Soldados de EEUU disparan un obús durante un ejercicio de fuego real el 28 de octubre de 2002 cerca de Khowst, Afganistán. GETTY

Cum gladio et sale. Contratistas militares y derecho internacional

Aunque existen desde hace décadas, las empresas militares privadas son una realidad cada vez más frecuente en los campos de batalla. Afganistán, Irak, Mozambique, Siria, Sudán o Ucrania son algunos de los países donde se han registrado.
Àngel Ferrero
 |  29 de julio de 2020

“Ante la falta de regulación, el combatiente irregular es hoy tan irregular como ayer,
pero posiblemente menos que mañana”.

 

“Muhammad y Adnan combatieron en bandos enfrentados en la guerra civil siria: Muhammad en el ejército del dictador Bashar al-Assad, Adnan con los rebeldes [….] ahora, nueve años después, se vuelven a encontrar cara a cara en el frente, pero no en Siria, sino a 2.000 kilómetros de distancia de su patria, en Libia.” Así comenzaba un reportaje reciente del semanario Der Spiegel. El texto abordaba un problema creciente del derecho internacional: la presencia de empresas militares privadas (PMC, por sus siglas en inglés) en conflictos bélicos.

Aunque las PMC existen desde hace décadas, hoy son una realidad cada vez más frecuente en los campos de batalla. Algunos de los países donde se ha registrado estos últimos años la presencia de PMC son Afganistán, Irak, Mozambique, República centroafricana, Siria, Sudán o Ucrania. Los escándalos protagonizados por la estadounidense Blackwater (hoy Academi) en Irak acercaron sus actividades a la lupa del periodismo de investigación. Además de en los países en que se originaron (Reino Unido y EEUU), hoy encontramos PMC en Alemania (Aasgard), Rusia (Wagner Group) o Turquía (SADAT International Defence Consultancy). La sudafricana Executive Outcomes fue disuelta a finales de 1998, pero su fundador, Eeben Barlow, creó en 2006 Specialised Tasks, Training, Equipment and Protection International (STTEP), que sigue operando en el continente africano.

Jeremy Scahill, periodista de investigación y autor de Blackwater: el auge del ejército mercenario más poderoso del mundo (Paidós, 2010), resumió las ventajas que ofrecen estas compañías para los gobiernos que las contratan: permiten “desplegar fuerzas privadas en una zona de guerra fuera del alcance del escrutinio público, con las muertes, bajas y crímenes de dichas fuerzas envueltos en el más absoluto secreto”. Y, por extensión, sin penalización para los representantes políticos. En Irak, según The New York Times llegaron a desplegarse más contratistas que militares.

Quienes defienden recurrir a las PMC argumentan que proporcionan un refuerzo a la seguridad en escenarios de riesgo en los que no existen suficientes fuerzas institucionales o estas carecen de la instrucción necesaria. Los críticos señalan que el carácter privado de estas empresas las orienta más al beneficio que al mantenimiento efectivo de la seguridad, con todas las implicaciones que se derivan de ello. En no pocas ocasiones los contratistas de estas empresas simpatizan abiertamente con ideologías de extrema derecha.

Pero el mayor problema es, insisten, la zona gris en la que operan: contratados oficialmente como “guardias de seguridad”, ningún tribunal internacional tiene jurisdicción sobre sus actividades. De hacer uso de la fuerza con carácter ofensivo, podrían incluso llegar a ser tipificados como combatientes ilegales de acuerdo con la Convención de Ginebra. Cuatro de los países mencionados al comienzo de este artículo (EEUU, Reino Unido, Turquía y Rusia) no son firmantes de la Convención Internacional contra el reclutamiento, uso, financiación y entrenamiento de mercenarios de Naciones Unidas del 4 de diciembre de 1989, ratificada hasta la fecha solamente por 36 Estados. De acuerdo con la ONU, la frecuencia y el número de conflictos entre Estados se ha ido reduciendo tras el fin de la guerra fría, mientras aumentaban los conflictos intraestatales. “Al mismo tiempo, los conflictos son cada vez más fragmentados”, explicaba el organismo en referencia a la presencia de actores no tradicionales. Añadía que “hoy los conflictos son menos sensibles a las formas tradicionales de resolución, con lo que son más largos y mortíferos”.

 

Regular, irregular, desregulado

Aunque persistente e incluso creciente, el problema que dista de ser nuevo. En una de sus obras publicadas tras la Segunda Guerra Mundial, tras perder su cátedra por su colaboración con el nacionalsocialismo, el jurista Carl Schmitt publicó en 1963 su Teoría del partisano, un libro elaborado a partir de dos conferencias realizadas el año anterior en el Estudio General de Navarra, en Pamplona, y en la Universidad de Zaragoza, en el marco de la cátedra ‘general Palafox’ de cultura militar.

