Asia y de América Latina, pero sobre todo de África, se multiplique en las próximas décadas.

 

El cambio climático en el éxodo rural

El incremento de las condiciones climáticas adversas, previsiblemente, acelerará los éxodos de población rural hacia las ya de por sí densamente habitadas concentraciones urbanas de los países en desarrollo, lo que aumentará los conflictos sociales, la inestabilidad política y la expulsión de importantes contingentes de personas hacia los países que, en teoría, les ofrezcan mejores condiciones de vida.

Un factor de incertidumbre añadido es el que representa el impacto que el deshielo de los glaciares de Groenlandia puede ocasionar en la corriente del Golfo que calienta el Noroeste de Europa y, en menor medida, la costa este de EEUU, ya que el descenso en su intensidad, eventualmente, desencadenará episodios de olas invernales de frío extremo en estas zonas del planeta. No obstante, la abundancia económica de la que disfrutan dichas regiones ofrece la posibilidad de enfrentar escenarios climáticos adversos con mayor fortaleza que la registrada en otros entornos con recursos más escasos e infraestructuras más vulnerables.

En consecuencia, es plausible que, a lo largo del resto del siglo XXI, Europa y EEUU registren una presión migratoria cada vez más elevada, por lo que es más que factible que los sentimientos xenófobos aumenten al mismo ritmo que los partidos políticos de extrema derecha y algunos de centro-derecha instrumentalizan esas emociones de miedo y auto-protección para tratar de desplazar de la escena política a los partidos de centro-izquierda y de izquierda radical. Puesto que, por su propia definición internacionalista, estos últimos deberían declararse, al menos de forma teórica, abiertos a la llegada de los diferentes tipos de inmigrantes (económicos, políticos o climáticos).

Este proceso no aumentará, necesariamente, de forma lineal, sino que dependerá de la capacidad de maniobra que desplieguen las organizaciones de izquierdas y de otras variables como las fluctuaciones en la coyuntura económica, pero supondrá un factor de intensa presión para estas agrupaciones políticas. De hecho, algunas formaciones de izquierdas europeas ya están comenzando a reivindicar un mayor control migratorio como estrategia electoral para intentar detener el avance de la extrema derecha. Por otra parte, la multiplicación de los impactos climáticos catastróficos podría aportar reconocimiento y apoyo popular a aquellas marcas políticas que más tempranamente se hayan comprometido con las medidas de prevención ambiental.

Un fenómeno relevante en la dinámica de los discursos del miedo se produce cuando los ciudadanos se ven sometidos a tanta ansiedad que responden al fenómeno migratorio con acciones que van más allá del voto a formaciones políticas de tendencia más o menos xenófoba. Ocurre porque los mensajes alarmistas contribuyen a conformar imaginarios de invasión en los que se percibe que ni las autoridades ni las leyes pueden hacer frente a las llegadas masivas de nuevos residentes.

En casos extremos, los colectivos de extranjeros que experimenten un especial rechazo pueden tender a establecer estructuras de interrelación social ilícitas que les procuren cierto sentimiento de seguridad. Estos mecanismos tendrían por objeto compensar las deficiencias que muestran las instituciones del Estado en ciertas regiones del planeta, pero no deberían existir en sociedades donde los sistemas jurídicos garantizasen de forma completa los derechos y libertades fundamentales de las personas.

Una de las principales barreras contra el auge de los posicionamientos xenófobos se encuentra en la capacidad que desplieguen jueces, fiscales y fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para proveer de un adecuado amparo a las poblaciones de acogida, disipando cualquier percepción de impunidad ante la ley en relación a la actuación de los recién llegados, pero desempeñando, al mismo tiempo, una labor pedagógica que asegure el ejercicio de los usos y costumbres foráneas, en tanto que no transgredan la normativa vigente. Para ello se necesita una dotación presupuestaria adecuada que facilite la efectividad en los procedimientos y que favorezca un desempeño con apego estricto a la legislación tanto nacional como internacional.

Los modelos de producción y consumo compulsivos que practicamos los ciudadanos que vivimos en los países más desarrollados son los principales responsables de que el calentamiento global se esté acelerando. Por lo tanto, nuestras conductas están contribuyendo a fomentar las corrientes migratorias que intentarán escapar de las zonas que se verán mayormente afectadas por los eventos climáticos catastróficos. Gran parte de la responsabilidad sobre cómo se asimilen esos flujos recaerá sobre las formaciones políticas que difundan sus proclamas en la arena pública. Si en el mensaje se reconoce nuestra responsabilidad en el incremento del proceso y se aprovecha el fenómeno migratorio para conformar sociedades pluriculturales que intenten adaptarse de forma pacífica y constructiva al desafío ambiental, es posible que podamos mantener durante varias décadas una estructura internacional en cierto modo viable. Por el contrario, si en estos momentos, con apenas un grado centígrado de elevación de la temperatura global sobre los niveles preindustriales, ya empezamos a perder el control sobre los primeros efectos sociopolíticos que está provocando el desequilibrio climático, difícilmente podremos manejar los impactos aparejados a los incrementos del problema que se plantean para el futuro.

Tras las experiencias pasadas, quizás debamos asumir que el capitalismo es el menos pernicioso de los modelos que seríamos capaces de construir, ya que todas las alternativas teóricas que se han intentado implementar resultaron frustradas desde sus primeros pasos institucionales. No obstante, aún tendríamos que aspirar a que este sistema capitalista que actualmente impera en prácticamente todo el planeta, aunque varíe según los diferentes grados de tutela estatal, sea lo más social, democrático y respetuoso con el medio ambiente que podamos conseguir. Ya no quedan muchas dudas sobre nuestro fracaso, durante los últimos 30 años, para revertir el cambio climático acelerado. A partir de ahora, las mayores incógnitas se centrarán en desvelar si también erraremos en evitar que el desastre alcance sus cotas más críticas hacia finales del presente siglo y si, además, seremos incapaces de gestionar de una manera justa y medianamente humanitaria, la necesaria adaptación a la porción del calentamiento planetario que, por el momento, nuestros derrochadores estilos de vida ya habrían consolidado.

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