Homenaje improvisado a John McCain cerca de su oficina de Arizona. GETTY

Sobre héroes en tumbas: el mito de McCain

Jorge Tamames
 |  27 de agosto de 2018

No es novedad señalar que, ante la muerte anunciada de un personaje célebre, el 99% de las reacciones públicas están pautadas. Declaraciones oficiales, obituarios y reportajes –por lo general edulcorados– se suceden con previsibilidad soporífera durante la siguiente semana. Pero el caso de John McCain es distinto. Desde que se reveló, en julio de 2017, que el senador por Arizona padecía un agresivo cáncer cerebral, la prensa en Estados Unidos entró en modo panegírico. Tras 13 meses construyendo el mito póstumo de McCain, el fin de su agonía llega como clímax de este bombardeo informativo. Necrología pletórica: periodistas y expresidentes, republicanos y demócratas, americanos y europeos unidos por última vez para loar al difunto senador.

Conviene no hablar mal de los muertos y el fallecimiento de McCain debe de ser una dura noticia para su familia y amigos. La paz sea con ellos. Para el resto de nosotros, no obstante, el senador era un personaje público influyente. Su memoria difícilmente puede ser honrada si se maquilla hasta volverla irreconocible.

El mito de McCain se construye en torno a dos ejes fundamentales. El primero es su condición de héroe de guerra. Al margen de lo moralmente reprensible que resultase participar en Rolling Thunder –la campaña aérea contra Vietnam del Norte, en la que murieron decenas de miles de civiles–, a McCain, joven piloto derribado en 1967 mientras bombardea Hanoi, hay que reconocerle un valor admirable como prisionero. Sus captores le torturan salvajemente –nunca podría volver a levantar los brazos por encima de los hombros–, pero se niega a ser liberado cuando descubren que su padre, un almirante reconocido, dirige el Mando Pacífico de la marina. McCain no quiere otorgarles un éxito propagandístico ni ser liberado antes que otros compañeros de filas. El resultado es un cautiverio de cinco años.

El segundo pilar del mito McCain es su independencia frente al Partido Republicano. Ocasionalmente crítico con su partido y consigo mismo, y acostumbrado a realizar declaraciones contundentes, no tardó en ganarse una admiración poco decorosa por parte de la prensa. A ello se unía un civismo que ha dejado de ser moneda común en EEUU. Defendió al candidato demócrata John Kerry cuando se le acusó, falsamente, de mentir sobre su servicio en Vietnam; en 2008, ya como candidato presidencial, rebatió a una votante que creía que Barack Obama era árabe, aclarando que su rival era un hombre decente (respuesta que, todo sea dicho, se presta a interpretar que los árabes no lo son).

Con la llegada al poder de Donald Trump –con quien McCain mantuvo un enfrentamiento desde 2015, cuando cuestionó públicamente sus galones–, la adulación de la prensa alcanzó niveles apoteósicos. Jake Tapper tal vez sea el mejor ejemplo de esta tendencia. Tras el enésimo ninguneo de Trump a McCain, el presentador de CNN, en un ejercicio de servilismo notable, sintió la necesidad de rendirle pleitesía en público por promover un aumento del gasto militar.

 

 

Se ha señalado reiteradamente que la imagen de McCain como político independiente (maverick) era un espejismo. Sus votos en el Senado se alineaban con las preferencias de Trump en un 83% de ocasiones. Durante su larga carrera legislativa (cuatro años en la Cámara Baja, 31 como senador), McCain se comportó como un republicano ortodoxo: enemigo del derecho al aborto y dispuesto a restringirlo cuanto fuera posible, partidario de las armas de fuego, opuesto a las sanciones a la Suráfrica del apartheid, a favor de la desregulación económica y la disciplina presupuestaria (siempre que no afectase a las fuerzas armadas).

Habida cuenta de que los republicanos son los principales artífices de la polarización que aflige a EEUU, la lealtad de McCain al partido casa mal con su encumbramiento como modelo de civismo. Lo mismo puede decirse de su campaña presidencial en 2008: al elegir como vicepresidenta a la inefable Sarah Palin, insufló vida al ala más radical del Partido Republicano, que posteriormente fundaría el Tea Party y llevaría a Trump a la Casa Blanca. En cuanto a este último, salvando dos votos relativamente importantes en los que rompió con el presidente, la oposición del senador se ha basado en gestos retóricos y puyas discursivas.

Si la carrera de McCain destacó por algo, fue su apuesta constante por el militarismo. Aunque se opuso con valor al régimen de tortura que inauguró Bush, McCain jamás encontró una guerra que le desagradase. Exigió intervenciones militares en Afganistán, Irak (tanto en 1990 como en 2003, si bien terminó por reconocer la segunda como un error), Libia, Siria, Georgia, Yemen, Corea del Norte y Ucrania –donde se personó para promover las protestas contra Viktor Yanukovich, posando junto a políticos de extrema derecha–. Entre esta larga lista, Irán destaca como su Moby Dick. Una ballena blanca a la que McCain perseguiría con pasión e irresponsabilidad, incitando a bombardear el país al ritmo de los Beach Boys.

 

Países en los que McCain exigió intervenciones militares de EEUU. Fuente: Mother Jones.

 

McCain como símbolo de una época que agoniza

Este espectáculo funerario revela algunos de los problemas que han convertido EEUU en una democracia disfuncional. El primero de ellos es la relación incestuosa entre periodismo y política. Nadie imaginaría, leyendo el torrente de elogios sobre McCain, que el senador se había convertido en una figura poco apreciada en su partido. Con la aprobación del 88% de sus votantes, su némesis Trump es tremendamente popular entre republicanos. La cobertura actual refuerza la noción, extendida entre muchos estadounidenses, de que los periodistas no son más que unos arribistas conchabados con las élites y desprecian al ciudadano medio. En el caso de McCain –que acostumbraba a referirse a la prensa como “mi base electoral”–, esta imagen está más que justificada.

Algo similar le ocurre al Partido Demócrata. Los aplausos desmedidos no han venido exclusivamente de políticos centristas como Kerry o Hillary Clinton, sino también de Bernie SandersAlexandria Ocasio-Cortez, la joven promesa socialista, que describió su legado como «un ejemplo sin igual de decencia humana y servicio a Estados Unidos». La obsesión por rehabilitar a cualquier republicano que se oponga cosméticamente a Trump es una pésima estrategia electoral, pues ahonda en la imagen popular de unas élites ombliguistas y desdeñosas hacia sus votantes. Trump es un producto de la derecha estadounidense y su partido –McCain incluido– merece ser retratado como cómplice de una presidencia desastrosa. Ayer no era el día para señalarlo, pero tampoco para volcarse en una oda banal a las virtudes cívicas.

Lo que se palpa, en última instancia, es un afán desmedido por ensalzar el valor supremo de las formas en democracia. McCain es un icono sugerente de la época en que vivimos, donde la política se ha reducido a una competición simbólica y gestual porque las grandes cuestiones de fondo apenas se pueden modificar. No sorprende, por lo tanto, que prime el énfasis por la teatralidad y lo superficial. Ni que muchos ciudadanos, hartos de tanta impostura, prefieran apoyar a Trump.

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