Acceso a internet mediante cables de fibra óptica.

Apagar internet, o cómo suprimir derechos en la red

José Luis Marín
 |  24 de agosto de 2018

A principios de agosto, la mayor parte de la región Ogaden de Etiopía, situada al este del país, se quedó sin internet durante cuatro días. También perdieron la conexión localidades fronterizas con esta región, la segunda más grande de la república federal. El Gobierno de Abiy Ahmed, en poder desde abril de este año, fue el responsable del corte. El apagón pareció justificarse –aunque no hay versión oficial– por la tensa situación étnica que atraviesa la zona, sometida a protestas de la población somalí e incidentes civiles en las últimas semanas.

Etiopía cuenta con un amplio historial de interferencias gubernamentales en el acceso a la red. Según informó Amnistía internacional hace tres años, tras el inicio de las protestas contra el anterior Gobierno en noviembre de 2015, el uso letal de la fuerza se vio acompañado de una campaña gubernamental de censura y bloqueo de redes sociales y otros servicios tecnológicos, así como un apagón masivo de la red en agosto de 2016.

Los cortes de internet se han convertido en herramientas más que recurrentes en todo el mundo para controlar, silenciar o cegar a poblaciones civiles. En Etiopía, el único operador telefónico del país –el segundo más poblado de África– es un monopolio público. Sin embargo, lo más habitual es que los apagones precisen de otros actores para llevarse a cabo, como las grandes compañías de telecomunicaciones –muchas de ellas occidentales– que ceden ante las presiones de distintos gobiernos. También las tecnológicas, cuando los cortes o la censura se produce de forma selectiva en distintos servicios. O incluso los gobiernos foráneos, que se encargan de promover iniciativas sobre libertades digitales mientras desarrollan actividades censurables en este ámbito en su propio territorio.

Entre 2016 y 2017, la organización para la defensa de los derechos digitales Access Now documentó en África hasta 29 apagones de internet. En la región anglófona de Camerún hubo cerca de 230 días de cortes interrumpidos. Malí, que ha afrontado un periodo de elecciones, también registró importantes apagones en el acceso a la red. Los datos de los distintos servicios de medición sobre estos cortes son contundentes:

 

oracleDescenso en la conectividad en Malí en agosto de 2018, durante el periodo de elecciones / Fuente: Oracle Cloud Infrastructure.

googleDescenso en las búsquedas en Google durante las protestas de agosto de 2016 en Etiopia / Fuente: Google Transparency Report

 

África no es, ni mucho menos, un caso aislado a la hora de poner en práctica este tipo de censura y control. Access Now, que define los apagones como “interrupciones intencionadas de internet o las aplicaciones para controlar lo que las personas hacen o dicen”, ha recopilado entre 2016 y junio de 2018 cerca de 260 cortes masivos de red en todo el mundo. Asia es de largo el continente donde más suceden (143). La extensión del territorio, el volumen de población, los conflictos en lugares como Siria o Yemen, el dominio de China o el hermetismo de los regímenes como el de Irán y Corea del Norte pueden ser algunos de los motivos para la preponderancia de estas prácticas.

Estos hechos no explican, sin embargo, las cifras que apuntan a otros lugares en los que el contexto político y social es muy distinto. El proyecto internetshutdowns.in lleva años documentado una alta cantidad de apagones en India –muchas veces considerada la democracia más grande del mundo. En 2018, la plataforma ha recogido casi 100 incidentes de distinto rango relacionados con cortes en la red en el país. También señala las contradicciones en que incurre el gobierno: mientras se ponen en marcha ambiciosas iniciativas de desarrollo tecnológico, se justifican los apagones como necesidades de seguridad nacional ante la ausencia de alternativas viables.

Access Now ha recogido los argumentos gubernamentales que suelen usarse para poner en marcha estas medidas: seguridad pública; dispersión de información falsa o contenido ilegal; saneamiento del sistema de exámenes de acceso a la universidad, en aparente riesgo por los protocolos de fraude masivo… El problema, asegura la plataforma, es que estas excusas se han vuelto tan comunes entre gobiernos de bajo rango democrático o signo dictatorial que ya difícilmente pueden sonar convincentes, ni siquiera bajo las lógicas securitarias más blandas –el supuesto control del fraude en periodo de exámenes se ha usado en lugares tan distintos como Argelia, India o Etiopia–.

 

El control de la red y la participación de otro actores

En julio de 2016, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU aprobó una resolución en la que llamaba la atención a los gobiernos que cortan o dificultan el acceso a internet de sus ciudadanos y declaraba que los mismos derechos que se poseen en el mundo offline necesitaban ser protegidos en la red. Pese a no ser vinculante, la declaración no terminó de convencer a algunos países como China, India, Rusia, Sudáfrica o Arabia Saudí. Estos Estados presentaron enmiendas al contenido, más allá de que la petición del organismo se limitaba a reclamar la consideración de un enfoque, el de los Derechos Humanos, en el desempeño del acceso a internet.

Si bien los problemas que están surgiendo en torno a los apagones masivos afectan en su mayoría a dictaduras o zonas inestables, estos fenómenos no pueden circunscribirse a la acción concreta de gobiernos autoritarios. Primero, porque los apagones, cortes y limitaciones también ocurren en países con mayor recorrido democrático. En Brasil, por ejemplo, la judicatura ha ordenado repetodamente la suspensión del servicio del Whatsapp por la negativa de la empresa a revelar informaciones relacionadas con investigaciones. En España, muchas de las organizaciones anteriormente nombradas se mostraron preocupadas con las medidas judiciales y policiales adoptadas sobre internet durante la votación del 1 de octubre en Cataluña.

