Donald Trump socavó la arquitectura del programa nuclear cuando decidió retirar a Estados Unidos del Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, por sus siglas en inglés) en 2018. Aquella decisión, las dudas de la Administración Biden y la cerrazón iraní a un nuevo acuerdo en el verano de 2022 hicieron el JCPOA irrecuperable. Pero el ataque del 21 de junio de 2025 va mucho más allá. La tradicional política de “presión máxima” culmina ahora con el intento de destruir físicamente las instalaciones nucleares. Pero lo que se ha destruido es la diplomacia nuclear misma.
Para comprender la magnitud del cambio, es necesario recordar la esencia del JCPOA. Desde su inicio en 2005, la negociación nuclear descansaba en un quid pro quo muy sencillo de formular: Irán aceptaba limitar su programa nuclear, sometiéndolo a un estricto régimen de verificación internacional; a cambio, la comunidad internacional levantaba las sanciones económicas, inicialmente impuestas por el Consejo de Seguridad de la ONU.
Este equilibrio, consagrado finalmente en 2015 con el JCPOA, funcionaba. Permitiría a Irán un programa nuclear que solo podía tener un uso civil dadas las especificaciones técnicas del acuerdo y sometería ese programa a una supervisión constante de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA). A cambio, Irán podría reintegrarse en el comercio internacional y acceder a financiación.
«Aunque no abandone el Tratado de No Proliferación, se ha volatilizado la voluntad política en Teherán para aceptar inspecciones de sus instalaciones nucleares»
Evidentemente, una negociación de este tipo tiene como punto de partida un conocimiento exacto de las capacidades nucleares iraníes, la llamada línea base (baseline) del programa nuclear, establecida por la AIEA. En otras palabras, saber con precisión qué tenía Irán, qué hacía y dónde lo hacía. Solo con ese conocimiento se podía negociar con realismo. Y era la base para medir cualquier avance, desviación o incumplimiento. El bombardeo norteamericano ha hecho añicos esta posibilidad. Aunque no abandone el Tratado de No Proliferación, se ha volatilizado la voluntad política en Teherán para aceptar inspecciones de sus instalaciones nucleares, o de lo que quede de ellas. Lo que conocemos como diplomacia nuclear con Irán, invocada repetidamente por esta segunda administración Trump hasta casi el día del bombardeo, ha muerto simplemente por desaparecer las bases sobre las que se fundaba.
¿De qué hablan entonces quienes todavía piden a Irán que “vuelva a la mesa de negociaciones”? Todos los que hemos participado en la negociación nuclear con Irán hemos sido conscientes de una realidad. Se podían establecer límites cuantitativos: cuántas centrifugadoras, cuánto uranio enriquecido, hasta qué porcentaje se podía enriquecer, volviendo atrás en lo que Irán hubiera hecho en los últimos años. Pero en lo que no se podía volver atrás era en el conocimiento adquirido por los científicos e ingenieros nucleares iraníes (frecuente objeto de asesinatos selectivos israelíes). Esta verdad era más dolorosamente cierta para los que negociamos del año 2021 al 2022 (y otra vez en 2024 con el nuevo gobierno iraní), que para los que lo hicieron entre el 2013 y 2015. Y mucho más que para los que empezaron la negociación en el 2005.
Los ingenieros iraníes dominan ya el ciclo completo del combustible nuclear. También han desarrollado misiles y vectores de lanzamiento con tecnología propia. Estas son dos de las tres condiciones necesarias para que un país pueda desarrollar un arma nuclear. La tercera, la llamada weaponization –la capacidad de miniaturizar y acoplar un dispositivo explosivo en una cabeza militar operativa–, no se ha desarrollado según los servicios de inteligencia norteamericanos (a Trump no le hace falta mentir como a Bush hijo). Pero no es obviamente una barrera técnica insalvable. Es cuestión de tiempo y de voluntad política.
Es en este punto donde el ataque del 21 de junio puede haber sido decisivo. Nunca Estados Unidos había atacado directamente suelo iraní. Este ataque sin precedentes ha mostrado, por segunda vez, al régimen islámico que la diplomacia nuclear es reversible, frágil y vulnerable a los cambios de gobierno en Washington. No habrá una tercera.
Vuelvo a la pregunta anterior, ¿de qué hablan algunos –Francia, Alemania, el Reino Unido y otros– cuando apelan a la necesidad de “volver a la mesa de negociaciones”? No se refieren a lo que ha quedado enterrado y muerto en Fordó o en Natanz, sino a lo que está enterrado y vivo en las cabezas de los ingenieros iraníes. El acuerdo ahora sería un compromiso por parte de Irán de no desarrollar un plan nuclear, incluso para fines civiles, a cambio del levantamiento de sanciones económicas. ¿Es realista esperar que Irán ofrezca ese compromiso? ¿Y que Estados Unidos lo recompense con el levantamiento de sanciones? Washington ha tenido siempre enormes problemas para pasar por el Senado un levantamiento de sanciones a cambio de acciones objetivas como desmantelamiento de centrifugadoras o enviar fuera de Irán el uranio enriquecido. No parece razonable pensar que levantará sanciones a cambio de un compromiso, un papel donde la República Islámica afirmará que “no lo hará más”, una mera declaración de intenciones acompañada quizá de algunas medidas de transparencia simbólicas.
Si en el lado norteamericano este posible acuerdo carece de sentido, en el iraní suena a broma macabra (salvo tácticamente para parar los ataques israelíes). Resulta inconcebible un compromiso de no desarrollar actividades nucleares cuando casi todos los países del Golfo lo están haciendo. Y hacerlo bajo el peso de las bombas. No, la diplomacia nuclear está muerta.
Si Irán decide ahora dar ese tercer paso, la militarización de sus capacidades nucleares, si decide ahora avanzar hacia la bomba, lo hará por una lógica estratégica evidente: nadie bombardea la capital de un país con armas nucleares. El 21 de junio de 2025 podría pasar a la historia no como el día en que se acabó con el programa nuclear iraní, sino como el día en que se forjó, de forma irreversible, un Irán con armas nucleares.