Duplicidad en la lucha terrorista en Pakistán

Ana Ballesteros Peiró
 |  6 de abril de 2016

El impactante ataque contra una escuela de Peshawar en diciembre de 2014, en el que murieron 141 personas, 132 de ellas alumnos, pareció ser un punto de inflexión en el cortejo de Pakistán con el yihadismo. El gobierno civil liderado por el primer ministro Nawaz Sharif y el jefe del ejército de Pakistán, el general Raheel Sharif, anunciaron entonces que irían a por todos los terroristas, sin distinción. Una semana después, Nawaz Sharif anunció el Plan de Acción Nacional (NAP, en sus siglas en inglés) que desarrollaba un proyecto para acabar con el terrorismo. Sin embargo, se trataba más una declaración de intenciones que de una herramienta efectiva.

El efecto directo de la implantación del NAP es la debilitación del gobierno civil a favor de los militares. El primer paso en falso fue levantar la moratoria de la pena de muerte. En 2015, según Amnistía Internacional, se ejecutó a unos 300 presos, la gran mayoría sin condenas por terrorismo. En enero de 2016, el Parlamento aprobó la 21ª enmienda a la Constitución, en la que otorgaba poderes a tribunales militares para juzgar a todos los sospechosos de terrorismo, incluidos los civiles. Esta medida, además, debilitaba a la policía y al poder judicial, dos instituciones cuyo papel en la lucha antiterrorista es fundamental. La extensión de la operación militar Zarb-e Azb de varias agencias tribales a las provincias de Baluchistán, Sind (Karachi en especial) y, tras el atentado del 27 de marzo en el parque Gulshan-e-Iqbal de Lahore, al Punyab, constata además la preponderancia del uso de la fuerza.

 

Lo que la prensa pakistaní denomina “encuentros fortuitos” son ejecuciones extrajudiciales de los servicios de inteligencia cuando quieren deshacerse de algún “recurso humano” caído en desgracia

 

Los dos Sharif negaban la distinción entre terroristas buenos y malos. Pero esta es de sobra conocida. Los “buenos” son grupos como Lashkar-e Taiba (o sus ramas caritativas Jamaat-ud Dawa y Falah-e Insaniyyat), o el Jaish-e Mohammad, grupos con Cachemira en la agenda, más conocidos por atacar a India. Entre los talibanes afganos, la Shura de Quetta o la red Haqqani, a los que se considera que pueden mantener los intereses en Kabul, fundamentalmente, la hostilidad hacia la India. Los grupos “malos” son los que atacan dentro de Pakistán. El más letal, el Tehrik-e Taliban Pakistan (TTP), una coalición de grupos talibanes autóctonos que incluye el Jamaat-ul Ahrar (JuA) y otros como Lashkar-e Islam y Lashkar-e Jhangvi (LeJ). En la clasificación de “buenos” estarían también los grupos sectarios, como el Sipah-e Sahaba, conocido como Ahl-e Sunna wa-l-Jamaat. A pesar de esta aparente distinción, la realidad demuestra que la relación entre unos y otros es demasiado cercana y que muchos “buenos” acaban pasándose al bando de los “malos”, como ocurrió con Asmatullah Muawiyya, exmiembro del JeM que pasó a liderar el movimiento talibán punyabí, aliado del TTP.

La muestra de la todavía vigente distinción entre unos terroristas y otros viene definida por la suerte de los líderes de estos grupos. Dos líderes más buscados por India, Hafiz Saeed (LeJ) o Masood Azhar (JuM), acusados de atentados como el de diciembre 2001 contra su Parlamento o el ataque de Mumbai en 2008, han sufrido, como mucho, arrestos domiciliarios. Zaki ur-Rehman Lakhvi (LeT) fue liberado bajo fianza en abril de 2015, y en prisión disponía de varias celdas, teléfonos móviles e Internet. Además, podía recibir a sus seguidores. En cambio, el líder del LeJ, Malik Ishaq, en prisión junto a dos de sus hijos, fueron abatidos cuando la policía les trasladaba desde prisión a uno de sus cuarteles para requisar los arsenales. Lo que en la prensa pakistaní suele denominarse “encuentros fortuitos”, no dejan de ser ejecuciones extrajudiciales orquestadas por los servicios de inteligencia cuando quieren deshacerse de algún “recurso humano” caído en desgracia. Ishaq pagó por su cercanía con el TTP. El NAP prohíbe el discurso del odio (hacia minorías religiosas u otras sectas islámicas), pero su persecución también es selectiva. El ejemplo más significativo es el del Maulana Abdul Aziz, de la mezquita Roja, quien no condenó el atentado de Peshawar y sigue llamando a la yihad desde el corazón de Islamabad.

Dado que los militares son los adalides del uso del yihadismo como herramienta de la política de defensa y seguridad, resulta contradictorio que sean ellos quienes tengan un papel primordial en la lucha contra el terrorismo. Los gobiernos civiles están condenados a sobrevivir en el poder a base de hacer concesiones al poder militar. Pero en la lucha antiterrorista, no solo el gobierno de Sharif está perdiendo la batalla. Los pakistaníes están pagando el precio más alto. Finalmente, la política estratégica mantenida por el estamento militar (que también comparte un buen número de políticos) está condenando al país a una suerte de paria internacional, cuyos argumentos y excusas ya solo ellos creen.

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