Desfaciendo entuertos en el Tíbet

 |  27 de noviembre de 2013

El 20 de noviembre, la Audiencia Nacional emitió una orden de búsqueda y captura de cinco dirigentes del Partido Comunista de China (PCCh), entre ellos el ex presidente Jiang Zemin y el ex primer ministro Li Peng. La querella, presentada en 2006 por el Comité de Apoyo al Tíbet, la Fundación Casa Tíbet, y el sherpa Thubten Wangchen, fue desestimada por el juez Ismael Moreno el pasado abril. Su reciente revocación pone al gobierno de Mariano Rajoy contra las cuerdas, atrapado entre la necesidad de mantener una buena relación con China y la incapacidad de rectificar una decisión que compete exclusivamente al poder judicial.

La cuestión, como podría esperarse, es la de la represión china en el Tíbet. Los querellantes denuncian la voluntad china de “eliminar la propia idiosincrasia y existencia del propio país tibetano”. En palabras menos redundantes, de llevar a cabo un genocidio cultural. A pesar de la gravedad de la acusación, la querella ha podido progresar porque Wangchen es español: la reforma de la jurisdicción universal en 2009 limita su aplicación a casos en los que se vieran perjudicados ciudadanos españoles.

Desde la anexión china del Tíbet en 1950, la migración de chinos han y la brutal represión de tibetanos –a menudo, como en el caso del Dalai Lama, exigiendo autonomía y no la independencia– evidencian el inexistente compromiso de Pekín con los Derechos Humanos. China, sin embargo, ve en el Tíbet una teocracia retrógrada que debe ser modernizada, y puede presumir de lograr que la región crezca a un ritmo espectacular. Pero esto no ha hecho más que agravar las tensiones locales, en la medida en que los tibetanos son relegados a los sectores peor remunerados de la economía mientras los han erosionan su patrimonio cultural.

Argumentos de peso, aunque difíciles de esgrimir por el gobierno español. Zemin y Peng no se hallan en estado de búsqueda y captura, puesto que el gobierno chino no les ha notificado su imputación. Ni lo hará. La petición ha enfurecido a los dirigentes del PCCh, que en su mayoría consideran improcedente intervenir en los asuntos internos de otros países. En España el sector exportador necesita la gigantesca demanda de China, mientras que el gobierno aún cuenta con Pekín para sufragar la deuda pública. Y este impasse no se solucionará dando un puñetazo en la mesa y aderezándolo con retórica épico-castrense, como hizo Federico Trillo durante la crisis de Perejil. (El resultado, por otra parte, sería digno de contemplar. Preferentemente desde fuera de España.)

Dejando estas consideraciones de lado, conviene plantear si España es el país idóneo para embarcarse en semejante iniciativa. Es evidente que la justicia española ha logrado éxitos importantes mediante su activismo en el extranjero, como atestiguan los casos de Argentina, Chile, y, más recientemente, Guatemala. También es cierto que un elemento clave en la jurisdicción universal es la colaboración entre poderes judiciales, de forma que un juez español pueda investigar en Chile los crímenes que los jueces chilenos no pueden investigar, y viceversa.

Habiendo dicho eso, la dudosa gestión de la extradición de Billy el Niño testifica lo mucho que falta para que nuestro país afronte con determinación los crímenes cometidos durante el pasado. Javier Tusell, a quien difícilmente se puede acusar de extremismo, calificó la represión franquista en Cataluña como un genocidio cultural. ¿Puede la Audiencia Nacional  investigarla con la misma determinación? No, no puede. En vista de lo cual convendría empezar poniendo nuestra casa en orden. Y reformar la restrictiva Ley de Asilo Político, para así acoger en vez de rechazar a disidentes tibetanos. Ante la ausencia de semejantes iniciativas, salir a desfacer entuertos resulta, por desgracia, más incoherente que quijotesco.

 

 

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