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Representantes de la Unión Europea (izquierda, con Enrique Mora en el centro) e Irán (derecha), durante las conversaciones de Viena sobre el programa nuclear iraní, el 6 de abril de 2021, en uno de los salones del Grand Hotel. GETTY

EEUU e Irán: un café en Viena

Las conversaciones de Viena sobre programa nuclear iraní tienen un doble objetivo: que EEUU regrese al acuerdo y que Irán lo cumpla. Sobre el papel, nada ha cambiado. Fuera de él, ha cambiado todo.
Enrique Mora
 |  26 de abril de 2021

Como no puede ser menos en los tiempos que corren, las conversaciones de Viena comenzaron con una reunión virtual. El 2 de abril, Viernes Santo, la llamada “situation room” del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) hizo una llamada a siete bandas poniendo en contacto a los viceministros o directores políticos de China, Francia, Alemania, Reino Unido, Rusia e Irán. La llamada tenía por objeto sentar las bases de un proceso que, idealmente, debe conducir a la vuelta de Estados Unidos al acuerdo, el llamado Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, en sus siglas en inglés) y devolver a Irán al pleno cumplimiento de las obligaciones contraídas en él.

Esta llamada ponía en marcha solo uno de los dos procesos paralelos que se están desarrollando en Viena, el más formal, que reúne a los siete participantes en el acuerdo (los seis citados anteriormente más la Unión Europea) en la llamada Comisión Conjunta. El alto representante de la UE, Josep Borrell, es además coordinador de esta comisión. El otro proceso se plasma en unas conversaciones entre Irán y EEUU, llamadas de proximidad en la jerga diplomática, una modalidad en la que las partes no tienen encuentros cara a cara debido a limitaciones políticas, pero están en el mismo espacio físico, están “próximos” (en este caso dos hoteles del Karntner Ring vienés), interactuando a través del coordinador, aquí en labores de facilitador.

El objetivo de los dos procesos es el mismo: hacer del JCPOA un acuerdo operativo y eficaz. Para ello es necesario restablecer el delicado equilibrio en el que se fundó inicialmente: la garantía de que el programa nuclear iraní tiene exclusivamente fines civiles, por una parte, y el levantamiento de las sanciones impuestas por la comunidad internacional, por otra. Estas sanciones se adoptaron cuando la sospecha de un programa militar se reveló más que fundada. El equilibrio se vino abajo cuando la administración de Donald Trump abandonó el acuerdo, reimpuso la sanciones previamente levantadas y añadió otras muchas en el marco de la denominada “política de presión máxima”. Esta política fracasó en su objetivo de volver a llevar a Irán a la mesa de negociaciones para obligar a la República Islámica a aceptar lo que la anterior administración estadounidense consideraba un acuerdo más favorable.

Los efectos sobre la economía iraní han sido devastadores, de la mano del carácter extraterritorial de las sanciones de EEUU, que empujó al retraimiento de la práctica totalidad de los actores económicos internacionales y a una prolongada sequía de inversiones o relaciones comerciales. A pesar de ello, la República Islámica siguió cumpliendo el acuerdo durante algo más de un año. Finalmente, empezó a tomar decisiones en materia nuclear que suponían claras desviaciones del JCPOA. En los últimos meses, estas decisiones se han acelerado con derivadas de indudable gravedad, como el enriquecimiento al 60% o la producción de metal de uranio. Todas estas decisiones, incluso las que está tomando en estos momentos, se integran en las conversaciones de Viena como cuestiones a resolver. No es el menor de los problemas –pero tampoco ni mucho menos de los más complejos– que el objetivo de las conversaciones se vaya desplazando según Irán adopta nuevas medidas. Se va moviendo la portería mientras se juega el partido.

 

Carrera de obstáculos

Las conversaciones tienen numerosos obstáculos y de variado orden. En primer lugar, la política interna en Teherán y en Washington. En ambas capitales el acuerdo tiene probablemente más detractores que simpatizantes. Las razones son diversas. En el caso de EEUU, a la hostilidad histórica que genera la República Islámica por su comportamiento en sus comienzos, se ha unido una corriente de pensamiento con fuerte influencia en el Congreso, más preocupada por adecuar la política estadounidense a los intereses de su aliado más importante en la zona que al análisis del interés nacional de EEUU en Oriente Próximo. La administración de Trump ha sido el paradigma de esta corriente de pensamiento, supeditando las relaciones entre EEUU y los países árabes a los intereses, legítimos, de Israel. En el caso iraní, la cuestión nuclear refleja una tendencia de fondo desde hace ya algunos años: la sustitución de la ideología islámica –como en todas las revoluciones, mucho menos atractiva para las siguientes generaciones– por un nacionalismo que siempre ha tenido enorme eco en la opinión pública iraní. Desde este punto de vista, toda limitación del programa nuclear –que nadie en público pretende sea militar– es vista como una injerencia inaceptable. Tampoco escapa a esta percepción el llamado “ejemplo norcoreano”.

