Durante décadas, Taiwán ha contado con un poderoso elemento de disuasión frente a China: su famoso “escudo de silicio”. La isla juega un papel central en la industria global de semiconductores y, a través de la empresa TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company), lidera la producción de microchips avanzados. En particular, TSMC ostenta el monopolio de toda una serie de chips de última generación, de los que dependen tanto China como Estados Unidos. Esta interdependencia ha actuado históricamente como uno de varios elementos disuasorios frente a una invasión, blindando a Taiwán tras su ventaja tecnológica. Pekín es consciente de que cualquier conflicto en el estrecho tendría consecuencias devastadoras para su economía. Asimismo, esta dependencia refuerza los incentivos de Washington a intervenir en defensa de la isla, al volverse clave en su rivalidad tecnológica con la República Popular.
Aunque Washington mantiene formalmente su compromiso con la “política de una sola China”, la importancia estratégica de TSMC, entre otros motivos, ha convertido a Taiwán en un activo clave para Estados Unidos en su competición geopolítica con Pekín. Estados Unidos no solo teme el impacto económico de una disrupción en el suministro de chips, sino también las implicaciones estratégicas de que esa capacidad industrial cayese en manos chinas. Este tipo de preocupaciones, en efecto, tensionan la tradicional política de ambigüedad estratégica estadounidense, y acercan progresivamente a Washington a un compromiso más explícito con la defensa de Taiwán. Un reflejo de esta tendencia son las declaraciones de Biden, quien afirmó en varias ocasiones que Estados Unidos intervendría militarmente ante una agresión, pese a los esfuerzos posteriores de la Casa Blanca por matizar sus palabras.
Taiwán y la carrera por la independencia tecnológica
Dicho esto, todas las grandes potencias, incluyendo a Estados Unidos, llevan años buscando reducir su dependencia de los semiconductores producidos en Taiwán. Esta búsqueda de seguridad económica sigue dos caminos que no son excluyentes entre sí: por un lado, atraer parte de la producción de TSMC a suelo nacional; por otro, desarrollar capacidades tecnológicas propias que permitan prescindir, en última instancia, de la isla.
En cuanto a la primera vía, durante la primera administración Trump, TSMC ya se comprometió a invertir 12 mil millones en la construcción de una primera planta de fabricación en Arizona. Posteriormente, bajo el impulso de la administración Biden y su CHIPS Act, la empresa taiwanesa acabó redoblando su presencia en Estados Unidos. Ahora, con el cambio de administración, TSMC ha anunciado una nueva inversión de 100.000 millones de dólares en territorio estadounidense, buscando satisfacer a un Trump que amenazaba con imponer aranceles a Taiwán.
«Las grandes potencias, incluyendo a EEUU, llevan años buscando reducir su dependencia de los semiconductores producidos en Taiwán»
Esta estrategia también se extiende a Europa. En agosto de 2024, TSMC inició la construcción de una fábrica en Dresde, en una inauguración presidida por Olaf Scholz y Ursula von der Leyen. Y no es para menos, ya que la mitad de los 10.000 millones de euros a ser invertidos provienen directamente de las autoridades alemanas. De nuevo, aquí coinciden los intereses empresariales del gigante taiwanés con la agenda de seguridad económica y tecnológica de una gran potencia.
En paralelo, como segunda vía hacia la seguridad económica, tanto Estados Unidos como Europa están apostando por desarrollar capacidades al margen de la propia TSMC. En Estados Unidos, esto se traduce en un renovado apoyo a Intel como campeón nacional en la producción de chips. Así pues, la CHIPS Act, aunque ahora esté cuestionada por Trump, aún contempla más de 8.000 millones de dólares en ayudas para Intel y otros 6.000 millones para la coreana Samsung. En Europa, aunque los esfuerzos están menos consolidados, la European Chips Act del 2023 también está impulsando iniciativas para fortalecer la industria continental en investigación y producción de chips.
