Italia y los demócratas que no amaban la democracia

Jorge Tamames
 |  30 de mayo de 2018

Dos noticias que se entienden mejor juntas. La primera es un estudio de David Adler, publicado recientemente en The New York Times. Agregando estudios de opinión pública, Adler ha llegado a una conclusión aparentemente desconcertante. Contra la narrativa que presenta a partidos “populistas” de izquierda y derecha como una amenaza a la democracia representativa, son precisamente los votantes centristas o moderados los que muestran una actitud más escéptica hacia instituciones y procesos esenciales de cualquier democracia, incluida la propia deseabilidad de este sistema de gobierno. La democracia liberal, teóricamente amenazada desde los extremos, se vería erosionada desde un centro que se proclama demócrata pero se comporta de manera elitista.

Segunda noticia: el bloqueo del presidente italiano Sergio Mattarella a la nominación del euroescéptico Paolo Savona como ministro de economía. Un gesto que bloquea la formación de un gobierno de coalición entre la Lega y el Movimiento Cinco Estrellas. Dos “populismos” pujantes –el primero filo-fascista, el segundo ecléctico y confuso– frenados por un anciano jefe de Estado democristiano. Tras pronunciar un discurso europeísta y alegar que el ministerio de Economía es clave para establecer la credibilidad entre «los operadores económicos y financieros», Mattarella ha encargado la formación de un nuevo gobierno a Carlo Cottarelli. Antiguo funcionario del Fondo Monetario Internacional y experto en ajustes de presupuesto, Cottarelli es profesor en la influyente Escuela de Bocconi, de la que salió la versión europea de los Chicago Boys. Un historial que le ha valido el apodo “Mr. Tijeras”.

La injerencia presidencial en la formación de gobiernos italianos es un motivo recurrente de controversia. Hace exactamente cuatro años, el historiador británico Perry Anderson dedicó un ensayo lacerante a Giorgio Napolitano, predecesor de Mattarella, que maniobró entre bambalinas hasta lograr la defenestración de un Silvio Berlusconi sin ganas de aplicar las políticas de austeridad exigidas desde Berlín. Con una presidencia que no es ornamental y un poderoso Parlamento regido por un bicameralismo perfecto, Italia es el país de los gobiernos débiles (van 66 desde 1945). Incluso así, Mattarella ha situado el país al borde de una crisis constitucional.

La cuestión no es solo que el presidente se extralimite, sino que ignora las consecuencias de sus actos. Con su bofetada a los vencedores de las elecciones generales de marzo, Mattarella envía un mensaje diáfano: los italianos han votado mal. En vista de su error, el país contará con otro primer ministro que accede al poder mediante maniobras palaciegas –van tres consecutivos–. Con este bloqueo tecnocrático, Mattarella cae de lleno en la trampa del ultraderechista Matteo Salvini, líder de la Lega. Error aliñado con declaraciones reveladoras del comisario europeo de presupuestos, Günther Oettinger: “Los acontecimientos en los mercados, los bonos y la economía italiana serán tan evidentes que supondrán una señal para los votantes de que no deberían votar a los populistas de la derecha y la izquierda”.

Las encuestas pronostican pérdidas considerables para los partidos de centro italianos. Un panorama que templará su entusiasmo por una repetición electoral o la celebración de elecciones en general.

 

 

La inestabilidad política: un problema macroeconómico

La tesis de Adler encuentra un ejemplo perfecto en Italia y las élites europeístas. El problema es que la insurgencia populista italiana, con su agenda desquiciada –el pacto de gobierno incluía la deportación de 500.000 inmigrantes, una renta de inserción de 780 euros y un sistema de impuestos planos– no deja de ser una respuesta errada a un problema genuino. Y ese problema no es otro que el funcionamiento del euro, cuya adopción ha generado perjuicios considerables a la economía italiana.

Como indica Martin Wolf, principal analista económico del Financial Times, el PIB per cápita italiano permanece estancado desde hace dos décadas. Con un crecimiento económico raquítico –el 1,5% obtenido en 2017 se presentó como un logro notable– y la cuarta deuda pública del mundo –más de 2,3 billones de euros, un 132% del PIB–, Italia sufre una erosión constante de su competitividad y lidia con un sector financiero rescatado hace tan solo un año. Si los excesos fiscales propuestos por la Lega y el M5S no representaban una solución a este impasse, el status quo tampoco es sostenible.

En el pasado, la devaluación de la lira representaba una válvula de escape puntual. Hoy la política monetaria la sigue dictando un italiano, pero Mario Draghi está en Frankfurt y se rige por criterios ortodoxos. «Italia conoce las reglas», ha observado el vicepresidente del Banco Central Europeo tras ser preguntado por la posibilidad de apoyar al país con liquidez. «Igual las tiene que volver a leer».

Tampoco Alemania y sus socios europeos están dispuestos a rectificar, adoptando una unión fiscal que proporcione viabilidad al euro en Italia. En 2015, el intento griego de suavizar las políticas de austeridad recibió una respuesta punitiva. En 2017, la propuesta más servicial de Emmanuel Macron –combinar integración económica en Europa con políticas de austeridad en Francia– no ha despertado el interés de Angela Merkel. Si ignora sistemáticamente las propuestas de cualquier europeísta crítico, Berlín terminará dejando como único interlocutor a la ultraderecha, que ni siquiera está interesada en dialogar. Una dinámica que, paradójicamente, refuerza a ese centro político anclado en el inmovilismo y el rechazo a las alternativas: o nosotros o el caos.

 

 

El problema de Italia, por lo tanto, es doble. En primer lugar, su economía es demasiado grande (la tercera de la zona euro: diez veces el PIB griego, siete veces su deuda pública) para los modestos mecanismos de rescate europeos. En segundo lugar, el país ya lo ha intentado todo: tecnocracia y austeridad de la mano de Mario Monti (2011-2013); bonapartismo neoliberal, al estilo de Macron, con el fracasado Matteo Renzi (2014-2016). El último cartucho del establishment europeísta podría ser el sempiterno Berlusconi –esta vez con ganas de aplicar las políticas de austeridad exigidas desde Berlín–, al que la justicia italiana acaba de retirar la inhabilitación para participar en política.

Italia no es más que un síntoma. El origen del problema no es su electorado, sino unas élites –nacionales y europeas– que pecaron de complacencia y ahora responden con desdén, apostando por maniobras sin futuro político y de dudosa calidad democrática.

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