En este texto, en el que abordaba, una vez más, el problema de la distinción entre “amigo y enemigo”, Schmitt subrayaba cómo en el derecho militar clásico, que distingue entre guerra y paz y entre combatientes y no-combatientes, “la guerra será una guerra regular, de Estado a Estado, con ejércitos estatales, entre soberanos portadores de un ius belli que, incluso en guerra, se respetan como enemigos en lugar de discriminarse”. Ahora bien, frente a este marco de contornos nítidos se alza, entre otros tipos de combatiente irregular, la figura del partisano. Schmitt lo describe por su “irregularidad” –debido a que su posición en un conflicto no es la de un civil, pero tampoco la de un soldado regular, sujeto a una estructura, que viste uniforme y porta armas visibles–, su “máxima movilidad”, su “máxima intensidad” en el compromiso político y su “carácter telúrico”, de defensa de su propio territorio. El partisano “no lucha en un campo de batalla abierto ni en el mismo plano de la guerra de frentes declarados” y “obliga a su enemigo a entrar en otro espacio”, “una dimensión más oscura, una dimensión de la profundidad”.

Sin embargo, la guerra partisana, advierte Schmitt, es un arma de doble filo. La efectividad del partisano en el terreno militar tiene como contrapartida que “carece de los derechos y los privilegios del combatiente: es un delincuente según el derecho común y puede ser neutralizado con condenas sumarias y medidas represivas”. Además, la lucha partisana acostumbra a poner en marcha un círculo vicioso, ya que el ejército regular puede recurrir a métodos de contrainsurgencia que vulneran la legislación internacional, un terreno en el que las PMC se han adentrado en no pocas ocasiones. En este sentido, Schmitt cita la orden que supuestamente Napoleón dio al general François Joseph Lefèbvre en 1813: “allá donde haya partisanos hemos de luchar como partisanos”.

Evidentemente, la guerra partisana existía desde mucho antes de la Segunda Guerra Mundial. Schmitt cita en su libro la guerra de guerrillas en España o Rusia contra la invasión napoléonica. Fue no obstante en la Segunda Guerra Mundial en la que los comunistas, tanto en la URSS como en los Balcanes, fusionaron “la fuerza telúrica, esencialmente defensiva, de la autodefensa patriótica” con “la agresividad de la revolución mundial comunista internacional”, haciendo que este tipo de conflicto se convirtiese en el más frecuente en el momento en que el pensador alemán escribió su libro, en el que menciona, entre otros ejemplos contemporáneos al autor, los de la Revolución cubana (1953-1959), la guerra de independencia de Argelia (1954-1962) o la guerra de Vietnam.

El último capítulo de Teoría del partisano está dedicado a especular con la evolución futura de esta problemática. En su característico pesimismo antropológico, Schmitt pensaba que el crecimiento de la movilidad que proporcionan los avances tecnológicos en el transporte, lejos de contribuir a la estabilidad y la paz, podrían llevar a una “deslocalización” total del combatiente irregular, que se convertiría, de ese modo, en “una herramienta intercambiable y transportable” de las potencias en conflicto. El jurista tenía en mente sobre todo cómo el llamado “equilibrio del terror” de la disuasión nuclear había creado un espacio idóneo para el despliegue de este tipo de fuerzas irregulares, pero la difusión en el siglo XXI del terrorismo internacional –en particular de organizaciones como al-Qaeda o Estado Islámico– o el auge de las empresas militares privadas, no siendo obviamente fenómenos partisanos, parecen haber dado a posteriori la razón a Schmitt en este aspecto.

Nociones como “guerra de cuarta generación”, “guerra asimétrica” o “guerra híbrida” han abandonado desde hace unos años los libros de teoría militar para convertirse en una expresión habitual en los medios de comunicación y en una realidad sobre el campo de batalla, de la que las PMC son parte. No solo el entorno internacional se caracteriza, huelga decirlo, por una mayor complejidad, sino que parece haber disminuido la voluntad política de las grandes potencias para mantener los acuerdos internacionales de desarme y todavía más para formalizar otros nuevos que faciliten la resolución pacífica de conflictos.

Ante la falta de regulación, el combatiente irregular, en toda su panoplia de formas, es hoy tan irregular como ayer, pero posiblemente menos que mañana. “¿Quién impedirá” –se preguntaba Schmitt al final de su libro– “que, de una manera análoga [a la Primera Guerra Mundial], pero todavía en aumento, surjan nuevas formas inesperadas de hostilidad, la realización de las cuales genere la aparición de formas inesperadas de un nuevo fenómeno partisano?”.

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