Esta situación de desafecto se traduce, con una fuerza perceptible en cada minuto de la negociación, en el temor a “ir demasiado lejos” en las propuestas, sean en materia de levantamiento de sanciones o de vuelta a los compromisos nucleares. Es convicción compartida que ambos gobiernos se desgastan por el mero hecho de participar en las conversaciones y, por tanto, deberán invertir un considerable capital político para hacerlas fructificar. A ello se añade la perfecta asimetría en las situaciones políticas: un presidente que empieza en Washington, uno que llega al fin de su mandato en Teherán.

El segundo obstáculo es la extraordinaria desconfianza entre EEUU e Irán, que data de décadas, y que la administración de Trump ha agudizado de manera considerable. Esta desconfianza marca el formato negociador, la imposibilidad para la parte iraní de reunirse físicamente con la delegación estadounidense por orden expresa del líder supremo, y de ahí las conversaciones de proximidad. Pero podría marcar también el resultado posible.

En tercer lugar, la extraordinaria hostilidad hacia el acuerdo de una buena parte de los países árabes y, por supuesto, de Israel. Pero aquí también algo está cambiando. Buena muestra de ello son las declaraciones de Rayd Krimly, director de análisis y previsión en el ministerio saudí de Asuntos Exteriores, que sitúa ahora la restauración del acuerdo como un primer paso y no como algo negativo, rechazable, política oficial del reino hasta hace muy poco. Incluso en el lado israelí hay movimientos de personalidades prestigiosas que han ocupado papeles relevantes en la política exterior y de seguridad israelí.

 

El mismo acuerdo en un contexto transformado 

Hasta aquí los obstáculos a las conversaciones. Pero ¿cuáles son los principales problemas para un acuerdo? Para entenderlos, hay que tener presente un factor llamativo de esta negociación, tan llamativo que se puede afirmar que, en principio, no hay nada que negociar. Tanto los compromisos nucleares como las sanciones a levantar están recogidos expresamente en el JCPOA. Unas conversaciones para volver al acuerdo deberían limitarse a levantar acta de la vuelta al acuerdo. Y, sin embargo, no es tan fácil. La dificultad proviene, en todos los casos, del tiempo transcurrido desde la firma del acuerdo, de las experiencias de las partes, muy negativas en el caso iraní, y de las percepciones que el tiempo ha ido generando en un telón de fondo de profunda desconfianza como antes se ha señalado. Por no hablar del cambio geopolítico desde enero de 2015, que se traduce también en actitudes diferentes de otros participantes en el acuerdo. Es complejo gestionar una negociación en la que el texto fue acordado por las partes y ahora, siendo el mismo en su literal, genera percepciones diversas. Pero en eso estamos.

Lo primero que el tiempo trajo fue algo que, aparentemente, nadie esperaba: la retirada de una de las partes. Prueba de lo inesperado es que en ningún momento se planteó introducir en el acuerdo previsiones en ese sentido, lo que sí es habitual en otros instrumentos internacionales. No es este el lugar para hacer una reflexión sobre cómo hemos llegado a que una política de Estado por definición, como la política exterior, haya dejado de serlo precisamente en el país más relevante para el mundo en esa cuestión. El hecho es que la polarización política y social en EEUU se está traduciendo en virajes bruscos, a veces de 180 grados, en la política exterior. Para lo que antes hacía falta un cambio de régimen, ahora basta un cambio de gobierno. Tratándose de la primera potencia, los efectos globales pueden ser devastadores. Lo han sido para el JCPOA. La parte iraní pretende así una garantía de que esto no volverá a suceder, que no habrá otra retirada en el futuro, o al menos de que habrá garantías durante varios años para los actores económicos. Resulta obvio que, por razones políticas, de juego democrático de alternancia, esta garantía es muy improbable.

Irán, por su parte, se ha preocupado siempre de subrayar que todas sus decisiones contrarias al acuerdo nuclear eran reversibles. Para cualquiera de sus acciones, del tipo que sea, el argumento es el siguiente: “Podemos dejar de enriquecer uranio en cualquier momento y volver al límite recogido en el acuerdo”. Cualquiera familiarizado con la termodinámica sabe de la irreversibilidad inherente, existencial, de cualquier proceso que se proyecte en el tiempo. Me temo que no hay aquí una excepción y, por citar solo un ejemplo, el conocimiento ganado por los científicos iraníes es irreversible. Han dado buena prueba de ello en la rapidez y eficacia con la que se han apartado del acuerdo en apenas tres meses.

Una última reflexión sobre el papel de la UE, como tal. En estas conversaciones la Unión hace dos cosas a la vez. Coordina las multilaterales y facilita las bilaterales, al tiempo que defiende su interés en materia de no proliferación y estabilidad en Oriente Próximo. Hay pocos precedentes de esta dualidad. Creo que es un elemento a añadir al debate en curso sobre la relevancia de la UE (para algunos, legítimamente, irrelevancia) en un entorno geopolítico diferente, mucho más complejo.

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