ECONOMÍA EXTERIOR (verano 2009)

 |  10 de julio de 2009

Cada vez más voces coinciden en que el dinero ilegal y los paraísos fiscales son parte indisociable de la actual crisis económica. Economía Exterior propone un recorrido por los centros ‘offshore’, la evasión de capitales y el peso real del crimen organizado en la economía financiera internacional.

En primavera los representantes del G-20, reunidos en Londres, condenaban de manera casi unánime los paraísos fiscales. No ponían en tela de juicio la libertad de los movimientos de capitales. Se preguntaban cómo sanear el sistema y evitar prácticas corruptas que atentan contra la transparencia y contra la solidaridad de los sistemas impositivos. Casi en simultáneo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), hacía pública una lista en la que clasificaba a los países según su transparencia y su disposición a intercambiar información financiera con otras jurisdicciones. Con el listado, llegó la polémica. A mediados de mayo, ECONOMÍA EXTERIOR conversó en París con Ángel Gurría, secretario general de la Organización.
La evasión fiscal se ha convertido en nuestros días en un deporte de alta competición, jugado desde muchas instituciones financieras con equipos de gente muy bien pagada. Objetivo, evitar o aminorar el pago de los impuestos. Esta actividad es mucho más rentable que el monótono trabajo cotidiano de cualquier entidad financiera.
En la medida en que los controles de cambio desaparecían en la década de los setenta, proliferaron los centros offshore. Multinacionales y grandes fortunas encontraron despejado el camino para elaborar estructuras complejas y establecimientos financieros que acabaron borrando la identidad de los residentes y deslocalizando el lugar en que se generaban las rentas. La hipocresía de los grandes Estados facilitaba las cosas. Instituciones financieras como los fondos de capital riesgo (hedge funds) se localizaron en Londres y Nueva York para gestionar actividades localizadas en las Islas Caimán u otros paraderos de difícil identificación, con el agravante de que los rendimientos obtenidos estaban exentos de retención en el impuesto de la renta.
Pero la evasión fiscal también anda entre los cacharros de las cocinas nacionales. El caso español no deja de ser preocupante, tanto por su magnitud como por la aceptación generalizada entre los ciudadanos. Se estima que las pérdidas de ingresos anuales por fraude fiscal oscilan entre los 200.000 y 250.000 millones de euros, bastante más que el doble del déficit fiscal previsto para este año. Simultáneamente entre los españoles se extiende cada vez más la opinión de que si no se defrauda más es por  miedo a las revisiones de Hacienda.
Los fraudes globales y nacionales permiten, además, retroalimentar actividades ilegales tan nocivas como el tráfico de drogas. Las Naciones Unidas han estimado que este tipo de actividad moviliza unos 320.000 millones de dólares anuales, y aunque las cifras pudieran estar ligeramente infladas no hay ninguna duda de sus efectos perversos. La prohibición no ha funcionado.
En el periodo de entreguerras del pasado siglo los riesgos políticos, las amenazas de guerra y los altibajos en el valor de las monedas desencadenaron una huida de francos hacia Suiza, y luego de las monedas de los Estados centrales europeos hacia EE UU. La respuesta oficial fue una intervención severísima en los cobros y pagos de mercancías y en los movimientos internacionales de capital. Restaurada la normalidad, la liberalización de los pagos regresó al mundo occidental. Sin embargo, los Estados mantuvieron sus sistemas tributarios como último reducto de la soberanía política sin plantearse cómo simplificar y dar la máxima transparencia a la fiscalidad sobre el ahorro.
En cualquier caso la actual lucha contra la corrupción fiscal no es un ataque al capitalismo. Más bien lo contrario. El capitalismo es un sistema racional de costes y beneficios. Una ideología utilitarista basada en que el bienestar de todos es fruto de la búsqueda del bienestar individual. El compromiso innegociable de que todos los ciudadanos deben jugar con las mismas cartas, sin olvidar nunca que “su contribución al funcionamiento del Estado debe hacerse en proporción a sus respectivas habilidades”.

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