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El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, llega a la segunda jornada de la cumbre de la Unión Europea en Bruselas el 25 de junio de 2021. ARIS OIKONOMOU. GETTY

Europa frente a Orbán

La ley anti-LGTBI puede haber supuesto una ‘línea roja’ que haya hecho a los Estados miembros darse cuenta del riesgo existencial que el autoritarismo de Hungría supone para la UE. Pero hay que evitar estigmatizar al país.
Guillermo Íñiguez
 |  28 de junio de 2021

La incesante cruzada de Viktor Orbán contra la democracia liberal ha vivido su último episodio con la adopción de una nueva ley que impide, entre otras cosas, la “exposición” y “promoción” de la homosexualidad entre menores de edad. La reacción de la Unión Europea ha sido tajante: Ursula von der Leyen, tradicionalmente reacia a criticar la deriva autoritaria de Polonia y Hungría, adoptó un tono inusualmente duro, tildando el proyecto de ley de “vergonzoso” y anunciando acciones legales si el gobierno no rectificaba. En la cumbre del Consejo Europeo, que varios periodistas describieron como una de las más tensas de los últimos años, el primer ministro holandés, Mark Rutte, “invitó” a Orbán a activar el artículo 50 del Tratado de Unión Europea (TUE), retirando a su país de la Unión si no compartía sus valores.

 

¿El fin de la ‘omertà’ europea?

En gran medida, la ley anti-LGTBI no supone ninguna novedad: el gobierno de Orbán, que según escribe Christian Davies en Prospect “no acepta, reconoce o parece entender los valores más básicos de la democracia liberal”, lleva años persiguiendo a sus distintas minorías: primero étnicas, luego religiosas y ahora sexuales. Desde un punto de vista jurídico, todo parece indicar que la ley seguirá el mismo camino que tantas otras en los últimos años –sobre la independencia judicial, sobre ONG o sobre su política de asilo–. Será recurrida por la Comisión y tumbada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), y mostrará, una vez más, las limitaciones de unos tratados diseñados para remediar violaciones técnicas de reglamentos y directivas, pero no violaciones sistémicas del Estado de Derecho.

Más interesante, sin embargo, ha resultado la reacción política y mediática a lo largo y ancho del continente, facilitada, en gran medida, por la celebración de la Eurocopa y por la torpeza política de la UEFA. Todo comenzó con la solicitud del alcalde de Múnich, Dieter Reiter, para iluminar el Allianz Arena con los colores LGTBI durante la celebración del partido de fútbol entre Alemania y Hungría. Dicha propuesta fue rechazada por la UEFA, cuyo error de cálculo produjo el efecto contrario al que buscaba: los estadios de la Bundesliga alemana se iluminaron con los colores arcoíris; numerosos gobiernos, clubes de fútbol y jugadores mostraron su apoyo público; y la Bild Zeitung, el diario más leído de Alemania, lució una portada con la bandera arcoíris. El primer ministro húngaro, denunciando una campaña “ideológica” contra su gobierno, canceló su viaje a Múnich para seguir el partido en persona.

Más allá de las críticas a la UEFA, la movilización social ante la ley húngara muestra una creciente concienciación sobre la realidad política en Hungría y en Polonia. Ello puede tener un efecto positivo: además de las inusitadas declaraciones de la Comisión y de un probable recurso ante el TJUE, 16 Estados miembros rompieron su tradicional omertà hacia Orbán posicionándose abiertamente contra la ley, denunciando una violación de los tratados y reclamando su retirada. La ley anti-LGTBI, en otras palabras, puede haber supuesto una “línea roja” que haya hecho a los Estados miembros darse cuenta del riesgo existencial que el autoritarismo de Hungría y Polonia supone para la UE. Sin embargo, la ferocidad del debate público en los últimos días conlleva otro riesgo: que la lucha contra el iliberalismo de Orbán desemboque en una aparente guerra contra Hungría. En otras palabras, que las instituciones comunitarias tomen la parte por el todo, en una sinécdoque política que termine jugando a favor del propio Orbán.

