El enemigo de mi enemigo es mi enemigo

Jorge Tamames
 |  30 de septiembre de 2015

Y allí estaban, una vez más, los enemigos íntimos. El alto y el bajo, el bueno y el malo, Vlad y Barry haciendo lo que mejor se les da: posar con cara de circunstancias, forzando los límites de la expresión corporal en un intento de demostrar lo bien que no se llevan. Como era de esperar, no han reservado sus diferencias para una cumbre bilateral o algún aniversario de alguna guerra europea. Llegaron a la ONU con ganas de mostrar que no están de acuerdo. Su encuentro era uno de los platos principales del 70 aniversario de la Asamblea General. El mundo entero pudo observar, de nuevo, que Estados Unidos y Rusia se llevan mal. ¿No lo sabía usted?

Qué cara se les habrá quedado al resto de los asistentes, viendo a las grandes potencias comportarse con la madurez emocional de dos quinceañeros. ¿Cómo salió Ban Ki-moon de la cena con estos dos elementos? Caballeros compórtense, que empiezan lanzándose migas de pan y terminan con misiles intercontinentales.

La acritud entre EE UU y Rusia sería cómica si no resultase tan peligrosa. Y tan gratuita, precisamente ahora que los dos países tienen la oportunidad de enterrar el hacha de guerra y cooperar frenando al Estado Islámico (EI) en Irak y Siria.

 

¿Intereses creados o comunes?

La coalición internacional que lidera EE UU no está logrando derrotar al EI. Desde el inicio de la campaña de bombardeos, a finales de 2014, el grupo extremista ha retrocedido. Pero el gobierno sectario de Irak –al que Washington apoya– continua al borde de la desintegración, en tanto que el gobierno sectario de Siria –al que Washington detesta– ha perdido más del 16% del territorio que aún controla. Para acabar con el EI hacen falta más que bombardeos y operaciones especiales, y en Washington no hay voluntad de enviar soldados tras los fiascos de Irak y Afganistán.

Hace entrada en escena Rusia, con un despliegue contundente. La primera fase de su intervención consta de 2.000 efectivos, actualmente en el puerto de Latakia, al norte de la base naval de Tartús (la última que conserva Moscú en el extranjero). Además de tanques y piezas de artillería, Rusia ha transportado al menos 28 aviones de combate y 14 helicópteros de ataque, imprescindibles para que Bachar el Asad retenga el control del espacio aéreo sirio. Al mismo tiempo, Rusia compartirá inteligencia con Irán, Irak y Siria con el fin de coordinar la intervención contra el EI.

EE UU insiste en que la solución en Siria pasa por derrocar tanto al EI como al régimen de El Asad. Pero Rusia no está dispuesta a sacrificar a su principal aliado en el mundo árabe. Menos aún en vista de la soluciones propuestas por Washington: de los miles de rebeldes a los que EE UU pretendía armar para acabar con El Asad y el EI, solo «cuatro o cinco» reúnen actualmente las condiciones para recibir entrenamiento. Más absurda si cabe es la ocurrencia de David Petraeus, el exgeneral devenido, a juzgar por sus ideas, bombero. Petraeus pretende reclutar a miembros de Al Qaeda para que liquiden a su competencia directa en el mundillo del islam radical.

En el cálculo americano también intervienen factores regionales. El acercamiento inesperado entre Rusia e Irak, que aún depende de asesores estadounidenses para resistir al EI, echa sal sobre la herida que supone perder la iniciativa estratégica  en Oriente Próximo. Siria, además, está en la lista negra de las potencias suníes de la región: en especial de Arabia Saudí, que contempla con pánico la formación de un eje chií desde Beirut a Teherán. El reacercamiento entre EE UU e Irán obliga a Washington a reafirmar su compromiso con el eje suní en Oriente Próximo, con gestos como el apoyo a la intervención saudí en Yemen. O, llegados al caso sirio, la intransigencia ante un El Asad pro-iraní.

Rusia también se juega mucho en esta partida. Como señala Marta Ter, de entre los 20.000 combatientes del EI, más de 2.000 provienen de Rusia. Las repúblicas de Asia central y el Cáucaso, en las que Moscú pretende retener su antigua influencia, se encuentran perennemente desestabilizadas por islamistas radicales. Con 20 millones de musulmanes dentro de sus fronteras y conflictos latentes en Chechenia y Daguestán, Rusia es un blanco fácil para el terrorismo islámico.

Precisamente por eso, la apuesta de Putin es extremadamente arriesgada. Si la presencia rusa no es capaz de apuntalar a El Asad, o si moviliza al islamismo radical contra Moscú, la intervención podría tener un efecto desastroso. “Las grandes potencias siempre parecen más poderosas cuando anuncian una expansión de su actividad en alguna región”, observa Dan Drezner en el Washington Post. “Lo que importa es lo que ocurre después”.

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