También porque los cortes precisan de otros colaboradores, como grandes compañías transnacionales, que ceden o negocian frente a las autoridades. Y, en última instancia, porque los apagones no se pueden desligar de otras tendencias globales relativas a internet, como la preponderancia e influencia, en muchas ocasiones monopolista, de las tecnológicas, el espionaje masivo, la neutralidad de la red o el uso de fake news y desinformación. Todas ellas, muchas veces situadas más cerca de las lógicas de seguridad y poder que de la defensa de los derechos humanos y las libertades civiles.

Sin ir más lejos, el mismo marco que solicitaba Naciones Unidas en su resolución es el que sustenta los principios de la Global Network Initiative, una plataforma fundada en 2008 y que con el paso de los años se ha convertido en un enorme agregador de compañías de telecomunicaciones, tecnológicas, grupos de investigación, ONG y organizaciones para la promoción de la libertad de expresión en internet. En su propia página web hacen especial hincapié en las peticiones que reciben muchas de estas empresas por parte de gobiernos para cerrar los servicios de internet en determinadas zonas o facilitar datos de los usuarios. Algunos de sus estudios e informes aportan datos de mucho valor.

Pero la participación y promoción por parte de grandes empresas de telecomunicaciones y tecnológicas en estas plataformas no ha frenado los numerosos casos en que persiste la connivencia del sector con los gobiernos empeñados en limitar los derechos de la población. En 2011, tras los levantamientos en Egipto y la posterior primavera árabe, Vodafone, a través de su filial en el país, se vio envuelta en una polémica tras ceder a las presiones del régimen de Hosni Mubarak para apagar los servicios e internet. Según recogió The Guardian, la compañía llegó a enviar mensajes progubernamentales automatizados a sus clientes a través de sus servidores.

Tras los distintos cambios de gobierno, los levantamientos fallidos y el golpe de estado de 2013, Egipto ha seguido empleando cortes de servicios y apagones masivos. Si bien la mayoría de ellos se han justificado en términos de seguridad nacional, apelando a las numerosas intervenciones militares en la península del Sinaí, también ha levantado polémica el interés comercial y la connivencia de las empresas con estas prácticas. En 2015, Vodafone Egipto puso en duda la legalidad del servicio de llamadas de voz de Whastapp y presionó al gobierno por el impacto financiero de este servicio. Hace apenas un año, en abril de 2017, el país suspendió los servicios de mensajería de voz a través de aplicaciones y redes sociales aduciendo, una vez más, motivos de seguridad. Esto no frenó la sospecha de que también existían incentivos locales para las empresas de telecomunicaciones.

Otro ejemplo de cómo se cruzan los intereses de las grandes compañías, la defensa de libertad de expresión y prácticas cuestionables es la iniciativa de investigación Ranking Digital Rights (RDR). La plataforma publica cada año un extenso informe sobre el desempeño y las buenas prácticas de las grandes compañías de telecomunicaciones del mundo. En este caso se incluye a las grandes tecnológicas del ámbito de internet. En su último índice, publicado en abril de este año, RDR analizó 22 de estas empresas, entre las que se encontraban Apple, Google, Microsoft, Vodafone y Telefónica. Apenas seis de ellas conseguían superar el 50% de valoración en el índice genérico. Y de esas seis, solo una, Vodafone, pertenecía al sector telecomunicaciones. En el apartado dedicado a los apagones en la red, solo Vodafone y Telefónica alcanzaban una valoración del 50%. El informe, por otro lado, se muestra más benévolo con las tecnológicas: Facebook y Twitter superan el 50% en la valoración genérica, mientras que Google y Microsoft se situaban por encima del 60%.

El RDR está promovido por el Open Technology Institute de New America, un think thank con base en Washington y entre cuyos donantes están prácticamente todos los grandes actores del universo filantrópico –Bill & Melinda Gates, Open Society, JPMorgan Chase Foundation, Ford, etc.–, así como la gran mayoría de la tecnológicas que aparecen en el estudio. En 2017, el think thank levantó controversias cuando unos de sus equipos, Open Markets, publicó un comunicado alegrándose de la alta multa que la Comisión Europea había impuesto a Google por traspasar diversas barreras relacionadas con el ejercicio del monopolio. A las pocas horas, el post fue retirado y vuelto a publicar en la web de la organización; unos días después, el programa fue dado de baja y su jefe despedido. Según parece, New America pudo ceder ante las presiones y el enfado de Eric Schmidt, ex CEO de Google, ex consejero de Apple, multimillonario y antiguo presidente del propio think tank.

Curiosamente, las enormes capacidades que Google ha ido adquiriendo por su preponderancia en el mercado también han facilitado en ocasiones el ejercicio de la libertad de expresión a. Pero tan rápido aparecen estas herramientas como pueden desaparecer. En abril de este año, varios medios de comunicación se hacían eco de cómo Google y Amazon –ausentes en la mayoría de declaraciones sobre Derechos Humanos– habían decidido acabar con su servicio de domain fronting sin apenas explicaciones. El proceso, bastante técnico, consiste en dirigir y filtrar comunicaciones y actividades online a través de la estructura de estas empresas y sus servidores. Esto supone que, para frenar ciertas actividades, los censores tienen que bloquear todos los servicios de estas empresas donde se esconden los datos, con los potenciales costes sociales y económicos.

En una tribuna publicada por The New York Times en 2014, el propio Eric Schmidt explicó cómo funcionaban este tipo de tecnologías, sus beneficios, los esfuerzos para mejorarlas y en última instancia, la necesidad de la colaboración publico-privada para financiarlas. Algo con lo que también empezó a insistir el gobierno de Estados Unidos a partir de 2010, y que quedó en evidencia tras las revelaciones de Edward Snowden un par de años después.

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