Darth Vader sin capa ni máscara. Sobre ‘Vice’

Recaredo Veredas
 |  24 de enero de 2019

Vice es un Biopic. Es decir, una biografía filmada. A los estadounidenses les encantan, aunque su protagonista no sea precisamente ejemplar. Incluso los prefieren cuando retratan a seres en el límite de la psicopatología porque resaltan la capacidad de su país para criticar su propia historia y reciclarse sin descanso. Si el protagonista es encarnado por una estrella carismática, oscura y considerada uno de los hombres más sexys del mundo, que decide engordar 18 kilos para demostrar que es un intérprete insuperable, miel sobre hojuelas y Oscar asegurado. El arquetipo hasta ahora, la referencia indiscutible, era la interpretación de Robert de Niro en Toro Salvaje. Christian Bale toma su camino y, por ahora, todo sigue su curso: ha ganado el Globo de Oro y parece irremediable que el 24 de febrero consiga el premio gordo.

El personaje histórico escogido es Dick Cheney, político republicano y empresario de indiscutible éxito. Otra cuestión es el coste que sus victorias tuvieron para su país y para aquellos que sufrieron su inagotable sed de poder. Vice no es, ni mucho menos, una película perfecta, pero la distancia que separa al éxito privado y al desastre público queda bastante clara. La conexión que les vincula es la coprotagonista y verdadera heroína de la película: Lynne Cheney, esposa de Dick durante 55 años y hoy senior fellow en el think-tank conservador American Enterprise Institute. Forman una pareja tan férrea como sus convicciones. De hecho, hasta la parte final de la película, en concreto hasta el momento en que Dick Cheney decide contra el criterio de su cónyuge apostar por George W. Bush, es Lynne quien maneja la carrera de su marido desde la sombra, quien convierte a un jovenzuelo borracho, expulsado de la Universidad de Yale, en una réplica de Darth Vader. Gracias a ella su marido consigue, con menos de 30 años, ser la sombra del halcón de los halcones (aunque tal título tenga decenas de competidores), el mismísimo Donald Rumsfeld. No hay en el Cheney mostrado en Vice un periodo de desengaño con los tejemanejes políticos, tampoco una crisis existencial. Sabe a qué juega desde la primera vez que pisa el Congreso de los Estados Unidos de América: a la utilización despiadada de los mecanismos del poder en beneficio propio y de los suyos.

Pese a su absoluta falta de carisma, consigue puestos tan relevantes como la jefatura de gabinete de Gerald Ford o la secretaría de Defensa con Bush padre. Lynne permanece siempre detrás, incluso le sustituye en una campaña electoral cuando sufre su primer infarto. Él responde a su devoción y se comporta siempre como un esposo leal y un gran padre de sus dos hijas. De hecho el director, Adam McKay, utiliza la vida familiar como la luz que acompaña a las tinieblas del protagonista, el único terreno donde demuestra su naturaleza humana. McKay parece haber utilizado extensamente el sensacional artículo sobre Dick Cheney que Joan Didion escribió en 2006 para The New York Review of Books, titulado magistralmente “Cheney: The Fatal Touch”. Nadie como la escritora estadounidense ha retratado con tanto detalle al vicepresidente más poderoso de EEUU, y el más alejado de los medios de comunicación. En realidad, todo sobre Cheney es un enigma.

El paso por el Congreso de EEUU es la etapa crucial en la formación política de Cheney; allí lo aprende todo sobre los mecanismos del poder real y su despiadado efecto sobre los inocentes. Destaca en Vice una escena frente a una puerta cerrada, tras la que Kissinger y Nixon deciden el bombardeo de Camboya durante la guerra de Vietnam. Sin consultar a nadie –le cuenta Rumsfeld frente al despacho cerrado– están decidiendo la muerte de cientos de miles de personas. Poseen un poder absoluto, omnímodo, digno de un César romano. Desde ese momento, Cheney no deseará el brillo de la presidencia de EEUU sino el ejercicio absoluto del poder. Y conseguirá su objetivo aunque para ello deba forzar, acompañado de un magnífico equipo de abogados, las leyes fundamentales de su país.

