El Salvador y su violencia

Sonia Rubio
 |  12 de abril de 2016

Uno de los pocos consensos que existen en El Salvador es que la violencia, que asola al país desde hace décadas, ha ganado la batalla a cada uno de los gobiernos salvadoreños. En 1992, cuando el acuerdo político congeló todo enfrentamiento bélico armado, se pensó que la historia iba a ser diferente. Sin embargo, esa dinámica de relativa tranquilidad duró poco, pues algunas señales de alerta comenzaron a encenderse y dejaron al descubierto que el territorio salvadoreño no se había convertido en el remanso de paz que se esperaba.

Incluso en el primer trienio democrático 1994-96 –cuando la acción de las pandillas era residual en relación con la delincuencia común y el crimen organizado– ya se constataba que la naturaleza de la violencia había mutado su esencia pero no su intensidad. Las tasas de 138,2; 139 y 117,4 homicidios por 100.000 habitantes, en 1994, 1995 y 1996, respectivamente, daban muestra de lo apremiante que era ya la realidad. Es importante aclarar que entonces los sistemas estadísticos de criminalidad adolecían de muchas inconsistencias; por ejemplo, existían multiplicidad de instituciones que medían el mismo fenómeno, no había criterio unificado del hecho a registrar, etcétera. De modo que, según los expertos en la materia, solo desde 2005 se puede comenzar hablar de estadísticas fiables para medir este problema. Sin embargo, los registros, aunque imprecisos en términos estadísticos, resultan útiles para percibir la magnitud del problema.

Salvando ese escollo, lo que sí es cierto es que los datos demuestran que la situación no se modificó con el cambio de siglo. Año tras año, El Salvador presentó cifras catalogadas como “epidemia de homicidios”; según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 10 asesinatos por 100.000 habitantes. Si esto no fuera poco, en 2015 la cifra de homicidios se disparó. Con una tasa de 103 homicidios por 100.000 habitantes, el territorio salvadoreño pasó a ser considerado como el país más inseguro del planeta, con excepción de los que están en conflicto armado.

La frase “es peor que en la guerra”, pasó de ser trending topic a lo largo y ancho del país. Pero lo inquietante es que, por primera vez, este reclamo era veraz. Según El Faro, durante los 12 años que duró la guerra (1980-92), la fuerza armada de El Salvador estimó que el promedio diario de asesinatos había sido de 16 personas; si se realiza la misma estimación para 2015 resultan 18 homicidios diarios.

No obstante, lo más apremiante hoy es la realidad que hay detrás de los fríos datos. La población salvadoreña convive a diario con la amenaza del dolor y la muerte. Con la incertidumbre de si tras la jornada diaria, cada uno de ellos y sus familiares regresaran sanos y salvos a casa, si esta es segura, porque muchos se ven obligados a tomar sus pocas pertenencias y buscar un sitio “más seguro”, engrosando los altos registros de desplazamientos internos. En este sentido, el “Informe global 2015: desplazados internos por conflicto y violencia” detalló que en El Salvador el número de desplazamientos internos a causa de la violencia criminal y las amenazas se acerca a los 300.000.

Bajo tanta zozobra no es extraño que la violencia y la inseguridad se sitúen como la mayor preocupación de la población salvadoreña desde el comienzo del siglo XXI. En esa línea, un año antes del último recrudecimiento de la inseguridad, el Barómetro de las Américas de 2014 reportaba que dos de cada tres salvadoreños identifican la seguridad como el problema más importante del país.

El incremento de la violencia y la inseguridad no solo está afectando a la calidad de vida e incidiendo negativamente en el desarrollo humano, también está generando graves desafíos para la erosionada democracia salvadoreña. Así, el apoyo al régimen y al gobierno, tras casi tres décadas desde que se firmó “la paz”, está en su punto más bajo. Hay un sentimiento de frustración y desencanto con la democracia por parte de la ciudadanía, y cada hecho delictivo incrementa la percepción de que la institucionalidad es incapaz a la hora de resolver los problemas y la demandas de los ciudadanos.

La sociedad salvadoreña se encuentra sumida en una espiral de violencia y desasosiego que hasta ahora ninguno de los gobiernos de la era democrática ha sabido detener. Resulta preocupante que la clase política salvadoreña no reconozca que las acciones adoptadas para menguar lo que es una crisis nacional han sido contraproducentes y que es necesario cambiar de rumbo. En concreto, ni las políticas “de mano dura o supermano dura” aplicadas durante 2003-04, amparadas en una estrategia de populismo punitivo; ni los “concejos de seguridad” creados para elaborar propuestas y la formulación de políticas de seguridad, tanto los de 2005 como los actuales; ni las “treguas entre pandillas” ni las “negociaciones oscuras y secretas” –negociadas presuntamente a partir del otorgamiento de beneficios penitenciarios– han dado resultados. Tras su aplicación no solo no se han reducido los índices de violencia, sino que han aumentado. Por otra parte, el fracaso de las “políticas de seguridad ciudadana” –por darle el beneficio del nombre– se hace patente con el incremento de las empresas de seguridad privada, que están convirtiendo la seguridad en un producto del mercado y fragmentando más a la sociedad.

La inseguridad y la violencia en El Salvador no son problemas nuevos; se han ido “perfeccionando” con el tiempo. ¿Cuántas casas más tendrán que estar de luto para que las autoridades adopten mecanismos eficaces para controlar este flagelo social? ¿Cuándo se darán cuenta de que fortalecer la seguridad exige un equilibrio entre las medidas reactivas y proactivas en la agenda de seguridad? ¿Cuándo se reconocerá que una agenda de seguridad sin correlación en la agenda de desarrollo y viceversa no funcionará? De continuar en este rumbo, con la adopción de “soluciones cosméticas” que únicamente buscan la movilización electoral, será imposible dar con una solución pacífica a la convivencia en El Salvador. Mientras tanto, nada cambiará y, como dijo Roque Dalton en uno de sus poemas: “Ser salvadoreño es ser medio muerto/ eso que se mueve/ es la mitad de la vida que nos dejaron”.

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