Por su parte, China también está fomentando de manera decidida su independencia tecnológica en semiconductores. El China Integrated Circuit Industry Investment Fund, conocido como el “Gran Fondo”, ha recaudado cerca de 100.000 millones de dólares para la financiación y desarrollo de la industria de semiconductores doméstica. Además, más allá del hardware, China está impulsando la innovación en software para sortear los controles de exportación occidentales. Un claro ejemplo es DeepSeek, la inteligencia artificial que sorprendió al mundo hace unos meses. Esta IA ha sido entrenada con chips Nvidia H800, tecnológicamente inferiores a los H100 bloqueados por Estados Unidos. Podemos considerar entonces que los controles de exportación estadounidenses, al forzar a Pekín a acelerar su independencia tecnológica, han abierto más grietas en el “escudo de silicio” taiwanés, haciéndole asumir hoy a China, gradualmente y en tiempos de paz, los costes materiales y económicos que de lo contrario sólo habría enfrentado tras una invasión de Taiwán.
Es cierto, no obstante, que la soberanía tecnológica en chips, bien sea en China, Europa o Estados Unidos, no se logra únicamente con inversión y voluntad política. La fabricación de semiconductores y chips depende de cadenas de suministro hiper-especializadas e hiper-conectadas, con largos plazos de construcción y con numerosos cuellos de botella en diferentes regiones del planeta. (Cabe aquí recordar que ASML, una empresa holandesa, es la única en el mundo capaz de fabricar las máquinas de litografía ultravioleta extrema necesarias para la posterior manufactura de chips avanzados). Aun así, por mucho que este sea un proceso lento y costoso, las inversiones actuales sí apuntan en un sentido claro: hacia un mundo en el que Taiwán ya no será indispensable como hub de chips. Ya hoy en día, esta tendencia está debilitando el “escudo de silicio” de la isla y está alterando de forma significativa cómo China, Estados Unidos y Occidente evalúan los riesgos y beneficios de un posible enfrentamiento militar.
Esto no significa que Washington, en este escenario, carezca por completo de razones para defender a Taiwán. Más allá de TSMC, la isla representa para Estados Unidos un punto estratégico de control contra China en su vecindad más íntima. Si cayera en manos de Pekín, su capacidad de proyección marítima se multiplicaría. Además, Estados Unidos podría verse presionado a actuar por razones de credibilidad global, por no mostrarse débil, o por un impulso nacionalista.
El idealismo estadounidense en repliegue
Al margen de los chips, otros factores que anteriormente respaldaban el compromiso de Estados Unidos con la defensa de Taiwán parecen estar perdiendo peso. La defensa del orden democrático liberal, que fue un argumento central durante administraciones pasadas, ha dejado de ser una prioridad, o siquiera un fin, en la política exterior republicana. De hecho, aunque cierto excepcionalismo liberal sigue profundamente arraigado en el establishment demócrata, también en ese partido gana terreno una visión más contenida, que reconoce, tras el cierre del momento unipolar, los límites del poder americano y aboga por una política exterior más prudente y realista.
Por otro lado, el valor de las alianzas –siempre fluctuante en la tradición estratégica estadounidense– está siendo cada vez más relegado dentro del pensamiento republicano. Incluso quienes defienden con mayor firmeza el apoyo a Taiwán, como Elbridge Colby, lo hacen no por una lealtad sagrada al aliado, o a una democracia amiga, sino por un cálculo estrictamente estratégico: hay que mantener a Taiwán dentro de la esfera de influencia americana para negarle a China la hegemonía regional. Así pues, Colby ha defendido el repliegue de Estados Unidos de Ucrania para concentrar más recursos en el Indo-Pacífico, aunque ello implique debilitar lazos con los aliados europeos. Refrendando a Lord Palmerston, en efecto, parece que Estados Unidos ya no tiene amigos eternos o enemigos perpetuos, sólo intereses permanentes.
En este sentido, Donald Trump va aún más allá. Su enfoque, profundamente transaccional y personalista, ignora por completo el valor de las alianzas a largo plazo. Esta lógica ha quedado más que manifiesta durante las recientes negociaciones de paz en Ucrania, donde la proyección de poder se concibe como un medio para obtener concesiones, acuerdos y beneficios materiales cortoplacistas, no como una herramienta para defender principios como la soberanía territorial, el derecho internacional o la credibilidad de los compromisos dados. Llevándolo al límite y aplicándolo al Indo-Pacífico, este enfoque vuelve concebible –aunque para nada probable– un grand bargain con China a costa de Taiwán, en un gesto casi decimonónico de reparto territorial.
Sin duda, todo esto preocupa en Taipéi. El giro transaccional en la política exterior estadounidense siembra dudas sobre la solidez del compromiso de Washington con la defensa de la isla. En este contexto, el debilitamiento progresivo de su “escudo de silicio” adquiere aún mayor relevancia, reduciendo las “cartas” con las que Taipéi puede contar.