Antes de su celebérrima vicepresidencia pasará varios años dirigiendo la petrolera Halliburton, tejiendo vínculos, sin saber o sabiendo que pronto le servirían. Terminada la presidencia de Bill Clinton se cruza en su camino George W. Bush, que aún es la oveja negra en el inmaculado historial del último presidente aristocrático de EEUU, George H.W. Bush. En Vice Bush hijo aparece como un hombre que solo aspira a impresionar a su padre y regala a Cheney aquello que busca: poder absoluto sin control, ejercido desde la impunidad de la sombra. Aprovecha tan enorme dádiva sin reparo alguno, sabiendo que lo descabellado puede parecer coherente, incluso irremediable, si se expone con templanza y desde una posición de fuerza. “Si eres un hombre de principios, compromiso es una palabra un poco sucia”, sostiene Cheney en su autobiografía, In My Time, escrita junto con su hija Liz y publicada en 2011.

 

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En Vice se muestra con claridad cómo el vicepresidente utiliza tal estrategia para vincular el atentado del 11-S con un propósito que tanto sus socios como él mismo anhelaban desde años atrás: la invasión de Irak. Lo hace, además, ignorando las evidentes dificultades e ilegalidades que presentan sus intenciones. Mientras tanto, su corazón sigue reventando con sucesivos infartos que le conducirán en 2012, con 71 años, a un trasplante, y a un libro posterior escrito por el propio Cheney junto con su cardiólogo. En su faceta personal y familiar, el contrapunto a su crudeza política, Cheney defiende los derechos de su hija lesbiana, protegiéndola del escarnio público y mostrando su absoluta fidelidad a su familia.

No hay intención épica en Vice. De hecho Adam McKay parodia el momento en que Cheney debate con su mujer si forma o no ticket con George W. Bush en las elecciones de 2000, comparando sus bostezos y la vulgaridad de su charla con la épica shakeasperiana. No son Lady Macbeth ni su desafortunado esposo, aunque Cheney se comporte como el mismísimo Ricardo III cuando incita el complejo de inferioridad de Bush Jr frente a su padre para conseguir la invasión de Irak. McKay opta por la farsa, por mostrar la banalidad del mal mediante el mismo montaje compulsivo y un narrador similar al que utilizó en su anterior película. Sin embargo, carece de la profundidad de otros maestros de lo patológico, como Paul Thomas Anderson o Martin Scorsese, y su dirección resta fuerza a un protagonista que no precisa tanto aderezo sino más calma para que el espectador pueda penetrar en su complejísima personalidad. Una templanza similar a la que exhibió David Fincher en los primeros, y magistrales, episodios de House of Cards.

Porque el mayor fallo de Vice reside en que la oscuridad del personaje, sus ansias de poder ilimitado no poseen un anclaje claro en su biografía. Sabemos que su esposa fue maltratada en la infancia por un padre vago y borracho. Sabemos también que George W. Bush se sentía acomplejado por su padre, pero las motivaciones últimas de Cheney, lo que le conduce incluso a vulnerar las prerrogativas del propio presidente, quedan en sordina. Sí sabemos que se desahoga comiendo dulces compulsivamente, aunque su corazón reviente y vuelva a reventar, pero no es suficiente. Ni siquiera parece un narcisista, como han sido y son tantos fanáticos del poder. Más luz sobre el vicepresidente arroja Mark Danner en el artículo publicado en 2014 también en The New York Review of Books, así como el documental The World According to Dick Cheney, de R. J. Cutler.

La interpretación de Bale es sin duda excelente pero también lineal. El personaje es idéntico a lo largo de toda la película. Solo cambia su potencialidad para ejercer su pasión: el poder absoluto. El trabajo de Amy Adams es mucho más vivo, difícil y diverso. Es la mujer en la sombra, cuyo deseo de superación, de evitar una vida como la de su familia de origen crea una especie de Frankenstein que, como ocurrió en la novela de Mary Shelley, no puede controlar.

 

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