 

Un horizonte electoral complejo

Pese a sus 15 años de gobierno –facilitados, en gran medida, por sucesivas reformas electorales al más puro estilo de gerrymandering americano–, la población húngara no es ni mucho menos unánime en su apoyo a su primer ministro, como detalla el periodista Paul Lendvai en su biografía de Orbán. Según el último Eurobarómetro, por ejemplo, los húngaros confían más en las instituciones comunitarias que la media europea (59% frente a 49%); tienen una imagen más positiva de Bruselas que de su propio gobierno (59% frente a 39%); y se sienten más europeos que la media (82% frente a 74%). Asimismo, en Budapest gobierna, desde hace dos años, el político verde Gergely Karácsony, que ha usado la alcaldía para atacar las políticas reaccionarias del gobierno central: en las elecciones parlamentarias de 2022, de hecho, Karácsony liderará una coalición anti-Orbán formada por seis partidos que en 2018 obtuvieron el 46,5% de los votos. Según numerosos observadores internacionales, dichas elecciones –cuyos sondeos arrojan un panorama cada vez más igualado– pueden ser la última oportunidad para desbancar a Orbán.

Una victoria de la oposición en 2022 dependerá, entre otras cosas, de dos factores: de la participación en ciudades como Budapest –donde, como sucede en Polonia o en Turquía, reside el electorado más liberal– y de la captación de un electorado más conservador, que en 2018 se decantó por Fidesz pero que puede ver con buenos ojos una amplia coalición encabezada por Karácsony. Es precisamente este electorado al que Orbán busca retener mediante decretos como el anti-LGTBI, que le permitan erguirse como el último bastión de unos “valores cristianos” socavados por Bruselas. Visto el precedente polaco –donde en 2020 la oposición se quedó a las puertas de desbancar al presidente Andrzej Duda–, y como hiciera Duda en su día, Orbán está radicalizando sus políticas y su retórica a medida que se acercan los comicios. En otras palabras, escribe Naomi O’Leary en el Irish Times, la ley anti-LGTBI forma parte de la precampaña de un Orbán que busca mantenerse en el cargo a toda costa.

 

Tomar la parte por el todo

Es aquí donde la Unión Europea debe ser cauta, midiendo las consecuencias nacionales de su comunicación política. Por una parte, ha de mostrarse tajante ante la ley anti-LGBTI y el autoritarismo húngaro, utilizando los numerosos instrumentos jurídicos a su alcance, incluido el famoso mecanismo de condicionalidad aprobado el año pasado, recurrido por Hungría y Polonia y que todavía no ha sido activado por la Comisión. Frenar a Orbán también requerirá reconocer algunas realidades más incómodas: por ejemplo, que Von der Leyen preside la Comisión gracias a una alianza entre Emmanuel Macron y Orbán para desbancar al socialdemócrata Frans Timmermans; o que la pasividad de la UE ante el grupo de Visegrado responde en gran medida a su relación comercial con Alemania, cuyas principales empresas dependen de países como Hungría o Polonia en sus cadenas de producción.

 

«Europa no puede dejarse llevar por la retórica belicista de Rutte, convirtiendo su guerra contra el autoritarismo de Orbán en una aparente campaña contra Hungría en su totalidad»

 

Sin embargo, Europa no puede dejarse llevar por la retórica belicista de Rutte, convirtiendo su guerra contra el autoritarismo de Orbán en una aparente campaña contra Hungría en su totalidad. Las pitadas al himno húngaro en el partido contra Alemania; los gritos de “justicia poética” tras su eliminación, transformando a la selección húngara en la embajadora de facto de las políticas homófobas de su gobierno; o la propia amenaza proferida por Rutte pueden ser contraproducentes a medio plazo, generando una narrativa que juege a favor de Fidesz y otorgue nuevos argumentos nacionalistas a un Orbán que, desde hace años, denuncia una caza de brujas contra su país y sus ciudadanos.

La Comisión y el Consejo hacen bien en tomarse en serio –por fin– la crisis húngara. Sin embargo, la Unión ha de ser prudente. Una comunicación política eficaz no estigmatizará a Hungría como la antítesis de los valores europeos ni “invitará” a Orbán a retirar a su país de la Unión, dejando desprotegidos a sus 10 millones de ciudadanos. Por el contrario, activará el mecanismo de condicionalidad, recurrirá los despropósitos jurídicos de su gobierno, defenderá los derechos de sus ciudadanos LGBTI y apoyará los esfuerzos de la sociedad civil en un país con una oposición democrática cada vez más mermada. En otras palabras, reconocerá, en palabras de Von der Leyen, que existen “10 millones de razones” para mantener a Hungría en la UE, y mostrará a dicha población –heterogénea y mayoritariamente europeísta– que la Unión no es el enemigo externo que denuncia su presidente, sino su mejor aliado contra el autoritarismo de su propio gobierno.

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