Si, al mismo tiempo, el movimiento independentista taiwanés continúa ganando fuerza –un fenómeno comprensible dada la creciente distancia política y cultural respecto al continente– el riesgo para la seguridad de Taiwán aumentará. Pekín, habiendo vinculado el “rejuvenecimiento de la nación china” con la reunificación de Taiwán, podría verse sometido a crecientes presiones internas para actuar militarmente. A día de hoy, según varias encuestas, la mitad de la población china ya apoyaría una reunificación militar. Haciendo algo de prospectiva, esta proporción no hará más que aumentar si el independentismo taiwanés continúa consolidándose y si el régimen chino, enfrentando una desaceleración estructural de la economía, desplaza su fuente de legitimidad de la eficacia gestora hacia el nacionalismo. Por último, también cabe destacar que el equilibrio militar avanza en detrimento de Taiwán, con una China que ha modernizado sus fuerzas armadas y lleva años preparándose para este escenario. En definitiva, de seguir así las cosas, el futuro no augura nada bueno para Taiwán.
¿Y Europa? Entre Estabilidad, valores y realismo
Con respecto a Europa, conviene ser realistas sobre nuestros intereses en la región. En primer lugar, nuestro interés fundamental es el de asegurar la estabilidad en el estrecho. Un conflicto en Taiwán no solo tendría un impacto devastador en el comercio global, del que tanto dependemos, sino que también podría arrastrarnos a una escalada militar de consecuencias imprevisibles. Para evitar este escenario, Europa debería reafirmar su compromiso con el status quo y la “política de una sola China”, evitando gestos que puedan alimentar tanto el independentismo taiwanés como una escalada por parte de Pekín. Aunque solidarizarse con la democracia taiwanesa es legítimo y natural, este apoyo no puede darse a costa de la estabilidad regional.
«Un conflicto en Taiwán sería devastador para el comercio global y podría llevarnos a una escalada militar de consecuencias imprevisibles»
Europa debe adoptar un enfoque pragmático que contribuya a la sostenibilidad del status quo y reduzca las posibilidades de conflicto en el estrecho. Esto implica desincentivar y tratar de disuadir tanto una agresión por parte de China –incluyendo escaladas en la zona gris– como una deriva unilateral del independentismo taiwanés. En este sentido, la UE solo debería estrechar sus lazos comerciales y militares con Taipéi si este asume un compromiso claro con la estabilidad regional. Así, por ejemplo, en el marco de las conversaciones actuales para un posible acuerdo bilateral de inversión, la UE podría exigir que Taiwán se abstuviese de dar pasos hacia una independencia unilateral. Sólo deberíamos considerar un compromiso más firme y explícito en defensa de la isla si Pekín se convierte en el único agresor.
A largo plazo, Europa podría erigirse como polo mediador entre Estados Unidos y China. Como expuso en estas mismas páginas Josep Borrell, Europa debe seguir una “doctrina Sinatra”, reforzando urgentemente su autonomía estratégica y trazando un camino “a nuestra manera” entre Washington y Pekín. Este camino no significa equidistancia. Europa, aunque a veces no lo parezca, comparte con Estados Unidos intereses y principios fundamentales. Mucho más así que con China. Sin embargo, esta mayor afinidad transatlántica tampoco tiene por qué traducirse en un seguidismo automático, especialmente si las decisiones estadounidenses responden más a pulsiones hegemónicas que a un análisis estratégico riguroso y coherente. Con respecto a Taiwán, una auténtica autonomía estratégica no equivale a neutralidad, sino capacidad para contener dinámicas de confrontación, contribuyendo a preservar el status quo y la estabilidad en el estrecho.
Taiwán, en última instancia, se encuentra en una encrucijada geopolítica cada vez más compleja, con un equilibrio de poder, intereses y estrategias que evoluciona en su contra. La reconfiguración global de la industria de los semiconductores, pasando por la internacionalización de TSMC, así como la transformación de la política exterior estadounidense y la creciente asertividad china, apuntan a un futuro incierto y peligroso para la isla. En este contexto, Europa debe actuar con prudencia y realismo, priorizando la estabilidad en el estrecho y evitando políticas que puedan acelerar una escalada.