El sueño de Bolívar: el poder vitalicio

Luis Pásara
 |  27 de agosto de 2015

Tras proponer sin éxito instituciones vitalicias en Venezuela y Colombia, Bolívar logró en 1826 incluirlas en la Constitución del país que adoptó su nombre: Bolivia. Don Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Ponte Palacios y Blanco escribió entonces: “El presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución como el Sol que, firme en su centro, da vida al universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita, más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas”.

Como “sistemas sin jerarquías” tal vez aludiera a la democracia. En todo caso, el sueño de Bolívar incluyó el presidente vitalicio como eje de todo. Pero el despertar no tardó. Cinco años después de entrar en vigencia, la Constitución boliviana fue sustituida. Y la “constitución vitalicia” que también fue adoptada en Perú duró apenas siete semanas.

Si el presidencialismo que ha cultivado América Latina replica el centralismo colonial, la propuesta de una fórmula intermedia entre monarquía y república tomó cuerpo en la figura de un presidente vitalicio que fue concebida a imagen y semejanza del soberano desplazado por las declaraciones nacionales de independencia. Se sostenía que el nuevo sistema político necesitaba una figura central fuerte para evitar el riesgo de que la república desembocara en la anarquía.

Las constituciones que recogieron la fórmula no duraron. Pero la idea perduró en líderes y ciudadanos como la aspiración a contar con una figura providencial, un salvador, un hombre (no una mujer, claro) que podía tener (o no, según las circunstancias) origen electoral pero debía permanecer en la cúspide del poder hasta su muerte, momento para el que –como previó Bolívar para la Constitución boliviana y procedió luego Chávez en Venezuela– debería haber designado un sucesor.

La lista de aspirantes a la pervivencia en el poder ha ido creciendo en la región. Todos los regímenes llamados populismos han girado en torno a estos redentores de la patria. Desde el punto de vista legal, el principal obstáculo erigido fue la prohibición de la reelección, que la Revolución Mexicana consagró como garantía de supervivencia del régimen político, al evitar conflictos entre los múltiples caudillos con apetito de perpetuarse en el gobierno. En los años noventa, Carlos Saúl Menem en Argentina y Alberto Fujimori en Perú promovieron desde el gobierno –por diferentes vías– una reforma constitucional para hacer posible la reelección que mantuvo a ambos durante 10 años en el ejercicio del poder.

Los gobiernos “bolivarianos” de hoy son herederos de la fantasía del libertador: han dado pasos progresivamente hacia la presidencia vitalicia. El inicial ha sido convencer a la opinión pública de la necesidad de sustituir la Constitución como primera piedra de una refundación nacional. Venezuela, Bolivia y Ecuador se inscribieron en esa ruta, sumando a la creencia de que el cambio de la realidad pasa por modificar las leyes, la ingenuidad ciudadana y el cinismo de los líderes.

Entre el alboroto y el bullicio que acompañan a la discusión constituyente en torno a diversos asuntos, lo importante –para los aspirantes a gobernantes vitalicios– es la aprobación de un solo artículo: el que los faculta a la reelección inmediata. En el texto constitucional de inicio, esa renovación del mandato gubernamental resulta autorizada por una sola vez. Consumada la primera renovación de mandato, en los tres países “bolivarianos” se ha recurrido a alguna fórmula para ir a una reelección adicional.

En Venezuela, Chávez abrió el camino. Elegido en 1999, promovió la aprobación de una nueva Constitución, con la cual fue a una nueva elección que le permitió iniciar un segundo periodo en 2001. Seis años después, fue reelegido para un tercer periodo. Promovió entonces una reforma constitucional que abría paso a otra reelección pero su propuesta fue derrotada junto a varias reformas sometidas a consulta popular. En 2009 el gobierno realizó otro referéndum que tuvo como único tema autorizar sin límites la reelección del presidente; aprobada la propuesta, Chávez fue reelegido pese a su estado de salud e inició en 2013 un periodo más, que no pudo concluir. Su muerte le impidió completar 15 años en el poder.

En Bolivia, Evo Morales fue elegido en diciembre de 2005 y promovió también una nueva Constitución con la que fue a una nueva elección en 2008. En 2013 la Asamblea Legislativa dictó una ley interpretativa que disponía que los dos periodos sucesivos, autorizados constitucionalmente, se contabilizaran a partir del dictado de la Constitución y que, en consecuencia, el primer periodo de gobierno de Morales no contara a los efectos de una nueva reelección. El Tribunal Constitucional Plurinacional, en decisión políticamente vergonzosa y jurídicamente insostenible, confirmó la constitucionalidad de la interpretación. En octubre de 2014 Morales fue elegido por tercera vez, de modo de llegar a completar 14 años en el poder.

Mientras en Colombia acaba de restaurarse constitucionalmente la prohibición, en Ecuador se va a una reforma constitucional para que Rafael Correa –siete años en el cargo– sea elegido para un cuarto periodo. A tal efecto, la Corte Constitucional ratificó en octubre de 2014 la interpretación gubernamental de que esta reforma no requiere aprobación en referéndum: basta que la autorice la Asamblea Legislativa, en la cual el partido de gobierno avala todo lo que Correa dispone. El líder no se expone así al desaire popular que podría significarle un “no” en una consulta popular.

Salvo que los ciudadanos –o el azar– lo impidan, probablemente en ambos países se admitirá después, como en Venezuela, la reelección indefinida, denominación adoptada por la presidencia vitalicia. El sueño de Bolívar hecho realidad.

A favor de la adicción al poder y el sueño vitalicio concurre una ciudadanía que, en unos casos, mantiene la esperanza de encontrar a su gran bienhechor para encumbrarlo como vitalicio y, en otros, se resigna ante un pobre menú de ofertas electorales y decide votar por el “malo conocido”. Es que aún vivimos en el perverso sueño de Bolívar.

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